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En las montañas de la locura.

Capitulo I- En el bosque.

Hacía un día muy soleado, perfecto para salir a dar un paseo en el bosque, o al menos eso es lo que decía mi padre cuando contemplaba la bóveda celeste en todo sus esplendor. Sin embargo, estaba preocupado, porque ya habían pasado dos días desde que mi padre había partido a comprar comida a Khamat, y aún no había regresado.

 

Hace 5 años que él y su padre se quedaron a vivir en el bosque de Khamat, situado a tres Shrak de la ciudad del mismo nombre, y una de las más importantes urbes de Deshan. Mi padre, de sangre Lemur, emigró desde Müramit, una ciudad Rylehiana capturada por las tropas de Algenrad, el día 3 de Rahjaret. Desde entonces tuvo que buscar un nueno lugar con protección, y lo encontró en Khamat, debido a que era una ciudad costera donde se podía comerciar, y además estaba bastante protegida por el ejército de Deshan debido a que podrían darse ataques por mar de parte de Algenrad.

 

Pero mi padre no sólo escogió este lugar para buscar un rinconcito apacible donde vivir. En el bosque la reliquia familiar estaría bien protegida. Se trataba de una armadura color plata, con un yelmo con la forma de la cabeza de un león, y una cota de malla hecha de Radil, material que sólo se podía encontrar en Rylehis. También una espada toda negra, obviamente hecha de Oricalco, ya que podía partir rocas en dos, lo que denuncia su gran resistencia. Esas eran las únicas posesiones de la familia desde que esta se fundó, hace mucho tiempo, en la gran ciudad de Raleriand, o al menos eso era lo que contaba mi padre.

 

Mi padre, León Urthar, es un gran cazador y comerciante, y mi única familia, ya que mi madre murió a manos de los temibles soldados dragón que formaban parte de la fuerza expedicionaria de Algenrad, cuando estos invadían Müramit. El conocía el bosque como la palma de su mano, así que se me hacía extraño ver que no había regresado, y como ya tenía hambre (no había comido en dos días), decidí ir a buscarlo al bosque.

 

Me encaminé hacia Khamat, pero por si las dudas llevé puesta la cota de malla y la espada, por si tenía que lidiar con ladrones, aunque hace mucho que no había ninguno en toda Deshan debido a la eficacia de los mariscales en erradicar a los bandidos. Sin embargo, si mi padre no regresaba era porque algo malo aconteció, así que debía prepararme para lo peor.

 

Caminé unos treinta pasos, cuando oí gritos en el bosque. Pero no eran gritos humanos, ya que estos eran rasposos, sino más bien parecían graznidos de cuervo, sólo que más fuertes. Fui en dirección de aquel grito, pero lo que descubrí fue realmente espantoso. Era mi padre, colgado de un alto roble. Sus entrañas se vislumbraban, y se veían manchas de sangre. Ya no tenía cabeza, y tenía heridas evidentemente infligidas por un arma punzocortante, distribuidas por todo el cuerpo. Colgaba atado en la cintura, de un látigo de cuero.

 

No se si algún día pudiera superar el trauma de tan horripilante visión, sólo se que desde entonces no volveré a dormir. Mi padre fue asesinado de una manera brutal, y sólo un ser fue capaz de tanta crueldad y odio a la vida: los caballeros dragón. Eso explicaría los gritos que oí, y las heridas que probablemente fueron infligidas por las espadas curvas de estos. No pude contener el llanto. Siempre mi padre me había dicho que fuera fuerte, por que la vida me deparaba muchos golpes, algunos tan terribles que no podría soportar un hombre común. Yo traté de contenerme, pero el odio, la tristeza, la sensación de vacío y soledad que sólo pueden aliarse en las pérdidas más dolorosas, se confabularon para hacerme olvidar el juramento de mi padre y hacerme gritar como nunca antes lo había hecho. Gritaba de dolor, de angustia, y de otros tantos mil sentimientos que moran en los rincones más oscuros del alma, como los murciélagos que salen de su cueva para merodear por la noche, cuando ve que los últimos rayos del sol se ahogan en el horizonte.

 

Y entre mis pensamientos más profundos y tristes, se encontraba esa melancolía que consumía mi espíritu, como si fuera un fuego que consume la leña de la fogata, y que evocaba la imagen de aquel padre protector, que siempre había visto por mí, su único hijo, y que luchó por mantenerme con gran fortaleza, como las rocas que resisten los embates de las olas del mar durante la tormenta, hasta que por fin se transforman en la arena de la playa.

 

Pero ya sea que la tristeza no logró aturdir mis sentidos, o que solo fuera una jugarreta de mi imaginación, oí otra vez ese maldito grito, y con el deseo de venganza que palpitaba por mis sienes, fui en dirección de ese sonido, aunque no sabía si realmente fuera por venganza o sólo fuera por morir de una vez por todas, ya que no tenía sentido vivir.

 

Corrí con todas mis fuerzas, siempre pensando en que al final me tendría que enfrentar a los caballeros dragón. Sin fijarme siquiera en el camino que recorría, al fin logré llegar a un claro en el bosque.

 

Allí pude verlos. Vi por fin a esos seres repugnantes, los caballeros dragón, o Morthar, como les llamaban en Deshan. Sólo llevaban un cinturón en el que descansaban el látigo de cuero y la vaina de la espada. Su caras eran de lagarto, pero eran negras, como si se hubiesen quemado. Tenían garras de hierro, bastante largas, y sus ojos eran del color de la sangre, esa sangre que derramaban de sus delirantes víctimas que maldecían a Ra por proporcionarles esa horrible visión antes de morir. Sus alas eran tan grandes como ellos, y caminaban encorvados como ancianos. Su piel era negra, y poseían grandes y afilados colmillos con los que penetraban la carne de sus victimas muertas, sólo para beber la poca sangre fresca que les quedaba.

 

Ellos eran perversiones sólo concebidas por un maniático, cruza de un dragón con un ser humano. El señor de los dragones, aquel que se hace llamar Mordûr, los crió con el único propósito de arruinar la vida del hombre. Esos seres podían volar, y sus espadas curvas de oricalco negro estaban todas empapadas de sangre. En batalla eran terribles, ya que no podían ser dañados por flechas o espadas que no fueran de oricalco, porque este es el único metal que puede traspasar la piel de dragón que cubre sus miserables huesos.

 

Estaban atormentando a un hombre, al que ya habían herido con sus infames garras. El hombre era de tez blanca, lo que denunciaba que el era algún habitante de Kenshan, la capital de Deshan. Su pelo era negro, y aunque parecía ya tener unos veinte años, no era muy alto.

 

Me abalancé sobre los caballeros dragón y le corté a uno un ala, con mi espada de oricalco. No me importó que ellos fueran a matarme, porque yo ya estaba muerto en vida. Pero de repente, sin previo aviso, apareció de la nada, cubierto con una espesa niebla, un hombre. O al menos eso era lo que parecía.

 

-¿Quién eres tú?-le grité al desconocido.

 

-Muchacho incauto, así te diriges al gran Aziflatep, mensajero del gran señor de Algenrad, Mordûr.

 

Continuará.....  

 

 

 

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