Blogia

En las montañas de la locura.

La sombra sobre Innsmouth

I

 

Durante el invierno de 1927-28, los agentes del Gobierno Federal realizaron una extraña y secreta investigación sobre ciertas instalaciones del antiguo puerto marítimo de Innsmouth, en Massachusetts. El público se enteró de ello en febrero, porque fue entonces cuando se llevaron a cabo redadas y numerosos arrestos, seguidos del incendio y la voladura sistemáticos -efectuados con las precauciones convenientes- de una gran cantidad de casas ruinosas, carcomidas, supuestamente deshabitadas, que se alzaban a lo largo del abandonado barrio del muelle. Las personas poco curiosas no prestarían atención a este suceso, y lo consideraron sin duda como un episodio más de la larga lucha contra el licor.
En cambio, a los más perspicaces les sorprendió el extraordinario número de detenciones, el desacostumbrado despliegue de fuerza pública que se empleó para llevarlas a cabo, y el silencio que impusieron las autoridades en torno a los detenidos. No hubo juicio, ni se llegó a saber tampoco de qué se les acusaba; ni siquiera fue visto posteriormente ninguno de los detenidos en las cárceles ordinarias del país. Se hicieron declaraciones imprecisas acerca de enfermedades y campos de concentración, y más tarde se habló de evasiones en varias prisiones navales y militares, pero nada positivo se reveló. La misma ciudad de Innsmouth se había quedado casi despoblada. Sólo ahora empiezan a manifestarse en ella algunas señales de lento renacer.
Las quejas formuladas por numerosas organizaciones liberales fueron acalladas tras largas deliberaciones secretas; los representantes de dichas sociedades efectuaron algunos viajes a ciertos campos y prisiones, y como consecuencia, tales organizaciones perdieron repentinamente todo interés por la cuestión. Más difíciles de disuadir fueron los periodistas; pero finalmente, acabaron por colaborar con el Gobierno. Sélo un periódico -un diario sensacionalista y de escaso prestigio por esta razón- hizo referencia a cierto submarino capaz de grandes inmersiones que torpedeó los abismos de la mar, justo detrás del Arrecife del Diablo. Esta información, recogida casualmente en una taberna marinera, parecía un tanto fantástica ya que el arrecife, negro y plano, queda por lo menos a milla y media del puerto de Innsmouth.
Los campesinos de los alrededores y las gentes de los pueblos vecinos lo comentaron mucho, pero se mostraron extremadamente reservados con la gente de fuera. Llevaban casi un siglo hablando entre ellos de la moribunda y medio desierta ciudad de Innsmouth y lo que acababa de suceder no había sido más tremendo ni espantoso que lo que se comentaba en voz baja desde mucho años antes. Habían sucedido cosas que les enseñaron a ser reservados, de modo que era inútil intentar sonsacarles. Además, sabían poca cosa en realidad, porqué la presencia de unos saladares extensos y despoblados dificultaba mucho la llegada a Innsmouth por tierra firme, y los habitantes de los pueblos vecinos se mantenían alejados.
Pero yo voy a transgredir la ley de silencio impuesta en torno a esta cuestión. Estoy convencido de que los resultados obtenidos son tan concluyentes que, aparte un sobresalto de repugnancia, mis revelaciones sobre lo que hallaron los horrorizados agentes que irrumpieron en Innsmouth no pueden causar ningún daño. Por otra parte, el asunto podría tener más de una explicación. Tampoco sé exactamente hasta qué punto me han contado toda la verdad, pero tengo muchas razones para no desear indagar más a fondo, ya que el caso, y el recuerdo de lo que pasó, me obliga a tomar severas medidas.
Fui yo quien, a primera hora de la mañana del 16 de julio de 1927, huyó frenéticamente de Innsmouth, y quien suplicó horrorizado al Gobierno que abriese una investigación y actuase en consecuencia, petición que dio origen a todo el episodio relatado. Yo estaba firmemente resuelto a permanecer callado mientras el asunto estuviera reciente en la memoria de todos, pero ahora que ya ha pasado el tiempo y el público ha perdido interés y curiosidad, tengo un extraordinario deseo de contar, en voz muy baja, las horas escasas y terribles que pasé en aquel puerto de tan siniestra reputación, sobre el que se cierne una sombra blasfema y mortal. El mero hecho de contarlo me ayudará a recobrar la confianza en mis facultades, a convencerme de que no fui simplemente la primera víctima de una pesadilla colectiva. Me servirá además para decidirme a mirar de frente cierto paso terrible que aún tengo que dar.
Nunca había oído hablar de Innsmouth hasta la víspera del día en que lo vi por primera y -hasta ahora- última vez. Celebraba mi mayoría de edad dando la vuelta a Nueva Inglaterra -turismo, antigüedades, interés genealógico- y había planeado ir directamente desde el antiguo pueblo de Newburyport a Arkham, de donde provenía la familia de mi padre. No tenía coche y viajaba en tren, en trolebús o en coches de línea, buscando siempre el itinerario más barato. En Newburyport me dijeron que para ir a Arkham debía tomar el tren. Y fue en el despacho de billetes de la estación donde, al vacilar ante el elevado precio del billete, oí hablar por vez primera de Innsmouth. El empleado, hombre corpulento de rostro sagaz y un acento que no era de la región, consideró con simpatía mis esfuerzos por ahorrar y me sugirió una solución que hasta entonces nadie me había propuesto.
-Creo que podr ía coger el autobús viejo -dijo después de cierta vacilación- aunque por aquí nadie suele cogerlo. Pasa por Innsmouth... Puede que haya oído usted hablar del pueblo ese... A la gente no le gusta. El conductor es de allí, un tal Joe Sargent, y nunca coge viajeros de aquí ni de Arkham. No me explico de qué vive esa empresa. El precio del billete debe ser bastante barato, pero nunca lleva más de dos o tres personas... y todas de Innsmouth. Sale de la Plaza, delante de la Droguería Hammond, a las diez de la mañana y a las siete de la tarde, a no ser que hayan cambiado de horario últimamente. Parece una cafetera rusa... Jamás me he metido dentro de ese trasto.
Esta fue la primera noticia del siniestro pueblo de Innsmouth. Cualquier referencia a un pueblo que no viniera en los mapas ordinarios o no estuviera registrado en las guías actuales de viajes me habría interesado, pero además, la extraña manera que tuvo e! empleado de mencionarlo acabó de suscitar en mi ánimo una verdadera curiosidad. Pensé que un pueblo capaz de inspirar tal aversión entre los vecinos debía de ser curioso y digno de atención turística. Puesto que estaba antes de llegar a Arkham, me detendría en él... Así que pedí al empleado que me informase un poco más. Cautamente, y con aire de saber más de lo que decía, exclamó:
-¿Innsmouth? Sí, es un pueblo bastante raro. Está en la desembocadura de Manuxet. Era casi una ciudad, un puerto relativamente importante, antes de la guerra de 1812, pero se ha arruinado durante los últimos cien años o por ahí. Ya no pasa ni el ferrocarril... Hace años que se dejó abandonada la línea que lo unía con Rowley.
»Debe haber más casas vacías que habitantes, y no hay comercio ni industria, excepto la pesca y las nasas. La gente prefiere venir aquí o a Arkham o a Ipswich para hacer sus negocios. Años atrás había algunas fábricas, pero ahora no queda más que una refinería de oro que además se pasa largas temporadas sin funcionar.
»Sin embargo, esa refiner ía fue un buen negocio en sus tiempos, y el viejo Marsh, el dueño, debe de ser más rico que Creso. Es un viejo maniático y extravagante que no sale de su casa para nada. Dicen que ha contraído una enfermedad de la piel o que le ha salido alguna deformidad, y no se deja ver. Es nieto del capitán Obed Marsh, que fue el fundador del negocio. Parece que su madre era extranjera, dicen que proced ía de los Mares del Sur; así que se armó la gorda cuando se casó con una muchacha de Ipswich, hace cincuenta años. A la gente de por aquí no le gustan los de Innsmouth, y si alguno lleva sangre de Innsmouth procura siempre ocultarlo. Pero a mi modo de ver, los hijos y los nietos de Marsh tienen un aspecto normal. Me los señalaron una vez que pasaron por aquí… Y ahora que lo pienso, parece que los hijos mayores no vienen últimamente. Al viejo no lo he llegado a ver nunca.
»¿Que por qué las cosas andan tan mal en Innsmouth? Bueno, muchacho, no debe preocuparse usted de lo que se oye por ah í, Les cuesta empezar, pero en cuanto dicen dos palabras seguidas, ya no paran. Se han pasado los últimos cien años chismorreando sobre lo que pasa en Innsmouth, y me figuro que están más asustados que otra cosa. Algunas historias que se cuentan son de risa. Por ejemplo, dicen que el viejo capitán Marsh negociaba con el diablo y sacaba trasgos del infierno para traérselos a vivir a Innsmouth, y también que celebraban una especie de culto satánico y sacrificios espantosos, cerca de los muelles, y que lo descubrieron allá por el año 1845 más o menos... Pero yo soy de Panton, Vermont, y no me trago esas historias.
»Tenía usted que oír lo que cuentan los viejos del arrecife de la costa... El Arrecife del Diablo lo llaman. En muchas ocasiones sobresale por encima de las olas, y cuando no, aparece a flor de agua, pero ni siquiera se puede decir que sea una isla. Según cuentan, se ve a veces una legión entera de demonios en ese arrecife, desparramados por allí o saliendo y entrando de unas cuevas que hay en la parte alta de la roca. Es una peña abrupta y desigual, a bastante más de una milla de la costa. Ultimamente los marineros solían desviarse bastante para evitarla.
»Los marineros que no procedían de Innsmouth, se entiende. Una de las cosas que tenían contra el capitán Marsh era que, al parecer, atracaba allí algunas veces por la noche, cuando la marca lo permitía, Puede que atracara, porque la roca es interesante, y hasta es posible que fuese en busca de algún tesoro pirata; pero lo que decían es que negociaba con los demonios de all í. Para mí, la pura realidad es que fue el capitán quien verdaderamente le dio fama de siniestro al arrecife.
»Eso fue antes de la epidemia de 1846, en que murió más de la mitad de la población de Innsmouth.
No se llegó a explicar completamente qué fue lo que pasó, pero seguro que se trataba de alguna enfermedad exótica, traída de China o de alguna parte, por mar. Debió de ser terrible; hubo desórdenes por culpa de eso, y pasaron cosas horribles que no creo que hayan llegado a trascender fuera del pueblo. El caso es que con eso se arruinó para siempre. No volvió a repetirse la hecatombe, pero ahora apenas vivirán allí trescientas o cuatrocientas personas.
»Pero lo único que hay en el fondo de la actitud de la gente es un simple prejuicio racial... y no lo censuro. Siento aversión por la gente de Innsmouth y no me gustaría ir a ese pueblo por nada del mundo. Me figuro que usted tendrá idea -aunque ya veo por su acento que es occidental- de la cantidad de barcos nuestros, de Nueva Inglaterra, que acostumbran a tocar los puertos extraños de Africa, de Asia, de los Mares del Sur y de cualquier parte, y la de gente rara que a veces se traen para acá. Habrá oído hablar seguramente del hombre de Salem que regresó después casado con una china, y puede que sepa también que todavía queda un puñado de isleños procedentes de Fidji, por ahí por Cape Cod.
»Bueno, algo de eso debe haber detrás de la gente de Innsmouth. El lugar siempre estuvo separado del resto de la comarca por marismas y riachuelos, y no podemos estar seguros de lo que pasaba en realidad, pero está bastante claro que el viejo capitán Marsh debió traerse a casa a unos tipos extraños, cuando tenía sus tres barcos en actividad, allá por los años veinte o treinta. Ciertamente, la gente de Innsmouth posee unos rasgos extraños; hoy en día... no sé cómo explicarlo, pero es una cosa que te pone la carne de gallina. Lo notará usted un poco en Sargent, si coge el autobús. Algunos tienen la cabeza estrecha y rara, con la nariz chata y aplastada; y tienen también unos ojos fijos que parece que nunca parpadean, y una piel que no es como la piel normal que tenemos los demás; es áspera y costrosa, y a los lados del cuello la tienen arrugada o como replegada. Se quedan calvos muy jóvenes, también. Los más viejos son los que peor aspecto tienen... Bueno, en realidad creo que no he visto nunca a un tipo de ésos verdaderamente viejo. ¡Me figuro que se morirán de mirarse en el espejo! Los animales les tienen aversión... Solían tener muchos problemas con los caballos, antes de aparecer el automóvil.
»Nadie de por aquí, ni de Arkham ni de Ipswich, quieren tratos con ellos. Por lo demás, se comportan con sequedad cuando vienen al pueblo o cuando alguien intenta pescar en sus caladeros. Lo raro es el tamaño del pescado que sacan siempre en las aguas del puerto, si no hay nada más por allí cerca... ¡Pero intente pescar usted en este sitio y verá lo que tardan en echarlo! Antes solían venir en tren... Después, cuando la compañía abandonó el ramal, se daban una caminata para tomarlo en Rowley... Ahora viajan en autobús.
»Sí, hay un hotel en Innsmouth; se llama Gilman House, pero me parece que no es gran cosa. Yo le aconsejaría que no se quedara. Es mejor que pase la noche aquí y mañana por la mañana coge el autobús de las diez; luego puede salir de allí a las ocho de la tarde, en el que va a Arkham. Hubo un inspector de Hacienda que paró en el Gilman hará unos dos años, y sacó de allí un sinfín de impresiones desagradables. Parece que tienen una multitud de gentes extrañas en ese hotel, porque el buen hombre no paró de oír en las otras habitaciones unas voces que le producían escalofríos.
Decía que hablaban en un idioma extranjero, pero lo peor era una voz extraña que hablaba de cuando en cuando. Le sonaba tan poco humana -como un chapoteo, decía él- que no se atrevió ni a desnudarse para meterse en la cama. Total: que pasó la noche en vela y apagó la luz a las primeras luces de la madrugada. Las conversaciones duraron casi toda la noche.
»Lo que más le chocó al hombre ese -Casey se llamaba-, era la forma con que le miraba la gente de Innsmouth; parecían talmente como polic ías vigilándole. La refinería Marsh le pareció bastante rara...
Se trata de una vieja fábrica situada a orillas del Manuxet, en su desembocadura. Lo que contó estaba de acuerdo con ]o que yo sabía ya. Libros mal llevados, ninguna cuenta clara, y el negocio no se veía por ninguna parte. Además, ha habido siempre cierto misterio sobre la forma como los Marsh obtienen el oro que refinan. Nunca se ha visto que hicieran muchas compras de oro, pero hasta hace unos años enviaban por barco cantidades enormes de lingotes.
»Se solía hablar de ciertas joyas extrañas que los marineros v los trabajadores de la refiner ía vendían en secreto, o que llevaban a veces las mujeres de la familia Marsh. Se decía que el capitán Obed conseguía el personal de su empresa en los puertos tropicales; parece que sus barcos zarpaban llenos de abalorios y baratijas, como si fueran a establecer tratos con los nativos. Otros pensaban -y lo piensan todavía- que había encontrado un antiguo escondrijo de piratas en el Arrecife del Diablo.
Pero lo extraño es que el viejo capitán murió hace sesenta años, y desde la Guerra Civil no ha salido de Innsmouth ni un solo barco de gran calado. Y a pesar de todo los Marsh siguen comprando baratijas para salvajes, sobre todo cuentas de vidrio y chucherías, según me han contado. A lo mejor es que a los de Innsmouth les gusta adornarse con eso... Bien sabe Dios que han estado a punto de caer al mismo nivel que los caníbales de los Mares del Sur y los salvajes de Guinea.
»La plaga del cuarenta y seis debió de llevarse lo mejor del pueblo. En todo caso los únicos que vienen de allí son gentes sospechosas; y los Marsh y los demás ricachos son tan sospechosos como ellos. Como le digo, no serán más de cuatrocientos en todo el pueblo, a pesar de lo grande que es.
Son lo que en el Sur llaman 'blancos desarrapados', o sea, tipos huraños y disimulados, llenos de secretos y misterios. Cogen mucho pescado y marisco, y lo exportan en camiones. Es anormal la cantidad de toneladas de pescado que sacan de ese trozo de costa.
»Nadie ha podido averiguar lo que hacen en ese pueblo. Las escuelas oficiales del Estado y las oficinas del censo de población se han estrellado una y otra vez con ellos. Puede apostar a que las visitas de inspección no son bien recibidas en Innsmouth. Yo personalmente he oído de más de un encargado de negocios del Gobierno que ha desaparecido allí. Se ha hablado mucho también de uno que se volvió loco y ahora está en el sanatorio. Sin duda le dieron un susto tremendo a ese pobre hombre.
»Por eso no pasaría yo la noche allí, en su lugar. Nunca he estado en el pueblo ese ni me apetece ir, pero me figuro que visitarlo de d ía no supone riesgo alguno... A pesar de todo, la gente de por aquí le aconsejaría que no lo hiciera. Si está usted haciendo turismo y buscando cosas antiguas, Innsmouth es un lugar que le interesará.»
Después de lo que me contó el buen hombre aquel, me pasé casi toda la tarde en la Biblioteca Pública de Newburyport, buscando datos sobre Innsmouth. Luego pregunté a las gentes de las tiendas, del restaurante, incluso en el parque de bomberos, pero pude comprobar que era más difícil de lo que había predicho el empleado de la estación sacarles algo en limpio. Por lo demás, no disponía de tiempo para vencer su instintivo recelo. Me pareció que desconfiaban por alguna razón, como si fuera sospechoso todo aquel que se interesara demasiado por Innsmouth. En la Y.M.C.A. (Young Men’s Christian Association, es decir, Asociación Cristiana de Jóvenes.) donde me había hospedado, el sacerdote trató de disuadirme pintándome ese pueblo como un lugar malsano y decadente. En la biblioteca, muchos adoptaron esa misma actitud. Era evidente que a los ojos de las personas de formación Innsmouth era meramente un caso exagerado de degeneración cívica.
Los manuales de historia del Condado de Essex que me sirvieron en la biblioteca decían bien poco: que el pueblo se fundó en 1643, que era célebre por sus astilleros, antes de la Revolución, y que llegó a gozar de gran prosperidad naval a principios del siglo XIX; más tarde, se convirtió en centro industrial de segundo orden, gracias al aprovechamiento de las aguas del Manuxet como fuente de energía. Se referían muy veladamente a la epidemia y a los desórdenes de 1846, como si constituyesen un descrédito para todo el condado.
También se decía poca cosa de su proceso de decadencia, aunque el capítulo final era bien elocuente. Después de la Guerra Civil, toda la vida industrial de la localidad quedó reducida a la Marsh Refining Company, y el mercado de lingotes de oro constituía tan sólo un pequeño residuo de lo que había sido su comercio, aparte la eterna pesca. Pero la pesca se pagaba cada día menos, a medida que bajaba el precio de la mercancía debido a la competencia de las grandes empresas, aunque nunca hubo escasez de pescado alrededor del puerto de Innsmouth. Los extranjeros se asentaban raramente por allí. Se decía que lo había intentado cierto número de polacos y portugueses, pero que fueron expulsados de una manera singularmente enérgica.
Lo más interesante de todo era una breve nota referente a ciertas joyas vagamente asociadas a la localidad de Innsmouth. Evidentemente, el caso había impresionado a toda la región, ya que el libro hacía referencia a determinadas piezas que se hallaban en el Museo de la Universidad del Miskatonic, de Arkham, y en el salón de exhibiciones de la Sociedad de Estudios Históricos de Newburyport. Las descripciones fragmentarias de tales joyas eran escuetas y frías, pero me causaron una impresión difícil de definir. Todo aquello me resultaba tan singular y excitante, que no se me iba de la cabeza, y a pesar de la hora avanzada, decidí acercarme a ver la pieza que se conservaba en la localidad. Por lo visto era un objeto grande, de extrañas proporciones, muy parecido a una tiara. El bibliotecario me dio una nota de presentación para el conservador de la sociedad. El conservador resultó ser una tal Anna Tilton, soltera, que viv ía allí cerca, Tras una breve explicación, la anciana se mostró muy amable y me sirvió de guía. El museo de la sociedad era notable en verdad, pero mi estado de ánimo era tal, que no tuve ojos más que para el raro objeto que relumbraba en la vitrina del rincón, bajo el foco de luz eléctrica.
No fue mi sensibilidad estética lo que me hizo abrir literalmente la boca ante el sobrenatural esplendor de aquella portentosa fantas ía que descansaba sobre un cojín de terciopelo rojo. Incluso ahora sería incapaz de describirlo con precisión, aunque no cabía duda de que era una tiara, como dec ía la inscripción que había leído. Su parte delantera era muy elevada, y su contorno ancho y curiosamente irregular, como si hubiera sido diseñada para una cabeza caprichosamente elíptica. Parecía de oro, aunque poseía una misteriosa brillantez que hacía pensar en una aleación con otro metal de igual belleza y difícilmente identificable. Su estado de conservación era casi perfecto. Me podr ía haber pasado horas enteras estudiando los sorprendentes y enigmáticos adornos -unos, simplemente geométricos, otros, sencillos motivos marinos -, cincelados o moldeados con maravillosa habilidad.
Cuanto más la miraba, más fascinado me sentía, y en esta fascinación encontraba algo inquietante e inexplicable. Al principio pensé que era una extraña calidad artística lo que me desasosegaba. Todos los objetos de arte que había visto anteriormente pertenecían a algún estilo o a alguna tradición nacional o racial conocida, o a alguna de esas tendencias modernas que rompen con toda tradición.
Pero aquella tiara no estaba en ninguno de los dos casos. Denotaba claramente una técnica muy definida, de gran madurez y perfección, aunque totalmente distinta de cualquier otra, oriental u occidental, antigua o moderna. Jamás había visto algo parecido. Era como si aquella preciosa obra de artesanía perteneciese a otro planeta.
Pero no tardé en darme cuenta de que mi turbación se debía a otra causa, quizá igualmente poderosa, esto es, a sus extraños motivos ornamentales que sugerían desconocidas fórmulas matemáticas y secretos remotos hundidos en inimaginables abismos del tiempo y del espacio. La naturaleza representada en los relieves, invariablemente acuática, resultaba casi siniestra. Había unos monstruos fabulosos, extravagantes y malignos, unos seres mitad peces y mitad batracios que me obsesionaban hasta el extremo de despertar en mí una especie de pseudo-recuerdos. Era como si yo mismo tuviera de ellos una vaga memoria, remota y terrible, que emanase de las células secretas donde duermen nuestras imágenes ancestrales más espantosas. Me daba la impresión de que cada rasgo de aquellos horrendos peces-ranas desbordaba la última quintaesencia de una maldad inhumana y desconocida.
En curioso contraste con el aspecto de la tiara, estaba su breve y sórdida historia. Según me contó miss Tilton, en 1873 cierto individuo de Innsmouth, borracho, la había empeñado por una suma ridícula poco antes de morir en una riña, en una tienda de State Street. La Sociedad de Estudios Históricos la adquirió directamente del prestamista, y desde el primer momento la colocó en uno de los lugares más destacados de su salón, con una etiqueta en la que se indicaba que probablemente provenía de la India oriental o de Indochina, aunque ambas suposiciones eran francamente problemáticas.
Miss Tilton, comparando todas las hipótesis posibles sobre el origen de la tiara y su presencia en Nueva Inglaterra, se sentía inclinada a creer que había formado parte de algún tesoro pirata descubierto por el viejo capitán Obed Marsh. A favor de esta suposición estaba el hecho de que los Marsh, al enterarse del paradero de la joya, habían intentado adquirirla ofreciendo una suma elevadísima que todavía mantenían pese a la firme determinación de la sociedad de no vender.
Mientras la amable señora me acompañaba hasta la puerta, me aclaró que su hipótesis sobre el origen pirata de la fortuna de los Marsh estaba muy extendida entre los intelectuales de la región. Ella nunca había estado en Innsmouth, pero sentía aversión hacia sus habitantes, según dijo, a causa de su degeneración moral y cultural. Incluso me aseguró que los rumores existentes acerca de cierto culto satanista practicado en Innsmouth encontraba apoyo en el hecho de que hubieran ganado allí numerosos adeptos determinados ritos secretos que hab ían terminado por absorber a todas las iglesias ortodoxas.
Esos ritos eran practicados por la llamada «Orden Esotérica de Dagon», y se trataba sin duda de alguna religión pagana y degenerada de origen oriental que había sido importada, al parecer, en una época en que la pesca había escaseado. Era lógico, en cierto modo, que las gentes sencillas la hubiesen aceptado, ya que de pronto, a partir de su instauración, la pesca había vuelto a ser próspera y abundante. La «Orden» no tardó en alcanzar una gran preponderancia en el pueblo, sustituyendo por completo a la francmasonería e instalándose incluso en la antigua logia masónica de New Church Green.
Todo esto, según la piadosa miss Tilton, constituía un argumento decisivo para rehuir la diabólica y mísera ciudad de Innsmouth. A mí en cambio me despertó un enorme interés por visitarla. A la curiosidad arquitectónica e histórica que sentía se sumaba ahora un entusiasmo antropológico, de tal modo que, en mi reducida habitación de la Y.M.C.A. sólo pude conciliar el sueño cuando ya empezaba a clarear.

 

II

 

A la mañana siguiente, poco antes de la diez, tomé la maleta y me situé ante la Droguería Hammond, en la Plaza del Mercado, a esperar el autobús de Innsmouth. Cuando ya faltaba poco para llegar, observé que los paseantes se alejaban de la parada. El empleado de la estación no había exagerado la repugnancia que sentían en la localidad por los habitantes de Innsmouth. Al poco tiempo apareció, retemblando por State Street, un coche de línea bastante viejo, pintado de verde sucio. Dio la vuelta y frenó al lado de donde yo estaba. En seguida me di cuenta de que era el que yo esperaba. Encima del parabrisas se adivinaba el casi ilegible cartel: Arkham-Innsmouth-Newb...port.
Sólo venían tres pasajeros, tres hombres más bien jóvenes, morenos, mal vestidos y de semblante hosco. Cuando el vehículo se detuvo, bajaron los tres y, con paso torpe y desmañado, echaron a andar en silencio por State Street, casi de manera furtiva. El conductor bajó también del coche y le vi desaparecer en el interior de la droguer ía. «Este debe ser el tal Joe Sargent que mencionó el empleado de la estación», pensé, y antes de reparar en ningún detalle, sentí que me embargaba como una oleada de instintiva aversión, tan incontenible como inexplicable. De pronto, me pareció muy natural que la gente de la localidad no deseara subir a semejante autobús ni visitar la población donde vivía aquella chusma.
Cuando volvió a salir de la droguería, me fijé más en él y traté de descubrir el motivo por el que me había causado tan mala impresión. Era un hombre flaco, de hombros caídos y uno setenta de estatura o tal vez menos. Llevaba un traje azul raído y una deshilachada gorra de golf. Debía tener unos treinta y cinco años, aunque las dos arrugas que le surcaban el cuello a ambos lados le hacían parecer más viejo, si no se fijaba uno en su rostro inexpresivo y apagado. Tenía la cabeza estrecha y unos ojos saltones de color azul claro que no pestañeaban; su barbilla y su frente eran deprimidas, y tenía unas orejas más bien rudimentarias y atrofiadas. Sus labios eran grandes y abultados; sus mejillas, cubiertas de poros abiertos y de costras, daban la sensación de carecer casi totalmente de barba, aparte algunos pelos amarillos tan irregularmente repartidos por la cara, que junto con las rugosidades de la piel, más que otra cosa parec ían calvas producidas por alguna enfermedad. Sus manos enormes, surcadas de venas, eran de un increíble gris azulado; tenía los dedos sorprendentemente cortos y desproporcionados, como encogidos hacia adentro de sus tremendas palmas. Al dirigirse hacia el autobús, noté su forma de bamboleante de andar. Sus pies eran igualmente desmesurados, y cuanto más se los miraba, más difícil me parecía que pudiera encontrar zapatos a su medida.
La mugre que llevaba encima lo hacía más repugnante aún, Sin duda trabajaba o haraganeaba por los muelles pesqueros, a juzgar por el olor que traía consigo. Era imposible averiguar qué mezcla de sangres habría en sus venas. Sus rasgos no parecían asiáticos, polinesios ni negroides, pero evidentemente eran extranjeros. Sin embargo, más que una característica racial, aquellos rasgos me parecían una degeneración biológica.
Me quedé cortado de pronto, al darme cuenta de que no hab ía ningún otro pasajero en el autobús. No me gustó la idea de viajar solo con semejante conductor. Pero se acercaba la hora de salida, y tuve que decidirme. Subí al coche, le tendí un dólar y dije escuetamente: «Innsmouth». Me miró con sorpresa durante un segundo, mientras me devolv ía cuarenta centavos, pero no dijo nada. Me senté detrás de él, junto a una ventanilla, para poder contemplar la costa durante el viaje.
Por fin arrancó el cacharro de una sacudida y pronto dejó atrás los viejos edificios de State Street, retemblando estrepitosamente y soltando un humo espeso por el tubo de escape. Me dio la impresión de que la gente que pasaba por la acera evitaba mirar al autobús... o al menos, disimulaba. Luego doblamos a la izquierda por High Street y el camino se hizo más suave. Cruzamos por delante de unos edificios majestuosos que databan de los primeros tiempos de la República y luego dejamos atrás varias casas de campo de estilo colonial, más antiguas aún. Después de atravesar Lower Green y Parker River, salimos finalmente a una zona costera larga y monótona.
Era un día de calor y de sol. El paisaje de arena, de juncales, de maleza desmedrada, se hacía cada vez más desolado a medida que avanzábamos. A nuestro lado se extendía el agua azul y la raya arenosa de Plum Island. Después de desviarnos de la carretera general que segu ía a Rowley e Ipswich, tomamos un camino que siguió bordeando el litoral. No se veían casas, y según estaba el firme de la carretera, el tráfico por aquel paraje debía de ser muy escaso. Los negros postes del teléfono sostenían tan sólo dos cables. De cuando en cuando, cruzábamos unos decrépitos puentes de madera tendidos sobre pequeñas rías que, cuando la marca estaba alta, contribu ían a aislar aún más la región.
De cuando en cuando se veían tocones ennegrecidos y cimientos de vallas desmoronadas que emergían de la arena. Recordé que en uno de los libros de historia que había manejado se decía que, anteriormente, aquella había sido una comarca fértil y muy poblada. El cambio sobrevino al parecer a raíz de la epidemia que hab ía asolado la ciudad de Innsmouth en 1846, pero la gente lo había achacado a ciertos poderes malignos y ocultos. De hecho, el mal radicaba en la absurda tala de toda la arboleda cercana a la playa, que había privado al suelo de su mejor protección contra la arena que ahora lo invadía todo.
Finalmente, perdimos de vista Plum Island y apareció la inmensa extensión del Atlántico a nuestra izquierda. El estrecho camino comenzó a subir por una cuesta pronunciada.
Experimenté una sensación extraña al ver la cima solitaria que se elevaba ante nosotros, donde el camino, herido de surcos, se encontraba con el cielo. Era como si el autobús fuera a continuar su ascensión abandonando la tierra para fundirse con el misterio ignorado de un más allá invisible. El olor a mar nos llegaba cargado de aromas presagiosos. La espalda encorvada y rígida del conductor y su cráneo grotesco se me antojaban cada vez más repugnantes. Por detrás tenía la cabeza casi tan despoblada de pelo como su cara. Apenas le crec ían unas pocas hebras amarillentas en su piel rugosa y grisácea.
Coronamos la cuesta. Desde arriba se podía contemplar toda la extensión del valle donde el Manuxet desembocaba en el mar, justo al norte de una larga muralla de acantilados que culmina en Kingston Head y tuerce después hacia Cape Ann. En la bruma lejana del horizonte se alcanzaba a distinguir el perfil confuso del promontorio donde se alzaba aquel caserón antiguo del que tantas leyendas se habían contado. Pero de momento, toda mi atención se centró en el panorama inmediato que se abría ante mí: habíamos llegado frente al tenebroso pueblo de Innsmouth.
Era un núcleo urbano muy extenso, de casas apretadas, pero carente de signos de vida. Apenas si salía un hilo de humo de toda la maraña de chimeneas. Tres elevados campanarios descollaban rígidos y leprosos contra el azul de la mar. A uno de ellos se le había desmoronado el capitel. Los otros dos mostraban los negros agujeros donde antaño estuvieran las esferas de sus relojes. La inmensa marca de techumbres inclinadas y buhardillas puntiagudas formaban un paisaje desolador. A medida que avanzábamos carretera abajo, descubrí que muchos de los tejados estaban totalmente hundidos. Había algunas casas grandes de estilo georgiano, con tejados de cuatro aguas, cúpulas y galerías acristaladas. La mayoría de ellas estaban lejos de la mar, y una o dos vi que todavía se conservaban en buen estado. En el espacio que había entre unas y otras, se veía la línea herrumbrosa del ferrocarril abandonado, invadida de yerba, bordeada por los postes del telégrafo sin cables ya, y las huellas borrosas de los viejos caminos de carro que iban a Rowley y a Ipswich.
El abandono y la ruina se hacían más evidentes en el barrio marinero, junto a los muelles. Sin embargo, en su mismo centro se alzaba la blanca torre de un edificio de ladrillo muy bien conservado, que parecía como una pequeña fábrica. El puerto, invadido por los bancos de arena, estaba protegido por un antiguo espigón de piedra, sobre el que se distinguían las menudas figuras de algunos pescadores sentados. En la punta del espigón se veían los cimientos circulares de un faro derruido.
En el puerto se hab ía formado una lengua de arena sobre la cual había unas chozas miserables, algunos botes amarrados y unas cuantas nasas diseminadas. El único sitio en que parecía haber profundidad era donde el río, una vez pasado el edificio de la torre blanca, daba la vuelta hacia el sur y vertía sus aguas en el océano, al otro lado del espigón.
Los muelles de embarque estaban podridos de un extremo a otro. Los más ruinosos eran los de la parte sur. Y allá lejos, mar adentro, pese a la marca alta, pude distinguir una raya larga y negra que apenas afloraba del agua y que al instante ejerció sobre mí una atracción singular y maligna. Era, sin duda alguna, el Arrecife del Diablo. Por un momento, mientras lo contemplaba, tuve la sorprendente sensación de que me estaban haciendo señas desde allá, lo que me produjo un inmenso malestar.
No encontramos a nadie por el camino. Empezamos a cruzar por delante de una serie de granjas desiertas y desoladas. Después vinieron unas pocas casas habitadas, cuyas ventanas estaban tapadas con harapos. En los estercoleros se amontonaban las conchas y el pescado estropeado.
Algunos individuos trabajaban con aire ausente en sus jardines yermos y sacaban almejas en la orilla, siempre en medio de un penetrante olor a pescado. Unos grupos de niños sucios y de cara simiesca jugaban en los portales invadidos por la yerba. Había algo en aquella gente que resultaba más inquietante aún que los lúgubres edificios. Casi todos tenían los mismos rasgos faciales y los mismos gestos, cosa que producía una repugnancia instintiva e irremediable. Por un instante me pareció que aquellos rasgos me recordaban algún cuadro visto anteriormente, en circunstancias excepcionalmente horribles. Pero este pseudo-recuerdo fue muy fugaz.
Al llegar el autobús a la zona llana donde se alzaba el pueblo comencé a oír el murmullo monótono de una cascada en medio de un silencio impresionante. Las casas, desconchadas y torcidas, se fueron arrimando unas a otras, alineándose a ambos lados de la carretera, y ésta se convirtió en calle. En algunos sitios se veía el pavimento adoquinado y restos de las aceras de baldosa que en otro tiempo habían existido. Todas las casas estaban aparentemente desiertas. De cuando en cuando, entre las paredes maestras, se abría el vacío de algún edificio derrumbado. En todas partes reinaba un olor nauseabundo e insoportable de pescado.
No tardaron en comenzar los cruces y las bocacalles. Las calles que sal ían a la izquierda en dirección de la costa estaban desempedradas, llenas de suciedad y de inmundicias. Aún no había visto a nadie en el pueblo, pero al fin se veían algunos signos de vida: cortinas en algunas ventanas, un cascado automóvil detenido junto al bordillo... El pavimento y las aceras se iban perfilando cada vez más y, aunque casi todas las casas eran bastante viejas -edificios de madera y ladrillo de principios del siglo XIX- se veía que todavía estaban en condiciones. Fascinado por el inter és de cuanto veía, me olvidé del olor repugnante y de la sensación opresiva que había experimentado al principio.
Pero no había de llegar yo a mi punto de destino sin recibir otra impresión tremendamente desagradable. El autobús desembocó en una especie de plaza flanqueada por dos iglesias, en cuyo centro había un círculo de césped pelado y seco. En la calle que salía a la derecha se alzaba un edificio con columnas. La fachada, pintada de blanco en tiempos atrás, estaba ahora gris y desconchada. Las letras doradas y negras del frontis estaban tan borrosas que me costó bastante descifrar la inscripción: «Orden Esotérica de Dagon». Se trataba, pues, de la antigua logia masónica, actualmente consagrada a un culto degradante. Mientras me esforzaba por descifrar dicha inscripción, sonaron los sordos tañidos de una campana rajada que vinieron a distraer mi atención. Entonces me volví rápidamente y miré al otro lado de la plaza.
Los toques de campana provenían de una iglesia de piedra, de falso estilo gótico, que parec ía mucho más antigua que el resto de los edificios de Innsmouth. Tenía a un lado una torre cuadrada, achaparrada, cuya cripta de cerradas ventanas era desproporcionadamente alta. El reloj de la torre carecía de manillas, pero sabía que aquellos golpes sordos correspondían a las once. Y de repente, todas mis reflexiones se esfumaron ante la inesperada aparición de una figura tan horrenda, que me estremecí aun sin haber tenido tiempo de verla bien. La puerta de la cripta estaba abierta y formaba un rectángulo de oscuridad. Y al mirar casualmente, cruzó ese rectángulo algo que provocó en mí una fugaz impresión de pesadilla.
Era un ser vivo, el primer ser vivo, aparte el conductor, que veía dentro del casco urbano. De haber tenido los nervios más tranquilos, probablemente no habría encontrado nada aterrador en ello, porque un momento después me daba cuenta de que se trataba tan sólo de un sacerdote. Ciertamente vestía una extraña indumentaria, adoptada tal vez cuando la Orden de Dagon había decidido modificar el ritual de las iglesias locales. Creo que lo primero que me llamó la atención, lo que me llenó de aquel repentino horror, fue la alta tiara que llevaba. Se trataba de una reproducción exacta de la que miss Tilton me había mostrado la noche anterior. Sin duda fue esta coincidencia la que desató mi imaginación y me hizo ver algo siniestro en el rostro vislumbrado y en el atavío de aquella silueta que cruzó pesadamente el umbral de la puerta. Un segundo después resolví que no había ninguna razón para sentir ese horror que parecía nacer como un recuerdo maligno y olvidado. ¿No era natural que el misterioso ritual del lugar hubiese hecho adoptar a sus ministros ciertos ornamentos sacerdotales que resultasen especialmente familiares a la comunidad… por haber sido hallados en un tesoro, por ejemplo?
Unos poquísimos jóvenes de aspecto repelente se dejaron ver por las aceras. Se trataba de individuos aislados o de silenciosos grupos de dos o tres. En la planta baja de los edificios había algunas tiendas pequeñas de rótulos sucios y despintados. Vi también en las calles uno o dos camiones aparcados. El ruido de la caída del agua se fue haciendo intenso, hasta que apareció ante nosotros la profunda garganta del río, sobre la cual se extendía un ancho puente de hierro que desembocaba en un plaza amplia. Al pasar por el puente, miré a uno y otro lado, y observé que había unas cuantas fábricas en las márgenes cubiertas de maleza, así como en la parte baja del camino.
Allá lejos, por debajo del puente, el agua era muy abundante. A mi derecha, río arriba, se veían dos poderosos saltos de agua, y otro por lo menos río abajo, a la izquierda. El ruido era ensordecedor desde el puente. Luego dimos la vuelta a una plaza espaciosa al otro lado del río, y paramos a la derecha, delante de un caserón alto, pintado de amarillo y coronado por una cúpula. Sobre la puerta, un letrero medio borrado proclamaba que aquello era Gilman House.
Me alegré de bajar del autobús. Inmediatamente después, procedí a consignar mi maleta en el sórdido vestíbulo del hotel. Sólo había una persona a la vista, un hombre de edad, que carecía de lo que yo había dado en llamar «pinta de Innsmouth». Decidí no hacer preguntas indiscretas; recordaba las cosas raras que se contaban de este hotel. Así que salí a dar una vuelta por la plaza. El autobús se había ido ya. Me entretuve en inspeccionar el sitio. A un lado, la plaza daba a un solar pedregoso tras el cual se extendía el río. Al otro extremo había un semicírculo de edificios de ladrillo con tejados oblicuos que seguramente databan de 1800. De allí se abrían varias calles en abanico. Por la noche, habida cuenta de la escasez de farolas, estas calles tendrían una iluminación bastante pobre. Pensé con alivio en mi proyecto de marcharme de allí antes del anochecer. Los edificios se conservaban todos en bastante buenas condiciones y albergaban quizá una docena de establecimientos comerciales de lo más corriente: una sucursal de una gran cadena de tiendas de comestibles, un restaurante de aspecto triste, una droguería, un almacén de pescado al por mayor y, en el extremo de la plaza, no lejos del río, las oficinas de la única industria del pueblo, las Refinerías Marsh. Habría unas diez personas por allí, y cuatro o cinco automóviles y camiones aparcados junto a la acera.
Evidentemente, se trataba del centro comercial de Innsmouth. Hacia oriente se podían ver los azules parpadeos del puerto, sobre los que se alzaban las ruinas de tres antiguos campanarios, muy bellos en su lúgubre desolación. Cerca de la orilla, al otro lado del río, se veía sobresalir una torre blanca por detrás de un edificio que debía ser la refiner ía Marsh.
Después de pensarlo un rato, decidí empezar mis indagaciones en la tienda de comestibles.
Tratándose de una sucursal, era probable que sus dependientes no fueran de Innsmouth, como así resultó. En efecto, el único empleado era un muchacho de unos diecisiete años cuyo aspecto franco y simpático prometía abundante información. Daba la impresión de que estaba deseoso de charlar, y no tardé en descubrir que no le gustaba el pueblo, ni su olor a pescado, ni sus furtivos habitantes. Para él era un alivio poder hablar con cualquier forastero. Era de Arkham y viv ía con una familia que procedía de Ipswich. Siempre que podía, hacía una escapada para visitar a su familia. A ésta no le gustaba que trabajase en Innsmouth, pero la empresa lo hab ía destinado allí y él no deseaba dejar el empleo.
Dijo que en Innsmouth no había biblioteca pública ni cámara de comercio, pero que no me sería difícil orientarme por las calles. Seguramente encontraría monumentos de interés. Donde yo me había apeado era Federal Street. De aquí nacía en dirección a poniente una serie de calles residenciales - Broad, Washington, Lafayette y Adams-. y al otro lado estaba el miserable barrio marinero. En ese barrio -cuya arteria era Main Street- encontraría unas viejas iglesias muy bellas de estilo georgiano, completamente abandonadas. Sería conveniente que yo no llamara demasiado la atención por aquellas inmediaciones, especialmente al norte del río, ya que el vecindario era gente hosca y mal encarada. Incluso se dec ía que algunos forasteros habían llegado a desaparecer.
Ciertos lugares eran prácticamente territorio prohibido, según había aprendido a costa de disgustos.
Por ejemplo, no era aconsejable rondar por los alrededores de la refinería Marsh, ni por las proximidades de cualquiera de los templos que aún se hallaban abiertos al culto ni por delante del edificio de la Orden de Dagon situado en New Church Green. Los cultos que se practicaban eran muy extraños. Todos ellos habían sido enérgicamente desautorizados por sus respectivas iglesias de fuera de Innsmouth. Las sectas locales, aun cuando conservaban sus primitivos nombres, practicaban las más extrañas ceremonias y utilizaban unas vestiduras sacerdotales sumamente raras. Sus credos heréticos y misteriosos hac ían alusión a ciertas metamorfosis prodigiosas, a consecuencia de las cuales se obtenía la inmortalidad material en este mundo. El pastor del muchacho, el doctor Wallace, de Arkham, le había instado a que no frecuentara ninguna iglesia de Innsmouth.
En cuanto a la gente, él apenas sabía nada. Eran huidizos; se les veía raramente y viv ían como los animales en sus madrigueras, de modo que resultaba muy difícil imaginarse a qué se dedicaban, aparte la eterna pesca. A juzgar por las cantidades de licor clandestino que consum ían, se debían de pasar la mayor parte del día en estado de embriaguez. Parecían unidos por una especie de misteriosa camaradería, y sentían un gran desprecio por el resto del mundo, como si fueran ellos los elegidos para otra vida mejor. Su aspecto -en particular aquellos ojos fijos e imperturbables que no pestañeaban jamás- era lo que más le repelía de ellos. Después, sus voces roncas de acento inhumano. Era lo más desagradable del mundo oírles cantar por la noche en la iglesia, en especial durante sus grandes festividades -que ellos denominaban re-nacimientos-, celebradas dos veces al año, el 30 de abril y el 31 de octubre.
Eran muy aficionados al agua, y siempre estaban nadando en el río y en el puerto. Las competiciones hasta el lejano Arrecife del Diablo eran muy frecuentes, y viéndoles, daba la sensación de que todos estaban en condiciones de participar en esta dura prueba deportiva. Pensándolo bien, uno se daba cuenta de que las únicas personas que aparecían en público eran jóvenes. Incluso entre éstos, a los mayores se les notaban ya ciertos signo de degeneración. Era muy raro encontrar adultos sin rastro de desviación biológica alguna, como el viejo empleado del hotel, y uno se preguntaba qué ocurría con los viejos. ¿No sería tal vez la «pinta de Innsmouth» un extraño fenómeno patológico que les iba minando el organismo a medida que transcurrían los años?
Naturalmente, sólo una grave enfermedad podía acarrear tales y tan grandes modificaciones anatómicas en las personas que alcanzaban la madurez… modificaciones tan profundas, que incluso llegaban a afectar a la forma del cráneo. En ese caso, la cosa ya no sería tan desconcertante, puesto que se trataría de una enfermedad. De todas formas, el muchacho me dio a entender que era muy difícil sacar conclusiones concretas sobre el asunto, ya que jamás se llegaba a conocer personalmente a los viejos del lugar, por mucho que viviese uno entre ellos.
Dijo además que estaba convencido de que había individuos más repugnantes que los que se veían por la calle, pero que los encerraban en determinados lugares. Se oían cosas la mar de raras. Decían que las casas del puerto se comunicaban entre sí mediante una serie de subterráneos secretos, y que el barrio era un auténtico vivero de monstruos deformes. Era imposible saber qué clase de sangre les corría por las venas, si es que les corría alguna. Cuando llegaba al pueblo algún enviado del Gobierno o alguna personalidad, solían ocultar a los tipos más señaladamente repulsivos.
Añadió que era inútil preguntarles nada sobre el lugar. El único capaz de hablar era un viejo que vivía en el asilo de la salida del pueblo, y que solía pasear por las calles próximas al parque de bomberos.
Este venerable personaje, Zadok Allen, tenía noventa y seis años y estaba algo tocado de la cabeza, además de ser el borrachín del pueblo. Era un individuo huidizo y extraño que siempre miraba de soslayo como si temiese algo. Estando sereno, no se le podía sacar una palabra del cuerpo. Sin embargo, era incapaz de rechazar cualquier invitación y, una vez bebido, contaba las historias más asombrosas del mundo.
De todos modos, pocos datos útiles podría sacar de él, ya que no decía más que disparates, cosas prodigiosas y horrores imposibles, propios de una mente desequilibrada. Nadie le creía, pero a los de Innsmouth no les gustaba verle beber y charlar con extraños. No era prudente que le vieran a uno haciéndole preguntas. Probablemente, las descabelladas habladurías que corrían por ahí provenían de él.
Es cierto que algunos habitantes de Innsmouth que procedían de otras localidades afirmaban haber visto escenas horribles, pero las aterradoras historias del viejo Zadok, unidas a la deformidad de los habitantes, eran suficientes para provocar todo tipo de supersticiones y fantasías. Ninguno de los forasteros que vivían en el pueblo se atrevía a salir de noche. Se decía que era peligroso. Además, las calles estaban siempre oscuras.
Por lo que se refiere al comercio, la abundancia de pescado era casi increíble; de todos modos, en Innsmouth se obtenía menos beneficio cada día. Los precios bajaban continuamente y la competencia aumentaba. Como es natural, el verdadero negocio del pueblo era la refinería, cuyas oficinas estaban en la plaza, unos portales más allá. El viejo Marsh nunca se dejaba ver. A veces se veía pasar su automóvil con las cortinillas echadas.
Corría toda suerte de rumores acerca de la transformación que había sufrido el viejo Marsh. En sus tiempos había sido siempre muy atildado y se decía que vestía aún una elegante levita de tiempos del rey Eduardo, aunque se la hab ían tenido que adaptar a ciertas deformidades. Al principio dirigían sus hijos la oficina de la plaza, pero últimamente se habían retirado de la vida pública, dejando el peso del negocio a la generación más joven. Tanto ellos como sus hermanas habían sufrido un cambio muy extraño, especialmente los mayores, y se decía que estaban muy mal de salud.
Por lo visto, una de las hijas de Marsh era verdaderamente horrible. Según se decía, parecía un reptil.
Iba siempre ataviada con una gran cantidad de joyas fantásticas; hasta llevaba una tiara del mismo estilo que la del museo, por lo que me dijo el muchacho. El mismo se la había visto en la cabeza más de una vez. Sin duda provenía de algún tesoro escondido por los piratas o los demonios. Los curas -o los pastores, o como se les llamase a esos extraños sacerdotes- usaban también tiaras de ese tipo. Pero rara vez se les veía. Me confesó que él no había visto más que una, la de la muchacha, aunque corría el rumor de que existían varias en la ciudad.
Además de los Marsh, había otras tres familias de elevada posición: los Waite, los Gilman y los Eliot.
Todas eran gente retraída. Viv ían en casas inmensas, a lo largo de Washington Street. Se decía que con ellos vivían secuestrados ciertos familiares que sufrían también horribles deformaciones y cuyo fallecimiento había sido certificado oficialmente.
Como en muchas calles habían desaparecido los rótulos, el muchacho me dibujó un plano rudimentario pero bien detallado del pueblo, para que pudiera orientarme. Después de examinarlo un momento, consideré que me iba a servir de gran ayuda. Le di las gracias y me lo guardé en el bolsillo, No me gustaba la idea de ir a comer al restaurante que había visto, así que le compré un poco de queso y galletas para tomar un bocado más adelante. El programa que me hab ía trazado consistía en deambular por las calles principales, hablar con alguien que no fuese de allí si tenía ocasión de ello, y coger el autobús de las ocho para Arkham. A primera vista se notaba que el pueblo era un caso extremado de decadencia colectiva. En fin, yo no soy sociólogo, de manera que limité mis observaciones a la arquitectura.
Empecé a buen paso mi recorrido sistemático por las sórdidas calles de Innsmouth. Después de cruzar el puente, me desvié hacia el fragor de los saltos de agua que había río abajo. Pasé junto a la refinería Marsh, de la que no salía ruido alguno ni se notaba la menor actividad. El edificio estaba situado junto al río, cerca del puente y de una confluencia de calles que debió de ser el primitivo centro comercial del pueblo, desplazado después por la actual Plaza Mayor.
Volví a cruzar la garganta por el puente de Main Street, y desemboqué en un paraje tremendamente desolado. Los montones de cascote y los tejados fundidos formaban una línea mellada y fantástica que se recortaba contra el cielo. Por encima, severo y decapitado, destacaba el campanario de una antigua iglesia. En Main Street había algunas casas habitadas al parecer, pero sus puertas y ventanas estaban cerradas con tablas clavadas. Más abajo, unos edificios ruinosos y abandonados abrían sus ventanas como negras órbitas vacías sobre las calles empedradas. Algunos de aquellos edificios se inclinaban peligrosamente a causa de los hundimientos del suelo. Reinaba un silencio imponente. Tuve que armarme de valor para atravesar aquel lugar en dirección al puerto.
Ciertamente, la impresión sobrecogedora que produce una casa desierta aumenta cuando el número de casas se multiplica hasta formar una ciudad de completa desolación. El interminable espectáculo de callejones desiertos y fachadas miserables, la infinidad de cuchitriles oscuros, vacíos, abandonados a las telarañas y a la carcoma, provocan un temor que ninguna filosofía puede disipar.
En Fish Street estaba todo tan desierto como en la arteria principal, aunque ofrecía un aspecto diferente. Había muchos almacenes, construidos de piedra y ladrillo, que todavía se conservaban en buen estado. Water Street era casi idéntica, salvo que tenía enormes espacios despejados en el lado de la mar, donde antes hubo muelles y embarcaderos, hoy hundidos. No se veía un alma, a excepción de los escasos pescadores del lejano espigón. Sólo se oían los blandos lametones de las olas en el puerto, y el rumor lejano de los saltos del Manuxet. Una creciente inquietud se iba apoderando de mí. Volví la cabeza y miré hacia atrás furtivamente. Luego atravesé el vacilante puente de Water Street. El otro, el de Fish Street, estaba en ruinas según el plano.
Al otro lado del río encontré indicios de cierta actividad: manufacturas de preparación y embalaje del pescado, algunas chimeneas humeantes, techumbres reparadas, ruidos indeterminados y unos pocos individuos que caminaban bamboleantes por los callejones mal empedrados. No obstante, este barrio resultaba aún más deprimente que la desolación del distrito sur. Las gentes aquí tenían más acentuada su deformidad que las del centro. Varias veces me recordaron, de manera confusa, algo tremendo y grotesco que no conseguí identificar. Evidentemente, la proporción de sangre extranjera era en éstos mayor que en los de los demás barrios, a no ser que la «pinta de Innsmouth» fuese una enfermedad, en cuyo caso debía estar causando estragos en este sector. De cuando en cuando también se oían crujidos, carreras presurosas, ruidos extraños y roncos que me hicieron pensar, no sin cierto nerviosismo, en los pasadizos ocultos que había mencionado el muchacho de la tienda. Y de pronto, me di cuenta de que aún no les había escuchado pronunciar una sola palabra, y que deseaba con toda mi alma que no llegara ese momento. Me estremecía con sólo imaginar el sonido de sus voces.
Después de detenerme a contemplar las dos iglesias -hermosas, aunque ya en ruinas- de Main y de Church Street, apreté el paso para salir cuanto antes de aquel inmundo barrio marinero. A continuación, mi objetivo debería haber sido lógicamente el templo de New Church Green, pero sin saber bien por qué, no me atreví a pasar otra vez por delante de aquella iglesia, en cuya cripta había vislumbrado la fugaz silueta de aquel extraño sacerdote con tiara. Además, el muchacho de la tienda me había advertido que las iglesias, lo mismo que el local de la Orden da Dagon, no eran lugares aconsejables para forasteros.
Por consiguiente, continué por Main Street hasta Martin Street, luego tomé la dirección opuesta a la mar; crucé Federal Street por arriba de Green Street, y me interné en el arruinado barrio aristócrata: Broad, Washington, Lafayette y Adams Street. Aunque sus avenidas, majestuosas y antiguas, tenían un pésimo pavimento, conservaban aún una magnífica arboleda y no habían perdido totalmente su primitiva dignidad.
Los edificios, unos tras otros, llamaban la atención. La mayoría eran casas decrépitas, rodeadas de jardincillos totalmente abandonados. De cuando en cuando se veía alguna vivienda habitada. En Washington Street había una fila de cuatro o cinco edificios muy bien conservados, con sus jardines impecables. Pensé que el más suntuoso de todos -rodeado de parterres inmensos que se extendían a todo lo largo de la calle, hasta Lafayette Street-, debía de ser la casa del viejo Marsh, el infortunado propietario de la refinería.
En ninguna de estas calles encontré alma viviente. Me extrañaba la completa ausencia de perros y gatos en Innsmouth. Otra cosa que me chocó fue que, incluso en las mejores mansiones, las ventanas de los áticos y del tercer piso permanec ían firmemente cerradas y clavadas con tablas. El disimulo y el misterio parecían generales en esta extraña ciudad de silencio y de muerte. Por otra parte, no podía sustraerme a la sensación de que en todo momento me vigilaban unos ojos ocultos, taimados y fijos que no parpadeaban jamás.
Me sacudió un escalofr ío al oír los tres toques de la campana cascada. Demasiado bien recordaba la iglesia de donde provenían esos tañidos. Siguiendo por Washington Street hacia el río, fui a parar a una zona que antiguamente debió de ser industriosa y comercial. Frente a mí se alzaban las ruinas de una factoría, otros edificios en el mismo estado, y los restos de una estación de ferrocarril. Más allá, el antiguo puente ferroviario cruzaba la garganta a la derecha de donde yo estaba.
A la entrada del puente había un cartel que prohib ía el paso, pero me arriesgué y pasé otra vez a la orilla sur, donde volví a tropezarme con individuos furtivos de torpe andar que me miraban con disimulo. También se volvieron hacia mí otros rostros, más normales éstos, pero con expresión de curiosidad y desconfianza. Innsmouth se me estaba haciendo intolerable por momentos. Torcí por Paine Street y me encaminé hacia la Plaza con la esperanza de coger algún vehículo que me llevara a Arkham, para no esperar hasta la salida del siniestro autobús.
Fue entonces cuando descubrí el cochambroso parque de bomberos y encontré al viejo -cara colorada, hirsuta la barba, ojos aguanosos, y vestido con unos andrajos indescriptibles- sentado en un banco allí enfrente y hablando con un par de bomberos mal vestidos, aunque de aspecto normal.
Naturalmente, no podía ser otro que Zadok Allen, el chiflado bebedor cuyos relatos sobre Innsmouth tenían fama de espantosos e increíbles.

 

III

 

No sé qué oscura fatalidad vino a torcer los planes que me había trazado. Mi propósito era únicamente admirar las bellezas arquitectónicas; y aun así, tenía prisa por llegar a la Plaza. Quería ver si podía marcharme en seguida de aquel pueblo siniestro. Pero al ver al viejo Zadok Allen se despertó en mí un nuevo interés y empecé a caminar más despacio.
Ya sabía que lo único que podía oír del viejo era una serie de historias absurdas y disparatadas. Se me había advertido, además, que era peligroso que le vieran a uno hablando con él. Sin embargo, no pude resistir la tentación de abordar a un viejo testigo de la decadencia del pueblo, cargado de recuerdos sobre los buenos tiempos en que zarpaban los barcos y funcionaban las factorías. Al fin y al cabo, el relato más desquiciado tiene la mayoría de las veces un fondo de realidad… y era seguro que el viejo Zadok había presenciado las calamidades que cayeron sobre Innsmouth durante los últimos noventa años. La curiosidad me empujaba más allá de lo prudencial. Por otra parte, en mi presunción juvenil me creía capaz de desentrañar la verdad que pod ía encerrar la confusa versión que probablemente le sacaría con ayuda del whisky.
No podía abordarle allí mismo, claro está, porque los bomberos tratarían de impedirlo. Pensé en la manera de hacerlo. Me haría con una botella de contrabando. El muchacho de la tienda me había dicho dónde me lo podían vender. Después pasaría por el parque de bomberos como por casualidad, y le hablaría en cuanto se me presentara la ocasión. El dependiente me había dicho también que el viejo Zadok era muy inquieto, y que rara vez permanecía sentado dos horas seguidas.
Me resultó fácil -aunque no barato- hacerme con un cuarto de botella de whisky en la trastienda de un establecimiento de artículos diversos que había a la salida de la Plaza, en Eliot Street. El tipo que me despachó tenía la misma «pinta de Innsmouth» que los demás, aunque fue muy amable a su modo, tal vez por estar acostumbrado a tratar con los forasteros -carreteros, compradores de oro y gentes así- que estaban de paso en el pueblo.
Al llegar a la plaza vi que estaba de suerte: por la esquina del Gilman House, surgiendo de Paine Street, apareció nada menos que la flaca figura del mismísimo Zadok Allen. Como tenía pensado, atraje su atención ostentando la botella. No tardé en comprobar, al torcer por Paine Street en busca de un lugar solitario, que el viejo me seguía con paso torpe.
Me orienté por el plano del muchacho de la tienda. Busqué un paraje desierto y abandonado que había visto antes, al sur del barrio del puerto, donde no se veían más seres vivientes que los pescadores, allá lejos. Crucé unas pocas manzanas más y perdí de vista incluso a estos testigos remotos. Llegué, por fin, a un embarcadero abandonado, realmente solitario. Allí podía interrogar a mis anchas al viejo Zadok sin que nadie nos viera. Antes de llegar a Main Street, oí un «¡eh, señor! » débil y jadeante a mi espalda. Dejé que el viejo me alcanzara y le permití que echara un buen trago.
Empecé a tantearle mientras caminábamos en medio de aquella desolación, entre fachadas ruinosas y torcidas. Pronto me di cuenta de que el viejo no soltaba la lengua tan pronto como yo había supuesto. Finalmente llegamos a un solar invadido de yerba, rodeado de unas tapias desmoronadas, excepto por donde daba a un muelle cubierto de algas. Las rocas musgosas, junto al agua, proporcionaban unos asientos aceptables y el lugar estaba al resguardo de miradas indiscretas, oculto por un malecón en ruinas que teníamos atrás. Pensé que éste era el sitio ideal para mantener una larga conversación, así que conduje allí a mi compañero, y tomamos asiento en las rocas. El ambiente era de abandono y de muerte; el olor a pescado resultaba insufrible, pero nada me haría desistir de mi propósito.
Tenía unas cuatro horas por delante, si quería coger el autobús de las ocho para Arkham. Le pasé otro poco la botella al viejo y, mientras, me dispuse a tomar mi escasa comida. Procuré que el viejo no bebiera demasiado porque no deseaba que su locuacidad se convirtiera en sopor. Al cabo de una hora, empezó a dar muestras de ceder en su obstinada reserva, aunque para desilusión mía, continuó soslayando mis preguntas sobre Innsmouth y su tenebroso pasado. Se limitaba a hablar de temas generales, poniendo de manifiesto un gran conocimiento de la actualidad periodística y una marcada tendencia a filosofar a la manera sentenciosa de los campesinos.
Llevábamos ya casi dos horas, y yo empezaba a temerme que el cuarto de whisky no iba a ser suficiente. Me pregunté si no sería mejor ir un momento a comprar más. Pero justo cuando me disponía a levantarme, la casualidad hizo lo que mis preguntas no habían logrado hasta el momento, y las divagaciones del anciano tomaron un derrotero que al instante despertó mi interés. Yo estaba de espaldas a esa mar cargada de olor de pescado, pero el viejo estaba de cara, y su mirada errante tropezó con la línea baja y distante del Arrecife del Diablo, que en aquella hora aparecía con claridad y casi fascinante, por encima de las olas. La visión pareció disgustarle, porque masculló una serie de confusas imprecaciones que terminaron en un susurro confidencial y una mirada de soslayo. Se inclinó hacia mí, me cogió de la solapa, y empezó a hablar en voz muy baja:
-Ahí empezó todo... en este maldito lugar. De ahí viene todo lo malo, de las aguas profundas. Para mí que es la boca del infierno... No hay sonda, por larga que sea, que llegue hasta el fondo. El capitán Obed fue quien tuvo la culpa... Quiso llegar demasiado lejos, y se metió en tratos con ciertas gentes de los Mares del Sur.
»Todo andaba mal en aquellos tiempos. El comercio era un fracaso, las fábricas se arruinaban y los corsarios mataron a nuestros mejores hombres en la Guerra de 1812. Otros naufragaron, como los del bergantín Elizy y el lanchón Ranger, que eran de Gilman los dos. Obed Marsh tenía una flota de tres barcos: el bergantín Columby, el Hetty, y la corbeta Sumatra Queen. Fue el único que siguió con el tráfico de las Indias Orientales y el Pacífico, aparte la goleta Malary Bride, de Esdras Martin, que hizo una salida el año veintiocho.
»Nunca ha habido otro como el capitán Obed... ¡hijo de Satanás! ¡Je, je! Todavía me parece que lo veo soltando pestes y llamando idiotas a todos porque iban a la iglesia y aguantaban sus miserias sin protestar. Decía que había dioses mejores, que las divinidades de las Indias proporcionaban pescado a cambio de los sacrificios, y que ésos sí que escuchaban las plegarias de las gentes.
»Matt Eliot, su mejor amigo, también hablaba bastante, también. Sólo que incitaba a las gentes a hacer herejías de paganos. Según decía, había una isla al este de Othaheite con una gran cantidad de ruinas de piedra, más viejas que lo más antiguo que nadie pueda conocer. Decía que era como la Ponapé de las Carolinas, sólo que con unos rostros esculpidos como los de la isla de Pascua. Allí cerca había también un islote volcánico, donde existían unas ruinas completamente estropeadas, como si hubieran estado mucho tiempo bajo el agua, y representaban unos monstruos espantosos.
»Pues bien, señor, Matt les decía a las gentes que los nativos aquellos tenían todo el pescado que les cabía a bordo, y ajorcas valiosas, y brazaletes, y coronas, todo fundido en no sé qué especie de oro, con motivos labrados imitando los seres monstruosos esculpidos en las ruinas del islote. Eran como ranas que parecían peces o peces que parecían ranas, y estaban en todas las posturas talmente como seres humanos. Nadie sabía de dónde habían sacado aquellos tesoros ni cómo se las arreglaban para pescar tanto, cuando en las islas vecinas apenas se sacaba para malvivir. Conque Matt también se extrañó, lo mismo que el capitán Obed. Y éste observó, además, que cada año desaparecía la flor de la juventud, y que no se veían viejos. A la vez empezó a notar que algunos tipos tenían un aspecto demasiado raro, aun para ser canacos.
»Por último, Obed descubrió la verdad. No sé cómo se las arregló, pero empezó comprándoles los objetos de oro que usaban. Les preguntó de dónde los sacaban y si había más, y finalmente le sacó toda la verdad al viejo jefe. Walakea se llamaba. Otro que no fuera Obed, no se habría creído lo que le contó el viejo del demonio, pero el capitán leía en los ojos de las personas como en un libro abierto.
¡Je, je! A mí tampoco me cree nadie cuando me pongo a contarlo, y supongo que usted tampoco... aunque ahora que me fijo, tiene usted la misma mirada que el viejo Obed.»
La voz del viejo se hizo aún más susurrante. Su acento era tan sincero y terrible que me estremecí, aun cuando sabía que su relato no era más que una fantasía de borracho.
»Pues bien, señor; Obed se enteró de cosas de las que mucha gente no a oído hablar de la vida... ni las creería nadie si las oyera. Parece que estos canacos sacrificaban montones de muchachos y muchachas a una especie de divinidades que viv ían bajo la mar, y obten ían toda clase de favores a cambio. Se reunían con aquellos seres en el islote, entre las extrañas ruinas, y parece que las imágenes monstruosas de peces-ranas estaban copiadas de aquellos seres. Seguramente eran esas bestias que salen en todos los cuentos de sirenas y cosas por el estilo. Tenían muchas ciudades en el fondo, y la propia isla había salido de las profundidades. Parece que, cuando el islote salió a la superficie, todavía quedaban algunos de estos seres vivos entre las ruinas, y los canacos se dieron cuenta de que debía haber muchos más en el fondo del océano. Conque, en cuanto se atrevieron, empezaron a hablar con ellos por señas, y llegaron finalmente a un acuerdo.
»A esos seres les gustaban los sacrificios humanos. Hac ía mucho habían subido también a la superficie y habían hecho sacrificios, pero finalmente habían perdido contacto con el mundo de arriba.
Sabe Dios lo que harían con las víctimas; me figuro que Obed prefirió no preguntarlo. Pero a los paganos no les importaba demasiado, porque atravesaban una racha difícil y estaban desesperados.
Así que, dos veces al año, entregaban cierto número de jóvenes a los seres de la mar: la noche de Walpurgis y la de Difuntos. También les daban algunas baratijas talladas que sabían hacer. A cambio, las bestias marinas se comprometían a darles grandes cantidades de pescado y ciertos objetos de oro macizo.
»Pues como digo, los nativos se reunían con esos seres en el islote volcánico... Iban en canoas con las víctimas y dem ás, y regresaban con las joyas de oro que les entregaban. Al principio, los seres aquellos no querían ir a la isla grande, pero de pronto, un día, dijeron que sí, que querían ir. Se conoce que les apetecía mezclarse con la gente y festejar con ellos sus días señalados, la noche de Walpurgis y la de Difuntos. Como ve, podían vivir dentro o fuera del agua. O sea, que eran anfibios, como decimos nosotros. Los canacos les advirtieron que los habitantes de las demás islas los matarían si se enteraban de que estaban allí, pero ellos dijeron que no se preocuparan, que tenían poderes suficientes para destruir a toda la raza humana, menos a los que tenían no sé qué señales o signos de los que ellos llamaban 'Primordiales'. Pero como no querían líos, se ocultaban cuando alguien visitaba la isla.
»Cuando les llegó la época de celo a aquellos seres con pinta de sapo, los canacos pusieron reparos, pero entonces se enteraron de algo que les hizo cambiar de opinión. A lo que parece, los seres humanos tenemos como cierto parentesco con estas bestias marinas, porque todas las formas de vida han salido del agua y sólo necesitan un pequeño cambio para volver a ella otra vez. Las criaturas aquellas dijeron a los canacos que si se mezclaban sus sangres, nacerían hijos de apariencia humana al principio, pero que después se irían pareciendo a ellos cada vez más, hasta que finalmente regresarían al agua para reunirse con los enjambres de seres que bullen en los abismos del agua. Y aquí viene lo importante, joven: que cuando se volvieran peces -sapos como ellos y regresaran al agua, no morirían ya jamás. Esas bestias no mueren nunca, excepto si se las mata de forma violenta.
»Pues bien, señor; para cuando Obed conoció a los isleños, ya les corría por las venas mucha sangre de pez que les venía de las bestias. Cuando envejecían y empezaba a notárseles, no tenían más remedio que esconderse hasta que les venían ganas de irse a la mar. Algunos tenían más sangre de bestia que otros, y también se daba el caso del que no llegaba a cambiar lo suficiente para vivir en el fondo; pero en fin, casi todos se convertían en monstruos como ya se les había advertido. Los que se parecían más a ellos de nacimiento se iban antes; los que nacían más humanos, vivían en la isla, a veces hasta pasados los setenta años, aunque bajaban a menudo al fondo de la mar para ensayar a ver. Y los que se habían ido ya, volvían como de visita, de manera que a veces un hombre podía charlar con el tatarabuelo de su tatarabuelo, que había regresado a las aguas doscientos años antes o así.
»Ya nadie pensaba en morir... salvo en lucha con los de otras islas, o si los sacrificaban a los dioses marinos, o si los mordía una serpiente, o también si se enfermaban antes de regresar a las aguas.
Sencillamente, se pasaban la vida esperando que les viniese el cambio, que ya se habían acostumbrado a él y no les parecía tan horrible. Pensaban que la transformación valía la pena, y me figuro que Obed pensaría lo mismo cuando meditó lo que le había contado el viejo Walakea. Sin embargo, Walakea era uno de los pocos que no tenía mezcla de sangre en las venas. Era de la familia real, y sólo se casaban con los de las familias reales de otras islas.
»Walakea le enseñó a Obed una gran cantidad de ritos y conjuros relacionados con aquellas bestias marinas, y le mostró algunos hombres que ya estaban muy a medio convertir, pero jamás le permitió ver a ninguno completamente transformado. Por último, le dio un chisme bastante raro de plomo o algo parecido, y le dijo que atraía a los famosos peces-ranas en cualquier lugar del agua, siempre que hubiese un nido de ellos abajo. Lo único que tenía que hacer era echar aquel chisme al agua y recitar correctamente las plegarias y demás. Walakea le dijo que los peces-ranas estaban diseminados por todo el mundo, de manera que se podía encontrar un nido y llamarlos con toda facilidad.
»A Matt no le gustaba nada el asunto y le pidió a Obed que se mantuviese alejado de la isla, pero el capitán estaba ansioso por ganar dinero, y tan baratos encontró aquellos objetos de oro, que acabaron siendo su especialidad. Las cosas continuaron de esta manera durante unos años, hasta que Obed sacó el oro suficiente para poner en marcha la refinería en el edificio de una vieja fábrica de Waite. No vendía las joyas tal como le venían a las manos porque la gente habría hecho demasiadas preguntas. Pero a veces, alguno de su tripulación robaba alguna que otra pieza y la vendía por su cuenta. Otras veces, Obed permitía que las mujeres de su familia se adornaran con ellas, como hacen todas las mujeres del mundo.
»Pues bien, hacia el año treinta y ocho -tenía yo entonces siete años-, Obed se encontró con que los isleños habían desaparecido. Parece ser que los de las otras islas habían oído contar lo que pasaba, y decidieron cortar por lo sano. Para mí que debían tener algunos de esos viejos símbolos mágicos que, como decían los monstruos marinos, eran lo único que les asustaba. Ya se sabe que los canacos son unos linces, y no le quiero decir, si ven aparecer de pronto una isla con ruinas más antiguas que el diluvio, lo que tardan en ir a ver de qué se trata. El caso es que no dejaron títere con cabeza, ni en la isla grande ni en el islote volcánico, salvo las ruinas, que eran demasiado grandes para derribarlas. En determinados lugares dejaron unas piedras pequeñas como talismanes que llevaban grabado encima un signo de esos que llaman ahora la svástica. Debían de ser símbolos de los Primordiales. En resumen: que lo destruyeron todo, que no dejaron ni rastro de aquellos objetos de oro, y que ningún canaco de los alrededores quería decir después ni una palabra del asunto.
Incluso juraban que nunca había vivido nadie en aquella isla.
»Naturalmente, a Obed le sentó muy mal, porque para él suponía el fin de su negocio. Todo Innsmouth sufrió las consecuencias también, porque en aquellos tiempos, lo que beneficiaba al armador beneficiaba al mismo tiempo a la población. La mayoría de las gentes de por aquí tomó las cosas con resignación; pero estaban arruinados, porque la pesca se agotaba y ninguna de las fábricas marchaba bien.
»Entonces Obed empezó a maldecir a las gentes por pasarse la vida rezando estúpidamente al Dios de los cristianos, que no servía para nada. Les dijo que él conocía otros pueblos que rezaban a ciertos dioses que concedían de verdad lo que se les pedía, y dijo que si conseguía un puñado de hombres decididos a secundarle, él se las apañaría para encontrar la protección de esos poderes capaces de proporcionarles abundante pesca y también algo de oro. Naturalmente, los marineros del Sumatra Queen, que habían estado en la isla, comprendieron en seguida lo que quería decir, y a ninguno le hizo mucha gracia tener que arrimarse a los monstruos marinos; pero había muchos que no sabían nada de aquello y les hizo mucha impresión lo que Obed dijo de estos dioses nuevos (o viejos, según se mire), y empezaron a preguntarle cosas sobre esa religión que tanto prometía.»
Aquí el anciano se detuvo tembloroso, soltó un gruñido y se sumió en una silenciosa meditación.
Lanzó una mirada por encima del hombro con nerviosismo, y luego volvió a contemplar fascinado la línea negra del lejano arrecife. Le pregunté algo y no me contestó. Comprendí que debía dejarle terminar la botella. La desquiciada historia que estaba escuchando me interesaba profundamente porque, a mi entender, se trataba de una especie de alegoría que expresaba de manera simbólica el ambiente malsano de Innsmouth visto a través de una fantasía desbordante e influida por todo tipo de leyendas exóticas. Ni por un momento se me ocurrió creer que el relato tuviera el menor fundamento, y sin embargo, en él palpitaba un auténtico terror, tal vez por el hecho de aludir a aquellas joyas extrañas que tanto me recordaban a la tiara que había visto en Newburyport. Después de todo, lo más probable era que aquel ornamento procediera de alguna isla perdida, y que el extravagante relato de Zadok fuera una patraña más del difunto Obed, y no un delirio suyo de borrachín.
Le alargué la botella, y el viejo la apuró hasta la última gota. Soportaba el alcohol de una manera asombrosa; a pesar de la cantidad de whisky ingerido, no se le trabó la lengua ni una vez. Después de apurar la botella lamió el gollete y se la metió en el bolsillo. Luego comenzó a cabecear y a susurrar para sí cosas inaudibles. Me acerqué más a él para ver si le entendía alguna palabra, y me pareció sorprenderle una sonrisa burlona tras sus bigotes hirsutos y manchados. Efectivamente, estaba hablando. Y pude entender que decía:
-Pobre Matt... No se estuvo quieto, no. Intentó poner a la gente de su parte y habló muchas veces con los predicadores, pero no sirvió de nada... Al sacerdote congregacionista lo echaron del pueblo, el metodista se largó, al anabaptista, que se llamaba Resolved Babcock, no se le volvió a ver... ¡Ira de Jehová! Yo no era más que un chiquillo, pero oí lo que oí, y vi lo que vi... Dagon y Astharoth... Belial y Belcebú... El Becerro de Oro y los ídolos de Canaan y de los filisteos… Abominaciones de Babilonia... Mene, mene tekel, upharsin.
Nuevamente se detuvo. Me pareció, por la mirada aguanosa de sus ojos azules, que se encontraba muy cerca de la embriaguez. Pero cuando lo sacudí levemente del hombro, se volvió con asombrosa vivacidad y soltó unas cuantas frases aún más sibilinas:
-Conque no me cree, ¿eh? ¡Je, je, je!... Entonces dígame usted, joven, ¿por qué se iba el capitán Obed de noche en bote, junto con otros veinte tipos, al Arrecife del Diablo, y allí se ponían a cantar todos a voz en cuello, que podía oírseles desde cualquier parte del pueblo cuando el viento venía de la mar? ¿Por qué, eh? ¿y por qué arrojaba unos bultos pesados al agua por un lado del Arrecife donde ya puede usted echar un escandallo como de aquí a mañana, que no le llegará jamás al fondo? ¿Y me puede decir qué hizo él con aquel chisme de plomo que le dio Walakea? Vamos, dígame, ¿eh? ¿y me puede explicar qué letanías entonaban todos juntos en la noche de Walpurgis y en la de Difuntos? ¿y por qué los nuevos sacerdotes de las iglesias, que habían sido antes marineros, se vestían con extraños atuendos y se ponían esas especies de coronas de oro que Obed había traído? ¿Eh?
Los aguanosos ojos azules de Zadok Allen tenían ahora un brillo maníaco, casi demencial, y erizados los sucios pelos de su barba descuidada. Debió percatarse de mi involuntario gesto de aprensión, porque se echó a reír con perversidad.
-¡Je, je, je, je! Empieza a ver claro, ¿eh? Seguramente le habría gustado estar en mi pellejo en aquel entonces, y ver por la noche, desde lo alto de mi casa, las cosas que pasaban en la mar. ¡Bueno! yo era pequeño, pero también son pequeños los conejos y tienen grandes orejas, y lo que es yo, ¡no me perdía ni palabra de lo que contaban del capitán Obed y de los que salían con él al arrecife! ¡Je, je, je! ¿y la noche que subí al terrado con el catalejo de mi padre, y vi el arrecife lleno de formas que se echaban al agua en el momento de salir la luna? Obed y los demás estaban en el bote, en la parte de acá, pero aquellas formas se zambulleron por el otro lado, donde el agua es más profunda, y no volvieron a aparecer. ¿Le habría gustado ser chiquillo y estar solo allá arriba viendo aquellas formas que no eran humanas?.. ¡Je, je, je!
El anciano se estaba volviendo histérico, cosa que me empezó a alarmar. Me puso en el hombro su mano nudosa y se me aferró de manera convulsiva.
-Imagínese que una noche se asoma por el terrado y ve que en el bote de Obed se llevan un bulto pesado, que lo echan al agua por el otro lado del arrecife, y luego se entera usted al día siguiente de que ha desaparecido de su casa un muchacho. ¿Qué le parece? ¿Ha vuelto a ver usted a Hiram Gilman, por casualidad? ¿y a Nick Pierce, y a Luelly Waite, y a Adoniram Southwick, y a Henry Garrison, eh? ¿Los ha visto usted? ¡Pues yo tampoco!... Bestias que hablaban por señas con las manos... eso las que tenían manos de verdad...
»Pues bien, señor; fue entonces cuando Obed empezó a levantar cabeza de nuevo. Sus tres hijas comenzaron a llevar adornos de oro que nunca se les hab ía visto antes, y volvió a salir humo por las chimeneas de la refinería. A los demás también se les vio prosperar. De pronto empezó a haber abundante pesca, de manera que no tenía uno más que echar las redes y cargar, y sabe Dios las toneladas de pescado que embarcábamos para Newburyport, Arkham y Boston. Fue entonces cuando Obed consiguió que se tendiera el ferrocarril. Algunos pescadores de Kingsport oyeron hablar de lo que se atrapaba por aquí y se vinieron en sus chalupas, pero todos desaparecieron y no volvió a saberse de ellos. Justamente en ese tiempo se organizó la Orden Esotérica de Dagon. Compraron la logia masónica y la convirtieron en su cuartel general... ¡Je, je, je! Matt era masón y se quiso negar a que vendieran la logia... Pero justamente entonces desapareció.
»Fíjese bien que yo no digo que Obed quisiera que las cosas pasaran igual que en aquella isla de canacos. Estoy por asegurar que al principio no quería que la gente llegara a mezclar su sangre con las bestias marinas, para luego engendrar hijos que andando el tiempo regresaran a las aguas y se volvieran inmortales. El lo que quería era el oro, y estaba dispuesto a pagarlo bien pagado, y me figuro que en principio los demás estarían conformes...
»Por el año cuarenta y seis, el pueblo dio mucho que hablar. Ya desaparecía demasiada gente, y los sermones de los domingos eran cosa de locos... Y a todas horas se hablaba del arrecife. Creo que algo puse yo también de mi parte porque fui y le conté a Selectman Mowry lo que había visto desde el terrado de casa. Una noche salió la pandilla de Obed en dirección al arrecife, y oí un tiroteo entre varios botes. Al d ía siguiente, Obed y treinta y dos más estaban en la cárcel. Todo el mundo se preguntaba qué habría pasado exactamente y de qué se les acusaba. ¡Dios mío, si hubiéramos podido prever lo que había de pasar dos semanas después, porque en todo ese tiempo no se había echado ni un solo bulto más a la mar!»
Se notaban en Zadok Allen los síntomas del terror y el agotamiento. Dejé que guardara silencio durante un rato. Yo no hacía más que mirar el reloj con recelo. La marea había cambiado. Ahora empezaba a subir, y parecía como si el ruido de las olas despejara un poco al pobre viejo. Me alegré porque seguramente con la pleamar, el olor a pescado se atenuaría algo. De nuevo me incliné para oír las palabras que susurraba en voz baja.
-Aquella noche espantosa... los vi. Yo estaba arriba en el terrado... eran como una horda... El arrecife estaba atestado. Se echaban al agua y ven ían nadando hasta el puerto, y por la desembocadura del Manuxet... ¡Dios mío, qué cosas pasaron en las calles de Innsmouth aquella noche! Llegaron hasta nuestra puerta y la golpearon, pero mi padre no quiso abrir... Luego salió por la ventana de la cocina con su escopeta en busca de Selectman Mowry, a ver qué se podía hacer... Hubo gran cantidad de muertos y heridos, disparos, gritos por todas partes... En Old Square, en Town Square, en New Church Green. Las puertas de la cárcel fueron abiertas de par en par... Hubo proclamas... Gritaban traición... Después, cuando vinieron al pueblo las autoridades del Gobierno y encontraron que faltaba la mitad de la gente, se dijo que había sido la peste... No quedaban más que los partidarios de Obed y los que estaban dispuestos a no hablar... Ya no volví a ver a mi padre...
El anciano jadeaba, sudaba copiosamente. Su mano me atenazaba el hombro con furia.
-A la mañana siguiente, todo había vuelto a la normalidad. Pero los monstruos hab ían dejado sus huellas... Obed tomó el mando y dijo que las cosas iban a cambiar. Vendrían otros a nuestras ceremonias para orar con nosotros, y ciertas casas albergarían a determinados huéspedes... bestias marinas que querían mezclar su sangre con la nuestra, como habían hecho entre los canacos, y no sería él quien lo impidiera. Obed estaba muy comprometido en el asunto. Parecía como loco. Decía que nos traerían pescado y tesoros, y que había que darles lo que querían.
»Aparentemente, todo seguiría igual, pero nos dijo que teníamos que esquivar a los forasteros por nuestro propio bien. Todos tuvimos que prestar el Juramento de Dagon. Más tarde, hubo un segundo y un tercer juramento, que prestaron algunos de nosotros. Los que hiciesen servicios especiales, recibirían recompensas especiales -oro y demás-. Era inútil rebelarse porque en el fondo del océano había millones de ellos. No tenían interés en aniquilar al género humano, pero si no obedecíamos, nos enseñarían de qué eran capaces. Nosotros no teníamos conjuros contra ellos, como los de las islas de los Mares del Sur, porque los canacos no revelaron jamás sus secretos.
»Había que ofrecerles bastantes sacrificios, proporcionales baratijas y albergarlos en el pueblo cuando se les antojara. Entonces nos dejarían en paz. A ningún forastero se le debía permitir que fuera por ahí con historias... En otras palabras: prohibido espiar. Los que formaban el grupo de los fieles -o sea, los de la Orden de Dagon- y sus hijos, no morir ían jamás, sino que regresarían a la Madre Hydra y al Padre Dagon, de donde todos hemos salido... ¡Iä! ¡Iä! ¡Cthulhu fhtagn! ¡Ph'nglui mglw'nafh Cthulhu R'lyeh wgah-nagl fhtagn!...»
El viejo Zadok estaba empezando a delirar. ¡Pobre hombre, a qué lastimosas alucinaciones se veía arrastrado por culpa de la bebida y de su aversión al mundo desolado que le rodeaba! Prorrumpió en lamentaciones, y las lágrimas le surcaron sus mejillas arrugadas corriendo a ocultarse entre los pelos de la barba.
-¡Dios mío, qué no habré visto yo desde mis quince años! ¡Mene, mene tekel, upharsin! Las personas desaparecían, se mataban entre sí... Cuando fueron contándolo por Arkham, Ipswich y por ahí, dijeron que todos estábamos locos, lo mismo que piensa usted ahora de mí. Pero, ¡Dios mío, la de cosas que he visto! Me habrían matado hace tiempo por lo que sé, de no haber prestado el Primero y el Segundo Juramento. Eso es lo que me protege, a menos que un jurado formado por ellos demuestre que he contado deliberadamente lo que sé... El Tercer Juramento no lo quise prestar... Antes muerto que prestarlo.
»Cuando la Guerra Civil, la cosa se puso aun peor, porque los niños que habían nacido en el cuarenta y seis empezaron a hacerse mayores, por lo menos algunos de ellos. Yo estaba asustado. No se me había vuelto a ocurrir ponerme a espiar después de aquella noche, y no he vuelto a ver de cerca a ninguna de esas criaturas... ninguna que fuera de pura sangre, quiero decir. Me marché a la guerra, y si hubiera tenido un poco de sentido común me habría establecido lejos de aquí. Pero me escribieron diciendo que las cosas no iban mal. Me figuro que eso lo decían porque las tropas del Gobierno habían ocupado el pueblo. Eso fue en el sesenta y tres. Después de la guerra, fuimos de mal en peor otra vez. La gente volvió a no hacer nada, las fábricas y las tiendas empezaron a cerrar, el comercio marítimo se paralizó, la arena invadió la dársena del puerto, y se abandonó el ferrocarril. Pero esas cosas seguían nadando en la mar y en el río y pululando por el arrecife. Y cada vez se iban tapiando más ventanas en los pisos superiores de las casas, y cada vez se oían más ruidos en edificios que se suponían deshabitados...
»La gente cuenta muchas cosas de nosotros. Algo ha oído usted también, a juzgar por las preguntas que me hace. Dicen que si se ven ciertas cosas por aquí, y se habla también de joyas extrañas que aparecen aún de cuando en cuando, no siempre fundidas del todo... Total: nada. Y en el fondo, no creen lo que dicen. Piensan que los objetos de oro provienen de un botín que escondieron los piratas y están convencidos de que las gentes de Innsmouth son de sangre extranjera o padecen no sé qué enfermedad. Por otra parte, aquí tratan de echar a los forasteros tan pronto como ponen los pies; y si se quedan, no les dejan demasiadas ganas de curiosear, sobre todo por la noche... Los animales, recuerdo yo, se encabritaban en cuanto se les ponía delante alguien de aquí, los caballos en particular; más adelante, con el automóvil, desapareció ese problema.
»En el cuarenta y seis, el capitán Obed se casó en segundas nupcias, pero a su segunda mujer nadie la ha visto jamás... Decían que él no quería dar ese paso, pero que lo obligaron. Y esta nueva esposa le dio tres hijos; dos de ellos desaparecieron a temprana edad, pero el tercero, una niña, salió tan normal como usted o como yo, y la mandaron a estudiar a Europa. Finalmente, Obed consiguió casar a esta hija con un pobre desgraciado de Arkham que no sospechaba el pastel. Ahora sería distinto.
Nadie quiere tener ya relaciones con gente de Innsmouth. Barnabas Marsh, que lleva hoy la refinería, es nieto de Obed y de su primera mujer, o sea, es hijo de Onesiphorus, el mayor de Obed, pero su madre es otra de las que nadie vio en la calle.
»Justamente, Barnabas está ahora a punto de sufrir el cambio, No puede ya cerrar los ojos y ha perdido la forma humana. Se dice que todav ía lleva ropas, pero pronto tendrá que regresar a las aguas. Quizá ya lo haya intentado. Suelen acostumbrarse poco a poco, antes de marcharse definitivamente. No se le ha visto en público desde hace lo menos diez años. ¡No sé que podrá sentir su pobre mujer! Ella es de Ipswich, y los de allí estuvieron a punto de linchar a Barnabas, hace cincuenta años, cuando supieron que la cortejaba. Obed murió en el setenta y ocho, y toda la generación siguiente ha desaparecido ya. Los hijos de la primera esposa murieron, los demás... sabe Dios...»
El ruido de la creciente marea iba haciéndose cada vez más intenso, al tiempo que el humor lacrimoso del anciano dio paso a un estado de alerta. Se interrumpía a cada momento, miraba de reojo en dirección al arrecife, y a pesar de lo descabellado que resultaba su relato, me contagió su actitud recelosa. La voz de Zadok se hizo más chillona; era como si tratara de levantarse el ánimo hablando más fuerte.
-¿Por qué no dice nada, eh usted? ¿Le gustaría vivir en un pueblo como éste, donde todo se pudre y se corrompe, donde hay unos monstruos escondidos que se arrastran y aúllan y ladran y brincan en sus celdas tenebrosas y en las buhardillas de cada esquina? ¿Eh? ¿Le gustaría oír noche tras noche los aullidos que salen de las iglesias y del local de la Orden de Dagon, a sabiendas de quién los lanza? ¿Le gustaría oír el vocerío que se levanta de ese arrecife de Satanás, cada noche de Walpurgis y cada noche de Difuntos? ¿Eh? Pero usted piensa que estoy completamente chiflado, ¿verdad? ¡Pues bien, señor!, ¡todavía no le he contado lo peor!
Zadok gritaba ahora enloquecido, y su voz me producía una tremenda turbación.
-¡Malditos seáis! ¡No me miréis así, que lo único que he dicho es que Obed Marsh está en el infierno, y que se lo tiene merecido! ¡Je, je...! ¡He dicho en el infierno! No podéis hacerme nada. Yo no he hecho ni he dicho nada a nadie...
»Ah, está usted aquí, joven! En efecto, nunca he dicho nada a nadie, pero ahora mismo lo voy a decir.
Siéntese ahí y escúcheme, muchacho, porque esto es un secreto: Ya le he dicho que a partir de aquella noche no volví a espiar, ¡Pero así y todo, uno se entera de las cosas!
»Quiere saber lo verdaderamente espantoso, eh? Pues bien, ahí va: lo espantoso no es lo que han hecho esos peces infernales, sino ¡lo que van a hacer! Llevan años subiendo al pueblo cosas que se traen de los abismos del agua. Las casas que hay al norte del río, entre Water Street y Main Street, están repletas de demonios de esos y de cosas que se han traído, y cuando estén preparados... digo que cuando estén preparados... ¿ ha oído hablar alguna vez del shoggoth?
»¡Eh! ¿Me escucha? Le estoy diciendo que yo sé lo que son... que los vi una noche, cuando.., ¡ehahhh- ah! ¡e'yahhh!»...
El viejo lanzó de pronto un alarido que casi me hizo perder el sentido. Miraba hacia esa mar de fétidos olores con unos ojos que se le salían de las órbitas, y su cara era una máscara de horror, digna de una tragedia griega. Su garra huesuda se clavó dolorosamente en mi hombro, y no me soltó cuando me volví a mirar hacia el punto donde miraba él.
No había nada. Sólo la marea creciente y una serie de olas que rompían aisladas, lejos de la línea larga y espumosa de las rompientes. Pero entonces Zadok comenzó a zarandearme, y me volví hacia él. Su helado terror dio paso a una tempestad de movimientos nerviosos y expresivos. Por fin recobró la voz, una voz temblona y susurrante.
-¡Váyase de aquí! ¡Váyase; nos han visto... ¡Váyase, por lo que más quiera! No se quede ah í... Lo saben ya... Corra, de prisa. Márchese de este pueblo.
Otra ola pesada rompió contra las ruinas del embarcadero abandonado, y el loco susurro del viejo se convirtió en un alarido inhumano que helaba la sangre:
-¡E-yaahhh!... ¡Yhaaaaaaa! ...
Antes de que yo pudiese recobrarme de mi sorpresa, soltó mi hombro y se lanzó como loco hacia la calle, torciendo en dirección norte, por delante de la ruinosa fachada del almacén.
Eché un vistazo al mar, pero seguí sin ver nada. Cuando llegué a Water Street y miré a lo largo de la calle, no había ya el menor rastro de Zadok Allen.

 

IV

 

Es difícil describir el estado de ánimo que me embargó después de este episodio lastimoso, tan insensato y conmovedor como grotesco y terrorífico. El muchacho de la tienda de comestibles me había preparado de antemano, y no obstante, la realidad me había dejado aturdido y confuso. Aunque era un relato pueril, la absurda seriedad y el horror del viejo Zadok me habían producido una alarma que venía a aumentar mi sentimiento de aversión hacia aquel pueblo que parecía envuelto por una sombra intangible.
Ya reflexionaría más adelante sobre aquella historia, para ver lo que tenía de cierto. Por el momento, deseaba no pensar más en ello. Se me estaba echando el tiempo encima de manera peligrosa: eran las siete y cuarto por mi reloj, y el autobús para Arkham salía de la Plaza a las ocho, así que traté de orientar mis pensamientos hacia lo práctico y caminé a toda prisa por las calles miserables y desiertas en busca del hotel donde había consignado mi maleta, delante del cual tomaría mi autobús.
La dorada luz del atardecer comunicaba a los decrépitos tejados y chimeneas cierto encanto místico y sereno. No obstante, me sentía receloso. Instintivamente, miraba hacia atrás con disimulo. Pensaba con alivio en verme lejos del maloliente pueblo de Innsmouth, y ojalá hubiese otro vehículo que no fuera el del siniestro Sargent. Sin embargo, no quería correr. A cada paso surgían detalles arquitectónicos que valía la pena contemplar; además, tenía tiempo de sobra.
Estudié el plano del dependiente de la tienda y me metí por Marsh Street, que no conocía, para salir a Town Square. Cerca de la esquina de Fall Street empecé a ver grupos esporádicos de gentes furtivas que hablaban en voz baja. Al llegar por fin a la Plaza, vi que casi todos los haraganes se habían congregado alrededor de la puerta de Gilman House. Parecía como si aquella infinidad de ojos saltones e inmóviles estuvieran fijos en mí, mientras pedía mi maleta en el vestíbulo. Interiormente hacía votos por que no me tocara de compañero de viaje ninguno de aquellos tipos desagradables.
Un poco antes de la ocho, apareció petardeando el autobús con tres viajeros. Un individuo de aspecto equívoco, desde la acera, dijo unas palabras incomprensibles al conductor. Sargent bajó el saco del correo y un rollo de periódicos, y entró en el hotel. Mientras, los viajeros -los mismos hombres a quienes había visto llegar a Newburyport aquella mañana- se encaminaron a la acera con su paso bamboleante y cambiaron con un ocioso algunas desmayadas palabras guturales, en una lengua que de ningún modo era inglés. Subí al coche vacío y ocupé el mismo asiento que al venir, pero no hice más que sentarme, cuando reapareció Sargent y empezó a hablarme con un repugnante acento gutural.
Al parecer estaba yo de mala suerte. El motor no iba bien; había podido llegar a Innsmouth, pero era imposible continuar el viaje hasta Arkham. No, era imposible repararlo esta misma noche; tampoco había otro medio de transporte. Sargent lo sentía mucho, pero yo tenía que parar en el Gilman.
Probablemente el conserje me haría un precio asequible. No se podía hacer otra cosa. Casi anonadado por este contratiempo imprevisto, y realmente atemorizado ante la idea de pasar allí la noche, dejé el autobús y volví a entrar en el vestíbulo del hotel donde el conserje del turno de noche - un tipo hosco y de raro aspecto-- me dijo que en el penúltimo piso tenía una habitación, la 428, que era grande aunque sin agua corriente, que costaba un dólar la noche.
A pesar de lo que me habían contado en Newburyport sobre este hotel, firmé en el registro, pagué mi dólar, dejé que el conserje recogiera mi maleta, y subí tras él los tres tramos de crujientes escaleras; finalmente recorrimos un pasillo polvoriento y desierto, y llegamos a mi habitación. Era un lúgubre cuartucho trasero con dos ventanas y un mobiliario barato y gastado. Las ventanas daban a un patio oscuro, cerrado entre dos bajos edificios abandonados, y desde ellas podía contemplarse todo un panorama de tejados decrépitos que se extend ía hacia poniente, hasta las marismas que rodeaban la población. Al final del pasillo había un cuarto de baño, reliquia deprimente que constaba de una taza de mármol, una bañera de estaño, una luz bastante floja, cuatro paredes despintadas y numerosas tuberías de plomo.
Como aún era de día, bajé a la Plaza a ver si podía cenar, Y una vez más observé que los ociosos me miraban de manera especial. La tienda de comestibles estaba cerrada, así que no tuve más remedio que entrar en el restaurante. Me atendieron un hombre de cabeza estrecha y ojos inmóviles, y una moza de nariz aplastada y unas manos increíblemente bastas y desmañadas. Como no había mesas, tuve que cenar en el mostrador, lo que me permitió comprobar que, afortunadamente, casi toda la comida era de lata. Tuve bastante con un tazón de sopa de verduras y regresé en seguida a la fría habitación del Gilman. Al entrar tomé el periódico de la tarde y una revista llena de cagadas de mosca que había en un estante desvencijado, junto al pupitre del conserje.
Cayó el crepúsculo y se hizo de noche. Encendí la única luz, una bombilla mortecina que colgaba sobre la cama de hierro, y continué como pude la lectura que hab ía comenzado. Me pareció conveniente mantener la imaginación ocupada en cosas saludables. No quería darle más vueltas a las cosas raras que pasaban en aquel pueblo sombrío, al menos mientras estuviese dentro de sus límites. La descabellada patraña que le había oído al viejo bebedor no me auguraba sueños muy agradables. Me daba cuenta de que debía apartar de mí la imagen de sus ojos aguanosos y enloquecidos.
Tampoco debía pensar en lo que el inspector de Hacienda había contado al empleado de la estación de Newburyport sobre Gilman House, y sobre las voces de sus huéspedes nocturnos... Asimismo, era menester apartar de mi imaginación el rostro que había vislumbrado bajo una tiara en la negra entrada de la cripta, porque en verdad, pensar en él me causaba una impresión de lo más desagradable. Quizá me hubiera resultado más sencillo desechar todas esas inquietudes si mi habitación no hubiese sido un lugar tremendamente lúgubre. Además del hedor a pescado que era general en todo el pueblo, reinaba allí dentro una atmósfera de humedad estancada, lo que me sugería inevitablemente emanaciones de putrefacción y de muerte.
Otra cosa que me inquietaba era que la puerta de mi habitación carecía de cerrojo. Se veía claramente que lo había tenido y, a juzgar por las señales, lo hab ían debido quitar recientemente. Sin duda se había estropeado, como tantas otras cosas de este cochambroso edificio. En mi nerviosismo, rebusqué por allí y encontré un cerrojo en el armario que me pareció igual que el que había tenido la puerta. Nada más que para tranquilizar esta tensión de nervios que me dominaba, me dediqué a colocarlo yo mismo con la ayuda de una navaja que siempre llevo conmigo. El cerrojo encajaba perfectamente. Me sentí aliviado al ver que quedar ía bien cerrado cuando me fuera a acostar. No es que yo lo estimara realmente necesario, pero cualquier cosa que contribuyera a mi seguridad me ayudaría también a descansar. Las dos puertas laterales que comunicaban con las habitaciones contiguas tenían su correspondiente cerrojo, y pude comprobar que estaban pasados.
No me desnudé. Decidí estar leyendo hasta que me entrase sueño. Entonces me quitaría la chaqueta, el cuello, los zapatos, y me echaría a dormir un poco. Saqué la linterna de la maleta y la metí en el bolsillo del pantalón con el fin de poder consultar el reloj si me despertaba a media noche. Pasó algún tiempo y el sueño no me venía. Cuando me paré a analizar mis pensamientos, me di cuenta de que inconscientemente estaba tenso, alerta, con el oído atento, a la espera de algún sonido que me produciría un miedo infinito, aun sin saber por qué. El relato del inspector debió de influir en mi imaginación más de lo que yo suponía. Traté de reanudar la lectura, pero no lo conseguí.
Llevaba un rato así, cuando me pareció oír que crujían los escalones y los pasillos, como si alguien caminase con sigilo. Me dije que seguramente los demás huéspedes empezaban a ocupar sus habitaciones. No se oían voces. Con todo, me dio la impresión de que en aquellos ruidos había un no sé qué furtivo. Aquello no me gustó, y empecé a pensar si no sería mejor pasar la noche en vela. Los tipos de aquel pueblo eran sospechosos por demás, y era indudable que habían ocurrido varias desapariciones. ¿Me encontraba en una posada de ésas donde se asesina a los viajeros para robarles? Desde luego, yo no tenía aspecto de nadar en la abundancia. ¿O acaso la gente del pueblo odiaba hasta ese extremo a los visitantes curiosos? ¿Les había molestado mi curiosidad? Porque, evidentemente, me habían visto recorrer plano en mano los barrios más caracter ísticos de la localidad… Pero de pronto, pensé que muy asustado tenía que hallarme para que unos pocos crujidos casuales me pusieran en ese estado de excitación. De todos modos, sentí no tener un arma a mano.
Finalmente, vencido por un agotamiento que nada tenía que ver con el sueño, eché el recién instalado cerrojo, apagué la luz, y me tumbé en la cama sin despojarme de la chaqueta, ni del cuello ni de los zapatos. La oscuridad parecía amplificar todos los ruidos menudos de la noche. Me invadió un sinfín de pensamientos desagradables. Lamenté haber apagado la luz, pero me sentía demasiado cansado para levantarme y volverla a encender. Luego, después de un largo rato y tras una serie de crujidos claros y distintos que proced ían de la escalera y el corredor, oí un roce suave e inconfundible en el que se concretaron instantáneamente todas mis aprensiones. Ya no cabía duda: con cautela, de una manera furtiva y a tientas, estaban tratando de abrir con una llave la cerradura de mi puerta.
La sensación de peligro que me invadió en ese momento no fue demasiado turbadora, quizá, por los vagos temores que venía experimentando. De modo instintivo, aunque sin una causa definida, me hallaba en guardia, lo que suponía en cierto modo una ventaja para enfrentarme con la prueba real que me aguardaba. Con todo, la concreción de mis vagas conjeturas en una amenaza real e inmediata constituyó para mí una profunda conmoción. Ni por un momento se me ocurrió que el que estaba manipulando en la cerradura de mi cuarto se habría equivocado. Desde el primer instante sentí que se trataba de alguien con malas intenciones, así que me quedé quieto, callado como un muerto, en espera de los acontecimientos.
Al cabo de un rato cesó el apagado forcejeo y oí que entraban en una habitación contigua a la mía.
Luego intentaron abrir la cerradura de la puerta que comunicaba con mi cuarto. Como es natural, el cerrojo aguantó firme, y el suelo crujió al marcharse el intruso. Poco después se oyó otro chirrido apagado. Estaban abriendo la otra habitación contigua, y a continuación probaron a abrir la otra puerta de comunicación, que también tenía echado el cerrojo. Después, los pasos se alejaron hacia las escaleras. Fuera quien fuese, había comprobado que las puertas de mi dormitorio estaban cerradas con cerrojo y había renunciado a su proyecto. De momento, como tuve ocasión de ver.
La presteza con que concebí un plan de acción demuestra que, subconscientemente, me estaba temiendo alguna amenaza, y que durante horas enteras hab ía estado maquinando, sin darme cuenta, las posibilidades de escapar. Desde el principio comprendí que el desconocido que había intentado abrir representaba un peligro con el que no debía enfrentarme, sino huir cuanto antes. Tenía que salir del hotel lo más pronto posible, y desde luego, no debía emplear la escalera ni el pasillo.
Me levanté sin hacer ruido. Enfoqué la llave de la luz con mi linterna. Mi intención era coger algunas cosas de la maleta, echármelas en el bolsillo y huir con las manos libres. Le di al interruptor pero no sucedió nada: habían cortado la corriente. Estaba claro que el misterioso ataque había sido preparado con todo detalle, aunque ignoraba con qué finalidad. Mientras reflexionaba, sin quitar la mano del interruptor, oí un apagado crujido en el piso de abajo; me pareció distinguir un rumor como de conversación, pero un momento después pensé que me había confundido. Se trataba sin duda alguna de gruñidos roncos y graznidos mal articulados, cosa que guardaba muy poca relación con cualquier lenguaje humano conocido. Luego pensé con renovada insistencia en lo que el inspector de Hacienda había oído una noche en este mismo edificio ruinoso y pestilente.
Con ayuda de la linterna tomé lo que necesitaba de mi maleta, me lo metí todo en los bolsillos, me puse el sombrero y me acerqué de puntillas a la ventana para calcular las posibilidades de mi descenso. A pesar de las reglas de seguridad establecidas por la ley, no había escalera de incendios en este lado del hotel, y mis ventanas correspondían al cuarto piso. Como he dicho, daban a un patio lóbrego y encajonado entre dos edificios, ambos con sus tejados inclinados que alcanzaban hasta el cuarto piso. Sin embargo, no podía saltar a ninguno de los dos desde mis ventanas, sino desde dos habitaciones más allá, a uno o a otro lado. Inmediatamente me puse a calcular las probabilidades de llegar a una cualquiera de ellas.
Decidí no arriesgarme a salir al pasillo, donde mis pasos serían oídos sin duda alguna, y donde me tropezaría con dificultades insuperables para entrar en la habitación elegida. Unicamente podría tener acceso a través de las puertas laterales, menos sólidas, que comunicaban unas habitaciones con otras. Tendr ía que forzar las cerraduras y los cerrojos arremetiendo con el hombro, caso de encontrarlas cerradas por el otro lado. Me pareció que era lo más factible, porque las puertas no tenían aspecto de resistir mucho. Pero no podría hacerlo sin ruido. Tendría que contar con la rapidez y la posibilidad de llegar a la ventana antes de que cualesquiera fuerzas hostiles tuvieran tiempo de abrir la puerta correspondiente al pasillo. Reforcé la de mi propia habitación apuntalándola con la mesa de escritorio que arrastré cautelosamente para hacer el menor ruido posible.
Me daba cuenta de que mis probabilidades eran muy escasas, pero estaba enteramente dispuesto a afrontar cualquier eventualidad. Aun cuando lograse alcanzar otro tejado, no habría resuelto el problema por completo, porque me quedaría aún la tarea de llegar al suelo y escapar del pueblo. A mi favor estaban la desolación y la ruina de los edificios vecinos y el gran número de claraboyas que se abrían en sus tejados.
Consulté el plano del muchacho de la tienda, La mejor dirección para salir del pueblo era hacia el sur, así que miré primero la puerta de comunicación correspondiente. Se abría hacia mí; por lo tanto, después de descorrer el cerrojo y comprobar que la puerta no se abría, consideré que me iba a ser muy difícil forzarla. Por consiguiente, abandoné esa dirección y corrí la cama contra la puerta para impedir cualquier ataque desde esta habitación. La otra puerta se abría hacia el otro lado. Ese deb ía de ser mi camino, a pesar de comprobar que estaba cerrada con llave y que tenía el cerrojo echado por el otro lado. Si podía llegar al tejado del edificio de ese lado, que correspond ía a Paine Street, y conseguía bajar al suelo, quizá pudiese cruzar el patio en cuatro saltos y atravesar uno de los dos edificios para salir a Washington Street o Bates Street. También podía saltar directamente a Paine Street, dar un rodeo hacia el sur y meterme por Washington Street. En cualquier caso, tenía que dirigirme a Washington Street como fuese, y huir de los alrededores de Town Square. Sería preferible evitar Paine Street, ya que el parque de bomberos podía estar abierto toda la noche.
Mientras meditaba todo esto contemplé la inmensa marea de tejados ruinosos que se extendía bajo la luz de la luna. A la derecha, la negra herida de la garganta del río hendía el panorama. Las fábricas abandonadas y la estación de ferrocarril se aferraban como lapas a un lado y a otro. Detrás se veían las vías herrumbrosas y la carretera de Rowley que atravesaban la llanura pantanosa, punteada de montículos cubiertos de seca maleza. A la izquierda, en un área más cercana, y cruzada por numerosas corrientes de agua salitrosa, la estrecha carretera de Ipswich brillaba con el blanco reflejo de la luna. Desde la ventana del hotel no alcanzaba a ver la carretera que iba hacia el sur, hacia Arkham, donde pensaba dirigirme.
Estaba reflexionando, hecho un mar de dudas, sobre el momento más oportuno para poner en práctica este plan, cuando percibí abajo unos ruidos indefinidos a los que siguió inmediatamente un crujido pesado en las escaleras. Irrumpió el débil parpadeo de una luz por el montante de la puerta, y el entarimado del corredor comenzó a gemir bajo un peso considerable. Oí unos ruidos guturales, puede que de origen humano, y finalmente sonaron unos fuertes golpes en mi puerta.
Por un momento me limité a contener la respiración y a esperar. Me pareció que transcurr ía una eternidad. Y de repente, el olor a pescado comenzó a hacerse más penetrante. Después se repitieron las llamadas con insistencia, más impacientes cada vez. Comprendí que había llegado el momento de actuar. Descorrí el cerrojo de la puerta lateral y me dispuse a cargar contra ella para abrirla. Los golpes eran cada vez más fuertes; tal vez disimularían el ruido que iba a hacer yo. Por fin comencé a embestir una y otra vez contra la delgada chapa, sin preocuparme del dolor que me producía en el hombro. La puerta resistió más de lo que había calculado, pero continué en mi empeño. Mientras tanto, el alboroto del pasillo iba en aumento delante de mi puerta.
Finalmente cedió la puerta contra la que estaba cargando, pero con tal estrépito que los de fuera tuvieron que oírlo. Los golpes se convirtieron en violentas arremetidas, y a la vez, oí un fatídico sonido de llaves en las dos puertas vecinas a la mía. Me precipité a la otra habitación y conseguí echar el cerrojo a la puerta del vestíbulo antes de que la abrieran, pero entonces oí cómo trataban de abrir con una llave la tercera puerta, la de la habitación cuya ventana pretendía alcanzar.
Por un instante, me sentí totalmente desesperado. Me iban a atrapar en una habitación cuya ventana no me ofrecía salida posible. Una oleada de horror me invadió al descubrir, a la luz de mi linterna, las huellas que habían dejado en el polvo del suelo los intrusos que habían tratado de forzar la puerta lateral. Después, gracias a un acto puramente automático, desprovisto de toda lucidez, corrí a la siguiente puerta de comunicación y me dispuse a derribarla.
La suerte me fue favorable… La puerta de comunicación no sólo no tenía echada la llave, sino que estaba entreabierta. Entré en un salto y apliqué la rodilla y el hombro a la puerta del vestíbulo, que en ese momento se estaba abriendo. Agarré desprevenido al que trataba de abrir, de suerte que conseguí pasar el cerrojo, cosa que hice también en la otra puerta que acababa de franquear.
Durante los breves instantes de alivio que siguieron, oí que disminuían las embestidas contra las otras dos puertas, mientras crecía un confuso alboroto en mi primitiva habitación, cuya puerta lateral había atrancado yo con la cama. Evidentemente, el tropel de mis asaltantes había entrado por la habitación contigua del otro lado y se lanzaba tras de mí por el mismo camino. En ese mismo momento oí cómo introduc ían una llave en la puerta del pasillo de la habitación siguiente. Estaba rodeado.
La puerta lateral que daba a esta habitación estaba abierta de par en par. No había tiempo de contener la del vestíbulo, que ya la estaban abriendo. Lo único que pude hacer fue echar el cerrojo de la puerta lateral de comunicación, igual que había hecho en la de enfrente, y colocar la cama contra una, la mesa de escritorio contra otra, y el aguamanil contra la del pasillo. Debía confiar en estas barreras improvisadas hasta que hubiera saltado por la ventana al tejado del edificio de Paine Street.
Pero aun en este trance supremo, el horror que yo sentía no se debía a la fragilidad del dispositivo de defensa. Lo que a mí me horrorizaba era que ninguno de mis perseguidores -aparte ciertos jadeos, gruñidos y ladridos apagados -había pronunciado una sola palabra inteligible y humana.
Mientras corría los muebles y me precipitaba hacia la ventana, se oyó una carrera espantosa por el pasillo hacia la habitación contigua a la que me encontraba yo. Cesaron las embestidas en el otro lado. Era evidente que la mayoría de mis adversarios se estaba congregando ante la débil puerta lateral. Afuera, la luna bañaba el tejado de abajo. Calculé que era un salto arriesgado, debido a la inclinación que tenía el sitio donde hab ía de aterrizar.
De acuerdo con mi plan, elegí la ventana más meridional que tenía el cuarto. Quería saltar en la vertiente del tejado que daba al patio y escabullirme por la claraboya más cercana. Una vez dentro de uno de aquellos edificios, tenía que contar con que me perseguirían. Pero confiaba en poder alcanzar la planta baja y evadirme por una de las puertas abiertas del patio, desembocar finalmente en Washington Street, y salir del pueblo en dirección sur.
El alboroto de la habitación vecina era terrible. La puerta comenzó a ceder. Los asaltantes habían traído un objeto pesado y lo estaban empleando como ariete. No obstante, la cama aún se mantenía firme contra la puerta, de forma que todavía tenía la posibilidad de huir. La ventana estaba flanqueada por pesados cortinajes de terciopelo, suspendidos de una barra mediante anillas de latón. Descubrí que en el exterior hab ía unos sólidos ganchos para sujetar los batientes de la ventana. Viendo que aquello me proporcionaba los medios de evitar un salto peligroso, di un tirón a las colgaduras y las arrojé al suelo con barra y todo. Rápidamente enganché dos anillas en el gancho exterior y solté el cortinaje al vacío. Los pesados pliegues llegaban sobradamente al tejado. Comprobé que las anillas y el gancho podían soportar mi peso y luego me deslicé por la improvisada escala, dejando atrás para siempre el siniestro edificio de Gilman House.
Puse pie en las sueltas pizarras del tejado. La pendiente era muy pronunciada. Conseguí llegar a una de las claraboyas sin resbalar. Me volví para mirar la ventana por donde hab ía salido. Aún estaba a oscuras. Allá lejos, entre las desmoronadas chimeneas de la parte norte, se veían diversas luces. Se trataba del edificio de la Orden de Dagon, de la iglesia anabaptista y de la iglesia congregacionista, cuyo recuerdo me producía escalofríos. Como no vi a nadie en el patio, confié en poder salir por allí antes de que cundiera la alarma general. Enfoqué mi linterna por la claraboya y vi que no había escalones que me permitieran bajar. No obstante, la altura no era excesiva, de modo que me dejé caer, yendo a parar a una habitación llena de polvo y atestada de cajas medio deshechas y de barriles.
El sitio era lúgubre, pero apenas me produjo impresión alguna. Me precipité inmediatamente por unas escaleras que descubrí gracias a la linterna. Miré la hora: eran las dos de la madrugada. Los peldaños crujieron levemente bajo mi peso. Corrí escaleras abajo, crucé una especie de granero, en la segunda planta, y llegué a la planta baja. Reinaba en ella la más completa desolación; sólo el eco respondía al ruido de mis pasos presurosos. Por fin llegué al vestíbulo. En un extremo se veía un débil rectángulo de luz que recortaba la puerta que daba a Paine Street. Tomé la otra dirección y me encontré con que la puerta de atrás también estaba abierta. Bajé cinco peldaños de piedra y me hallé al fin en el patio de losas y césped.
La luz de la luna no llegaba hasta aquí, pero se veía el camino sin necesidad de linterna. Algunas de las ventanas de Gilman House estaban débilmente iluminadas, e incluso me pareció oír ruido en su interior. Caminé cautelosamente en dirección a la salida que daba a Washington. Encontré varias puertas abiertas y elegí la más cercana. Atravesé un pasillo oscuro y al llegar al otro extremo, vi que la puerta de la calle estaba sólidamente cerrada. Decidí probar en otro edificio. Volví a tientas sobre mis pasos, pero me detuve en seco junto a la puerta del patio.
Por una puerta del Gilman salía un enjambre de siluetas dudosas… Agitaban sus linternas en la oscuridad; el graznido horrible de sus voces se mezclaba con unos gritos apagados en lengua extraña. Las figuras se movían de manera incierta. Me di cuenta de que no sabían qué dirección había tomado, y no obstante, me sacudió un escalofrío de horror. No se distinguían bien sus figuras, pero su andar encogido y bamboleante me producía una inexplicable repugnancia. Lo más desagradable era la figura extraña coronada con su tiara, ya familiar para mí, que avanzaba al frente de la comitiva. Al ver cómo aquellas figuras se desplegaban por todo el patio, mis temores aumentaron. ¿Y si no encontrara ninguna salida a la calle? El olor a pescado se hizo tan intenso, que dudé si sería capaz de soportarlo sin desmayarme. Nuevamente me metí a tientas, en busca de una salida. Abrí una puerta y entré en una habitación vacía; las ventanas estaban cerradas, pero carecían de falleba. Alumbrándome con la linterna pude abrir las contraventanas. Un momento después salté al exterior y cerré cuidadosamente la ventana, dejándola como la había encontrado.
Estaba, pues, en Washington Street. Por el momento no se veía un alma, ni había más luz que la de la luna. Sin embargo, a lo lejos, y en distintas direcciones, se o ían roncos gruñidos, carreras precipitadas, y una especie de pataleo que no era exactamente un ruido de pasos. No tenía tiempo que perder. Sabía orientarme en la oscuridad, de modo que casi agradecí que estuvieran apagadas las luces de las calles, como es costumbre en las poblaciones rurales atrasadas. Algunos ruidos provenían del sur; no obstante, persistí en mi deseo de escapar en esa dirección. Sabía que encontraría gran número de portales desiertos donde podría refugiarme, caso de tropezarme con alguien.
Caminaba de prisa, con cautela, pegado a las fachadas ruinosas. Aunque iba desaliñado por culpa de mi fuga precipitada, nada hab ía en mí que llamara especialmente la atención. Tal vez pudiera pasar desapercibido si me cruzaba con algún transeúnte. En Bates Street me metí en un portal abierto y aguardé a que cruzaran dos individuos bamboleantes que venían en dirección contraria. Volví a salir en seguida y proseguí mi camino. Me acercaba a la plaza donde Eliot Street y Washington Street se cruzan oblicuamente. Aunque este barrio me era desconocido, me pareció peligroso a juzgar por el plano del muchacho de la tienda. La luna daría de lleno en la plaza, pero era inútil intentar evitarla; cualquier otra dirección supondría una serie de rodeos que me harían perder mucho tiempo y supondrían más ocasiones de que me vieran. Lo único que me cabía hacer era cruzar por las buenas imitando lo mejor posible el andar bamboleante, característico de aquella gente, y esperar que nadie se fijara en mí.
No tenía idea de cómo habían organizado exactamente la persecución ni qué motivos ten ían para perseguirme. En el pueblo parecía haber una agitación insólita, aunque estaba convencido de que todavía no se había propagado la noticia de mi huida del Gilman. Naturalmente tenía que desviarme en seguida de Washington Street y tomar alguna otra calle en dirección sur. El grupo que había salido del hotel en mi persecución venía sin duda tras de mí. Probablemente había dejado huellas en el polvo de la última casa, y no les resultaría difícil averiguar por dónde había logrado salir a la calle.
La plaza estaba tal como yo temía: plenamente iluminada por la luna. En su centro se alzaban los restos de un parque rodeado de una verja de hierro. Por fortuna no había un alma en los alrededores, pero me pareció oír un rumor lejano, procedente quizá de Town Square. South Street era una calle amplia que conducía hacia el puerto, cuesta abajo. Desde ella se dominaba una gran perspectiva de mar. Deseé fervientemente que no hubiera nadie mirando hacia la calzada, mientras la atravesaba bajo el resplandor de la luna.
Avancé sin obstáculo. No se oía ningún ruido alarmante. Al final de la calle la superficie del agua reverberaba esplendorosa bajo la brillante luz de la luna, y al contemplarla sentí un sobresalto de terror. Allá, muy lejos del espigón, se alzaba la confusa silueta del Arrecife del Diablo, e involuntariamente me vinieron a la imaginación las terribles historias que me había contado el viejo Zadok, según las cuales esta roca desgarrada daba acceso a regiones desconocidas, preñadas de horrores y monstruos inconcebibles.
De improviso, brotaron unos destellos intermitentes en el lejano arrecife. Eran claros y distintos, y despertaron en mí un pánico cerval. Mis músculos se tensaron a punto de dispararse en alocada fuga, contenidos tan sólo por una especie de fascinación semihipnótica. Y para empeorar las cosas, otros destellos vinieron a responder desde la elevada cúpula del Gilman.
Hice un esfuerzo por dominar mi nerviosismo porque aún seguía expuesto a cualquier mirada inoportuna, y reanudé mi fingida marcha bamboleante. Pero mientras tuve la mar a la vista, mis ojos siguieron fijos en aquel ominoso arrecife. De momento, no comprendí lo que significaban los destellos. Tal vez formasen parte de algún rito extraño relacionado con el Arrecife del Diablo. Puede también que hubiera atracado alguna embarcación en aquella roca siniestra. Torcí a la izquierda y rodeé el parque abandonado. El océano brillaba bajo una luz espectral. Fascinado por el centelleo de aquellos faros enigmáticos, no lograba apartar la vista del arrecife. Fue entonces cuando sufrí la impresión más violenta hasta el momento. Fue tal mi horror que, olvidándome del riesgo que suponía, me lancé frenéticamente a la carrera por la calle negra y vacía, flanqueada de portales desiertos y ventanas sin cristales. Bajo la luz de la luna había divisado en las aguas miles y miles de formas que nadaban en dirección al pueblo. Incluso podría decir, a pesar de la distancia, que aquellas cabezas y aquellos brazos que se agitaban entre las olas eran tan deformes y anormales, que no encuentro palabras para describirlos.
Mi carrera terminó antes de llegar a la primera esquina, porque en ese momento oí a mi izquierda el rumor inequívoco de una persecución en toda regla: pasos enérgicos, gritos guturales, ruido de motores... En el acto tuve que cambiar todos mis planes. Me hab ían cortado la carretera sur, de modo que debía buscar otra salida de Innsmouth. Paré y me refugié en un portal abierto. Después de todo, había tenido la suerte de salir de la zona iluminada por la luna antes de que mis perseguidores aparecieran por la esquina.
La segunda reflexión que me hice fue menos tranquilizadora. Puesto que la persecución se llevaba a cabo por otra calle, era evidente que no me segu ían los pasos. No sabían dónde me encontraba, pero no cabía duda de que su conducta obedecía a un plan general encaminado a cortarme la salida. Esto requería que se vigilasen todas las carreteras por igual, lo que me obligaría a huir a campo través y mantenerme alejado de todas las carreteras. Pero, ¿cómo escapar, si toda la región era pantanosa y estaba plagada de canales y marismas? Durante unos momentos, me sentí vencido por una negra desesperación, angustiado por la rapidez con que aumentaba el tufo insoportable de pescado.
Entonces recordé el ferrocarril abandonado de Innsmouth a Rowley, cuya sólida línea de balasto, cubierta de zarzas, se extendía aún hacia el noroeste, desde la derruida estación situada junto a la garganta del río. Era posible que no se les ocurriera pensar en ella, puesto que las tupidas zarzas la hacían casi impracticable. Desde la ventana del hotel la había contemplado, y conocía su situación exacta. Los primeros tramos eran demasiado visibles desde la carretera de Rowley y desde cualquier torre del pueblo, pero quizá pudiera arrastrarme entre la maleza sin ser visto. En todo caso, éste era el único medio de evasión, y no tenía alternativa.
Me introduje en el vestíbulo de la casa desierta en cuyo portal me hab ía refugiado, y consulté una vez más el plano a la luz de la linterna. El primer problema era llegar a la antigua vía del tren. Lo mejor sería avanzar hacia Babson Street, torcer luego a poniente hasta Lafayette Street, dar un rodeo en vez de cruzar la plaza como antes y desviarme a continuación hacia el norte zigzagueando por Lafayette, Bates, Adams y Bank Street. Esta última calle bordea la garganta del río y conduce hasta la misma estación. Metiéndome por Babson Street evitaría cruzar la plaza o desembocar en una calle amplia.
Eché a correr y crucé a la derecha de la calle con el fin de avanzar pegado a la fachada y meterme por Babson Street sin que me vieran. Aún se oía cierto alboroto en Federal Street. Al mirar hacia atrás me pareció ver un destello de luz cerca del edificio del que acababa de salir. Ansioso por llegar a Washington Street, continué corriendo. con la esperanza de no tropezarme con nadie. En la esquina de Babson Street vi con sobresalto que una de las casas estaba habitada, a juzgar por las cortinas de una de las ventanas, pero no había luces en el interior y pasé sin dificultad.
En Babson Street, que es perpendicular a Federal Street, corría riesgo de ser descubierto; por tanto, me pegué cuanto pude a los torcidos y ruinosos edificios. Dos veces me detuve en un portal, al notar que aumentaban los ruidos tras de mí. El cruce de las dos calles se abría amplio y desolado bajo la luna, pero mi camino no me obligaba a cruzarlo. Durante el segundo que estuve parado, comencé a oír una nueva serie de ruidos confusos; poco después pasaba un automóvil por el cruce, a gran velocidad, y se metía por Eliot Street, entre Babson y Lafayette.
Un momento después -y precedida de una insoportable tufarada de pescado- desembocó una multitud de seres torcidos y grotescos que caminaba torpemente en la misma dirección. Sin duda era el grupo destinado a vigilar la salida hacia Ipswich, puesto que dicha carretera es una prolongación de Eliot Street. Entre ellos iban dos figuras envueltas en inmensas túnicas, una de las cuales llevaba una puntiaguda diadema que relumbraba pálidamente a la luz de la luna. La forma de andar de esta última era tan ajena a los movimientos humanos, que sentí escalofríos. Me pareció que aquella criatura caminaba a saltos.
Cuando desapareció el último de la expedición seguí mi camino. Atravesé la esquina de la calle Lafayette y crucé en cuatro saltos Eliot Street. El alboroto se o ía ahora más lejos, por Town Square.
Lo que más miedo me daba era tener que cruzar otra vez la ancha calle South, que bordeaba el puerto; pero no tenía otro remedio. Si quedaba algún rezagado en Eliot Street, lo más probable sería que me descubriese inmediatamente. En él último momento decidí que era mejor aminorar la marcha y cruzar como antes, fingiendo el andar bamboleante de los nativos de Innsmouth.
Cuando apareció de nuevo la vista de la mar -esta vez a la derecha- me hice el firme propósito de no mirar. Pero fue inútil. Mientras caminaba con paso vacilante, pegado a las fachadas, me volvía de cuando en cuando y miraba de reojo. No había ningún barco a la vista, lo que, a decir verdad, no me sorprendió. En cambio me quedé perplejo al descubrir un bote de remos que ponía proa a los muelles abandonados. Iba cargado con un bulto envuelto en un paño de hule. Los remeros, cuyas siluetas se vislumbraban a lo lejos, tenían un cuerpo particularmente deforme. Aún se distingu ían algunos nadadores en el agua. Muy lejos, en el negro arrecife, se veía un débil resplandor fijo, distinto de la luz parpadeante que había observado anteriormente. Era un resplandor extraño, de un color que me fue imposible identificar. Por encima de los tejados asomaba la alta cúpula del Gilman, completamente oscura. El olor a pescado, que había disminuido últimamente, comenzó pronto a dejarse sentir con una intensidad insoportable.
No había acabado de cruzar la calle, cuando vi que a lo largo de Washington Street avanzaba un grupo procedente del distrito norte. Cuando llegaron a la amplia explanada, desde la cual acababa yo de contemplar el pavoroso panorama bajo la luna, pude fijarme en ellos sosegadamente, sin que me vieran, desde la distancia de una manzana de casas tan sólo… Me quedé aterrado ante la bestial deformidad de sus rostros, ante su forma casi animal de andar. Uno de los individuos se mov ía exactamente igual que un mono; sus largos brazos rozaban el suelo de cuando en cuando. Otro - envuelto en extraños ropajes y tocado con una tiara- avanzaba a saltos. Me pareció el mismo grupo que había visto en el patio de Gilman House. Era, pues, la patrulla que más seguía de cerca mis pasos. Algunos se volvieron en dirección mía, y yo me sentí traspasado de terror. Con un esfuerzo supremo, seguí la marcha bamboleante que había adoptado. Todavía ignoro si me vieron o no. Si me vieron, mi estratagema debió de dar resultado, porque cruzaron la explanada sin cambiar de dirección y sin dejar de gruñir y farfullar en una jerga gutural y repulsiva absolutamente incomprensible.
Una vez protegido por las sombras seguí corriendo como antes y dejé atrás las casas ruinosas y fantasmales de aquel barrio desolado. Después crucé a la otra acera, doblé la esquina siguiente y me metí por Bates Street, pegado a los edificios. Pasé por delante de dos casas en cuyo interior hab ía una luz; una de ellas tenía abiertas las ventanas del piso superior. Pero no me vio nadie. Al torcer por Adams Street sentí cierta tranquilidad, aunque me llevé un susto repentino, al ver salir a un hombre de un portal oscuro y venir directamente hacia mí haciendo eses. Pero iba demasiado bebido y ni siquiera me llegó a ver. De esta forma llegué sano y salvo a las lúgubres ruinas de los almacenes de Bank Street.
Ni un alma se movía en la absoluta quietud de la calle junto a la garganta del río. El ruido sordo del salto de agua ahogaba totalmente el rumor de mis pasos. Había una buena tirada hasta la estación derruida; los muros de ladrillo de los almacenes me parecían aún más amenazadores que las fachadas que había dejado atrás. Finalmente llegué a los arcos de la antigua estación -o lo que quedaba de ellos - y me fui directamente al extremo donde arrancaba la vía.
Los raíles estaban oxidados y llenos de orín, aunque casi intactos; más de la mitad de las traviesas estaban aún en buenas condiciones. Era muy difícil andar -y más, correr- por una superficie semejante. De todos modos procuré adoptar mi paso al terreno, hasta que logré caminar con cierta rapidez. Durante un trecho, la línea férrea se ceñía al borde del río para desembocar finalmente en un gran puente cubierto que cruzaba el precipicio a una altura de vértigo. El estado de este puente determinaría mi camino a seguir. Si era buenamente posible, lo cruzaría; si no, tendría que aventurarme otra vez por las calles y buscar el puente más próximo, si aún era practicable.
El viejo puente brillaba espectralmente a la luz de la luna. Las traviesas se encontraban en buen estado, al menos en el primer tramo. Encendí una linterna y entré. Una nube de murciélagos despavoridos pasó por encima de mí y estuvo a punto de derribarme. A mitad de camino, vi un peligroso vacío entre las traviesas. Por un momento pensé que no lo podría salvar. Finalmente me arriesgué. Di un salto desesperado y por fortuna caí bien al otro lado.
Cuando salí de aquel túnel horrible respiré con alivio. Los viejos raíles cruzaban River Street, después describían una curva y se adentraban en una zona cada vez menos urbanizada, en la que a la vez disminuía también el nauseabundo olor a pescado que reinaba en todo Innsmouth. La gran profusión de matorrales y zarzas me obstaculizaban el paso y me desgarraban las ropas, aunque no por eso dejaba yo de agradecer su presencia, porque podían servirme de escondrijo en caso de peligro: no ignoraba que una buena parte de mi camino era visible desde la carretera de Rowley.
Muy pronto empezó la región pantanosa. La vía la atravesaba sobre un terraplén de poca altura cubierto de una maleza algo menos tupida. Luego venía una especie de isla de terreno firme, algo más elevado, y la l ínea la atravesaba encajonada en una zanja obstruida por arbustos y zarzas. Daba gusto caminar protegido por la zanja, teniendo en cuenta sobre todo que, según había podido apreciar desde la venta del Gilman, la línea férrea se hallaba en este punto peligrosamente próxima a la carretera de Rowley, la cual venía a cruzarla al final de la zanja para desviarse después y perderse de vista. Pero de momento debía actuar con prudencia.
Antes de entrar en la zanja miré hacia atrás. Nadie me seguía. Los viejos campanarios y los tejados ruinosos de Innsmouth resplandecían grandiosos y etéreos bajo la mágica luz de la luna. Esta visión me hizo pensar en el aspecto que debió de tener el pueblo antes de que la tenebrosa sombra se abatiera sobre él. Luego miré el campo, y lo que vi me heló la sangre.
Al principio me pareció observar cierto movimiento ondulante allá lejos, hacia el sur. Era como si una muchedumbre interminable saliese del pueblo por la carretera de Ipswich. La distancia era considerable y no se distinguía con exactitud, pero no me gustó nada aquella columna en movimiento.
Ondeaba demasiado y relucía asombrosamente bajo la luna de poniente. Incluso me pareció oír ruidos y voces, pero el viento me impidió cerciorarme. Era algo así como un patear y rugir de bestias, peor aún que los gruñidos de las patrullas del pueblo.
Por la cabeza me pasó toda clase de conjeturas desagradables. Pensé en aquellos seres aún más deformes que, según se decía, se ocultaban en las casas miserables del puerto. También me vinieron a la imaginación los terribles nadadores que había vislumbrado confusamente en el agua. A juzgar por los grupos que había visto hasta el momento, y los que con toda seguridad habrían salido por las demás carreteras, el número de mis perseguidores debía de ser inconcebible, sobre todo teniendo en cuenta que Innsmouth era un pueblo casi deshabitado.
¿De dónde había salido la densa multitud que componía aquella marea ondulante y lejana? ¿Acaso los vetustos edificios supuestamente desiertos rebosaban efectivamente de una vida insospechada y secreta? ¿O es que había desembarcado una legión de seres extraños de aquel arrecife del infierno? ¿Quiénes eran? ¿Por qué estaban all í? ¿Serían las patrullas de las otras carreteras igualmente numerosas?
Me interné en la maleza de la cortadura, y pugnaba por abrirme camino con dificultad, cuando otra vez se extendió el abominable olor a pescado. ¿Había cambiado el viento repentinamente y venía ahora de la mar? Así debía de ser, en efecto, porque también empezaron a oírse horribles murmullos guturales en estos parajes hasta entonces silenciosos. Y una cosa distinguí que me desagradó aún más: un ruido blando, como el de un animal que caminara a saltos por un suelo mojado. No sé por qué, lo asocié con aquella ondulante columna que se movía en la carretera de Ipswich.
No tardaron en aumentar los ruidos y el olor, de manera que me paré, mortalmente asustado, dando gracias al cielo de hallarme a cubierto en la zanja. Recordé que era en este punto donde la carretera de Rowley cruzaba la vía, antes de alejarse definitivamente. La horda se acercaba, así que me tumbé en el suelo y decidí esperar a que pasara y se perdiera a lo lejos. Gracias a Dios, aquellas criaturas no empleaban perros para rastrear, aunque bien mirado, de poco les habría valido con el olor que imperaba en toda la región. Encogido bajo los arbustos, me sentí seguro aun cuando sabía que mis perseguidores cruzarían la vía por delante de mí a menos de cien metros de distancia. Yo podría verlos, pero ellos a mí no, a no ser que se diera una funesta casualidad.
Me estremecí ante la idea de verlos de cerca. Contemplé el terreno bañado por la luna, por donde pronto habrían de desfilar, y pensé que aquel trozo de naturaleza iba a verse irremediablemente contaminado para siempre. Sin duda se trataría de los seres más monstruosos y horribles que cobijaba el pueblo de Innsmouth… No me sería agradable recordar el espectáculo después.
El hedor se hizo más opresivo; los ruidos fueron en aumento, hasta convertirse en una bestial algarabía de graznidos, aullidos y ladridos, sin el menor asomo de lenguaje humano. ¿Eran ésas realmente las voces de mis perseguidores? ¿O llevaban perros después de todo? Sin embargo, yo no había visto ningún animal de cuatro patas en mis paseos por Innsmouth. El ruido de cuerpos blandos y pesados se hizo mayor. ¡Jamás me atrevería a mirar las monstruosas criaturas que lo producían!
Mientras los oyese caminar -o saltar- por delante de mi escondite, mientras aquellos seres horribles no se perdieran en la distancia, mantendría los ojos firmemente cerrados. La borda estaba ya muy cerca... El aire vibraba de roncos gruñidos, el suelo casi se estremec ía al ritmo extraño de sus pisadas. Contuve la respiración y concentré todas mis fuerzas en mantener los párpados apretados.
Ni siquiera hoy puedo afirmar si lo que sucedió a continuación fue una espantosa realidad o tan sólo una pesadilla. Las ulteriores medidas represivas adoptadas por el Gobierno a consecuencia de mis denuncias desesperadas, permitirán suponer que, efectivamente, se trataba de una abominable realidad. Pero ¿no es posible también que retorne una alucinación en una atmósfera irreal e hipnótica como la que envolv ía aquella ciudad poblada de espectros? Lugares como ése conservan propiedades extrañas y tal vez sus tenebrosas tradiciones afecten a la mente de los hombres que se aventuran por sus calles desoladas y hediondas, sus techumbres vencidas y sus campanarios desmoronados. ¿Acaso no es posible que un germen de locura contagiosa aceche en lo más profundo de Innsmouth como una maldición? ¿Quién sería capaz de saberlo con certeza, después de haber oído la confesión de Zadok Allen? Por cierto, que las autoridades del Gobierno jamás encontraron al pobre Zadok, ni supieron explicar lo que había sido de él. ¿Dónde acaba la locura y empieza la realidad? ¿Es posible que incluso mi último temor no sea más que una engañosa ilusión? Pero voy a intentar describir lo que me pareció ver aquella noche, bajo la burlesca luz de la luna; el desfile de toda una cohorte de endriagos que, realidad o no, apareció por la carretera de Rowley mientras permanecí agazapado entre las zarzas. Porque como es natural, mi propósito de permanecer con los ojos cerrados fracasó rotundamente. Era rid ículo proponerme una cosa así.
¿Cómo iba a estarme sin mirar, mientras una legión de seres deformes cruzaba a saltos torpes, aullando y croando a cien metros escasos de donde me encontraba yo?
Antes de que aparecieran me creía preparado para afrontar lo peor. Ya había visto bastantes cosas desagradables en el término de un d ía, y no imaginaba que fuera posible que superasen en monstruosidad y deformidades a los que me habían perseguido por las calles. Logré mantener los ojos apretados hasta que el ronco clamor se hizo ensordecedor. Pasaban en ese momento por delante de la zanja, en el cruce de la carretera y la vía... Entonces no pude resistir más, y abrí los ojos.
Eso fue el fin. Desde entonces siento que mi equilibrio mental se ha roto para siempre, y que he perdido toda confianza en la integridad de la naturaleza y el espíritu del hombre. Ni dando crédito al extraño relato del viejo Zadok en sus menores detalles habría podido imaginar la realidad demon íaca y blasfema que presencié. Intencionadamente estoy procurando soslayar el horror de describirla. ¿Es posible que sobre este planeta se hayan engendrado tales abominaciones, y que unos ojos humanos hayan visto en carne y hueso lo que hasta ahora pertenec ía solamente al reino de la pesadilla y la locura?
Y sin embargo, lo vi. Era una manada interminable de seres inhumanos que avanzaban a brincos, graznando y balando bajo el reflejo espectral de la luna; una zarabanda grotesca y maligna de delirante fantasía. Unos llevaban enormes tiaras doradas… otros iban ataviados con ropajes extraños… Había uno, el que iba en cabeza, que vestía una amplia levita que no consegu ía disimular su enorme joroba, y un pantalón a rayas; un sombrero de fieltro coronaba el bulto deforme que hacía las veces de cabeza.
Tenían todos un color gris verdoso, con el vientre blanquecino. La mayoría era de piel reluciente y resbaladiza, y sus dorsos jorobados estaban cubiertos de escamas. Sus figuras recordaban vagamente al antropoide, pero sus cabezas parec ían de pez, con unos ojos prodigiosamente saltones que no parpadeaban jamás. A ambos lados del cuello les palpitaban las agallas, y sus grandes zarpas tenían dedos palmeados. Brincaban de manera irregular, unas veces erguidos, otras a cuatro patas.
Su voz era una especie de aullido o graznido, pero evidentemente, constitu ía un lenguaje con todos los matices de expresión que les faltaban a sus semblantes impasibles.
Y no obstante, pese a su monstruosidad, me resultaban en cierto modo familiares. Demasiado bien sabía yo quiénes eran. ¿Acaso no tenía aún fresca en mi memoria la imagen de la tiara de Newburyport? Se trataba de los mismos peces-ranas cuyas imágenes abominables ornaban la joya de oro.… pero vivos y en todo su horror. Y de repente, comprendí por qué razón me impresionó tantísimo el sacerdote de la tiara que vislumbré en la cripta de la iglesia. Esa fue la visión fugaz de la horda impura. Eran miles y miles, verdaderos enjambres, aunque desde mi escondite no podía abarcar toda la carretera. Por fortuna, un momento después se borró de mis ojos aquella visión dantesca y sufrí un desvanecimiento misericordioso El primero en toda mi vida.

 

V

 

Me despertaron los suaves rayos del sol. Me encontraba en medio de unos matorrales, en la zanja del ferrocarril. Me levanté y salí tambaleándome a la carretera. No había una sola huella en el barro fresco, ni olor a pescado en el aire. Los tejados ruinosos y los deshechos campanarios de Innsmouth asomaban grisáceos por el sudoeste, pero no se veía ni un ser viviente en toda la zona desolada de las marismas. Mi reloj andaba todavía. Eran más de las doce.
Tenía una vaga idea de lo que había sucedido, pero en el fondo de mi mente palpitaba el sentimiento de algo tremendamente espantoso. Debía alejarme a toda costa de la sombra maligna de Innsmouth, así que traté de valerme de mis miembros entumecidos y fatigados. A pesar de la debilidad, del hambre, el horror y el aturdimiento, me sentí al cabo con fuerzas para caminar, y emprendí la marcha, sin prisas ya, por la enfangada carretera de Rowley. Al anochecer me encontraba en Rowley, bien comido y con ropas presentables. Tomé el tren de la noche para Arkham, y al d ía siguiente me presenté a las autoridades locales para hacer unas largas declaraciones, que repetí a mi llegada a Boston. El público ya conoce las consecuencias de mi denuncia, y verdaderamente me gustaría no tener nada más que añadir. Tal vez la locura se está apoderando de mí. Puede que me encuentre bajo la amenaza de un horror -acaso de un prodigio- aún mayor.
Como es fácil comprender, renuncié al resto del programa -viajes de interés arquitectónico y arqueológico, visitas a museos, etcétera- que con tanto entusiasmo había confeccionado. Tampoco quise contemplar cierta pieza de orfebrería que, según me habían dicho, se guardaba en el Museo de la Universidad del Miskatonic. En cambio, aproveché mi estancia en Arkham para recoger algunos datos genealógicos de mi familia que, desde hacía tiempo tenía ganas de poseer. Cierto que dichos datos eran poco precisos, pero ya los ordenaría más adelante, cuando tuviera tiempo. El conservador de los archivos históricos de Arkham, Mr. Lapham Peabody, me ayudó con gran amabilidad y manifestó un interés excepcional cuando le dije que era nieto de Eliza Orne, de Arkham, nacida en 1867 y casada con James Williamson, de Ohio, a la edad de diecisiete años.
Al parecer, un tío materno mío había estado allí muchos años antes, en busca de los mismos datos que a mí me interesaban, y la familia de mi abuela había sido -o aún lo era- objeto de comidillas en la localidad. Mr. Peabody dijo que poco después de la Guerra Civil, cuando se casó el padre de mi abuela, Benjamin Orne, se suscitaron violentas discusiones debido a que el linaje de la novia era particularmente enigmático. Lo único que se averiguó fue que era huérfana y que pertenecía a una rama de los Marsh establecida en New Hampshire y que, al parecer, era prima de los Marsh del condado de Essex. Pero se había educado en Francia y ella misma sabía muy poco de su familia. Su tutor -un sujeto cuyo nombre no resultaba familiar a los habitantes de Arkham- había depositado fondos en un banco de Boston para su manutención y el pago de una institutriz francesa. Al cabo de cierto tiempo, el tutor dejó de dar señales de vida, de suerte que la institutriz asumió este papel por decisión de un tribunal. La francesa -hace ya muchos años que murió- era muy reservada. Había quienes decían que de haber contado todo lo que sab ía esa mujer, se habrían podido aclarar muchos misterios.
Pero lo más desconcertante era que nadie había podido hallar ninguna referencia a los presuntos padres de la muchacha -Enoch Marsh y Lydia Meserve- entre las familias conocidas de New Hampshire. Muchos han opinado que tal vez mi bisabuela fuese hija natural de algún Marsh de elevada posición. Lo cierto es que tenía los mismos ojos de los Marsh. Sea como fuere, el caso es que murió muy joven al nacer su única hija, es decir, mi abuela materna. Como yo acababa de pasar por un trance muy desagradable en el que se había visto implicado el nombre de Marsh, no me hizo ninguna gracia encontrármelo en mi propio árbol genealógico. Tampoco me agradó que el señor Peabody me dijera que yo tenía los ojos típicos de los Marsh. De todas formas, le di las gracias por los datos que me había proporcionado y tomé una gran cantidad de datos y referencias bibliográficas relativos a la familia Orne, de la que había abundante documentación en los archivos.
De Boston fui directamente a Toledo, a casa. Poco después marché a Maumee, donde pasé un mes reponiéndome de la dura prueba. En el mes de septiembre volví a la Universidad de Oberlin para cursar mi último año, y durante todo ese curso me dediqué a mis estudios y a otras actividades igualmente saludables. Sólo tuve ocasión de recordar los horrores pasados con motivo de las visitas ocasionales que me hicieron las autoridades encargadas de llevar adelante la campaña suscitada por mis declaraciones. A mediados de julio -justo un año después de mi aventura en Innsmouth- pasé una semana en Cleveland con la última familia de mi difunta madre. Durante esos d ías me dediqué a confrontar los nuevos datos genealógicos que había recogido en Arkham, con diversas notas, historias familiares y documentos testamentarios que conservaba allí mi familia. Mi objeto era restablecer un árbol genealógico familiar completo y coherente.
Mentiría si dijese que disfruté con este trabajo; el ambiente de la casa de los Williamson siempre me había deprimido. En él había como una continua tensión morbosa. De pequeño, a mi madre no le gustaba que fuera a visitar a sus padres; en cambio, cuando su padre ven ía a Toledo, ella lo trataba con mucho cariño. Mi abuela materna era de Arkham, y siempre me inspiró un sentimiento extraño, casi de terror. Cuando murió, creo que no lo sentí en absoluto. Tenía yo entonces ocho años. Decían que había muerto de pena por el suicidio de mi t ío Douglas, que era su hijo mayor. Este tío Douglas es precisamente el que se pegó un tiro al regreso de un viaje a Nueva Inglaterra, en el curso del cual había consultado los archivos de la Sociedad de Estudios Históricos de Arkham.
Este tío Douglas se parecía mucho a mi abuela, y tampoco me había gustado nunca. Ambos tenían una expresión de fijeza en la mirada, como si no pestañeasen, que me producía una vaga y desagradable inquietud. Mi madre y mi tío Walter no eran así; se parecían a su padre. En cambio el pobre Lawrence, mi primo, hijo de Walter, había sido el vivo retrato de nuestra abuela; al menos hasta que su estado mental hizo necesario recluirle para siempre en un hospital psiquiátrico. Hace cuatro años que no lo he visto, pero mi tío me dio a entender una vez que su estado mental y físico era deplorable. Esta fue probablemente la causa principal de la muerte de su madre que ocurrió dos años antes.
Mi familia de Cleveland la componían mi abuelo y su hijo Walter, viudo ya; pero la casona que habitaban conservaba el ambiente denso y enrarecido de los viejos tiempos. Esta atmósfera me resultaba tan desagradable, que procuré terminar cuanto antes mis investigaciones. Mi abuelo me proporcionó abundante material sobre los Williamson, pero en lo que respecta a los Orne, tuve que recurrir a mi tío Walter, que puso a mi disposición las carpetas donde se guardaban cartas, recortes, legados, fotografías y miniaturas de la familia.
Repasando las cartas y los retratos de los Orne, empecé a sentir una especie de terror hacia mis antepasados. Como he dicho, mi abuela y mi tío Douglas me habían inquietado siempre. Ahora, años después de haber desaparecido, contemplé sus rostros con un profundo sentimiento de aversión. Al principio no podía comprender la razón, pero poco a poco se fue imponiendo a mi subconsciente una especie de comparación, cuya remota posibilidad se negaba a admitir mi razón, Era innegable que la expresión caracter ística de aquellos dos rostros me sugerían algo que antes no habría podido ni sabido comprender. En cambio ahora la sola idea de aceptarla me producía un pánico inenarrable.
Pero aún. sentí una impresión mucho más violenta cuando mi tío me mostró las joyas de los Orne que se guardaban en la caja fuerte de un banco. Algunas de ellas eran exquisitas, realmente primorosas, pero había un estuche con extrañas piezas de orfebrería que habían pertenecido a mi misteriosa bisabuela. Mi tío casi habría preferido no abrir el estuche. Dijo que las piezas estaban adornadas con detalles grotescos y repulsivos, y que nunca, a juicio suyo, habían sido llevadas en público. Sin embargo, mi abuela disfrutaba contemplándolas a solas. Sobre tales joyas habían circulado vagas leyendas que les atribuían cierto poder maléfico. La institutriz de mi bisabuela hab ía dicho que no era conveniente ponérselas en Nueva Inglaterra, pero que en Europa se podían llevar sin peligro.
Al comenzar a desenvolver los objetos, mi tío me pidió que no me dejase impresionar por el extraño efecto de horror que producían los dibujos. Los habían visto varios artistas y arqueólogos; todos aseguraron que se trataba de verdaderas obras de arte, y elogiaron mucho su belleza. Sin embargo, ninguno logró identificar con qué metal habían sido elaboradas las piezas, ni a qué estilo o escuela podían adscribirse. En total se trataba de dos brazaletes, una tiara y una especie de pectoral, Este último estaba ornado con ciertas figuras en relieve de una extravagancia casi insoportable.
Mientras escribo estoy tratando de contener violentamente mis emociones, pero en aquel momento mi cara debió de reflejarlas en el acto. Mi tío se alarmó; dejó a medio desenvolver las joyas y se me quedó mirando con ojos atónitos. Le rogué que continuara, y él me obedeció con renovada repugnancia. Parecía temer alguna reacción mía cuando apareciese la primera pieza, una tiara, pero dudo mucho que se esperase lo que realmente sucedió. De todos modos, yo tampoco me lo esperaba. Lo que pasó fue sencillamente que caí desvanecido, sin decir palabra, igual que en la zanja del ferrocarril, entre las zarzas, el año anterior.
A partir de ese momento mi vida ha sido una pesadilla de lucubraciones y pensamientos tenebrosos.
Y a no sé dónde termina la espantosa realidad y dónde comienza la locura. Mi bisabuela era una Marsh de origen desconocido, y su marido había vivido en Arkham… Pero, ¿no dijo el viejo Zadok que Obed Marsh había logrado casar a la hija que le diera su monstruosa segunda esposa, con un individuo de Arkham? ¿Y no había aludido el viejo borracho al parecido de mis ojos con los del capitán Obed? Y también en Arkham el conservador me había dicho que yo tenía los ojos típicos de los Marsh. ¿Era, pues, Obed Marsh mi tatarabuelo? Y entonces, ¿quién, o mejor dicho, qué había sido mi tatarabuela? Pero quizá todo esto no fueran más que desvaríos. Aquellos ornamentos de oro pálido pudieron ser comprados por el padre de mi bisabuela, quienquiera que fuese, a algún marinero de Innsmouth. Y aquella expresión de fijeza impasible de los rostros de mi abuela y mi tío Douglas, el que se suicidó, tal vez no fuese sino un engaño de mis sentidos, pura fantasía nacida de mi experiencia de Innsmouth, cuyo recuerdo aún me hacía estremecer. Pero si. es así, ¿por qué entonces se había quitado la vida mi tío, precisamente después de indagar sobre sus antepasados? Durante más de dos años he luchado por apartar de mí todos esos pensamientos, algunas veces con éxito. Mi padre me consiguió un empleo en una compañía de seguros, y yo me consagré febrilmente a mi ocupación rutinaria para no pensar. En el invierno de 1930-31, no obstante, empezaron los sueños.
Al principio me venían de manera esporádica y solapada; luego, a medida que pasaban las semanas, se hicieron más frecuentes y más vívidos. Ante mí se abrían en sueños grandes espacios acuáticos por los que yo flotaba a través de inmensos pórticos sumergidos y de murallas ciclópeas cubiertas de algas. En un principio soñé con peces grotescos que me acompañaban en mis vagabundeos submarinos. Después comenzaron a aparecer otras formas que me llenaban de horror al despertar, pero que durante el sueño no me causaban el más ligero temor... yo era uno de ellos, llevaba sus mismos adornos, recorría con ellos las sendas de la mar, y juntos orábamos en sus grandiosos templos subacuáticos.
Al despertar no lograba acordarme de todo, pero los fragmentos que recordaba habrían bastado para hacerme pasar por un loco, o quizá por un poeta maldito. Por otra parte, sentía un impulso irracional a apartarme de la vida sana y ordinaria que llevaba, y a lanzarme a las tinieblas y la locura. Combatí este impulso, y mi lucha desesperada fue arruinando mi salud. Finalmente me vi obligado a dejar mi colocación y a vivir encerrado, como un inválido. Sufría alguna desconocida enfermedad del sistema nervioso, que a veces incluso me impedía cerrar los ojos.
Por entonces empecé a estudiarme en el espejo con creciente ansiedad. Nunca es agradable contemplar los lentos estragos que produce la enfermedad, pero en mi caso había algo más, algo sutil e inexplicable. Mi padre debió notarlo también, porque comenzó a mirarme con asombro y casi con espanto. ¿Qué me estaba sucediendo? ¿Acaso me iba pareciendo cada vez más a mi abuela y a mi tío Douglas?
Una noche tuve un sueño terrible. Soñé que me encontraba con mi abuela bajo la mar. Viv ía ella en un palacio fosforescente, lleno de terrazas, rodeado de extraños jardines donde nacían corales leprosos y monstruosas flores submarinas, y salía a recibirme con una amabilidad casi burlona. Me dijo que había sufrido una gran metamorfosis y que había regresado a las aguas, que ella no había muerto, sino que había huido a un reino maravilloso que su hijo Douglas había llegado a sospechar, pero cuyos prodigios -destinados también a él- había despreciado al suicidarse. Este reino también me estaba destinado a mí. No podría sustraerme a mi destino. Sería inmortal y viviría para siempre con aquellos que ya existían cuando el hombre aún no había aparecido sobre la faz de la tierra.
También encontré a la misteriosa abuela de mi abuela. Durante ocho mil años, Pth'thya-l'yi -tal era su nombre- había vivido en Y'ha-nthlei, adonde había regresado después de la muerte de su esposo Obed Marsh. Y'ha-nthlei no había sido destruida cuando los hombres de la tierra habían arrojado explosivos a la mar. La hab ían dañado, pero no destruido. Los Profundos no pueden ser exterminados jamás, aun cuando a veces la magia arcaica de los Primordiales, hoy olvidada, consiga reducirlos a la impotencia. Ahora descansan, pero algún día, cuando despierten plenamente, se levantarán de nuevo para exigir el tributo que el Gran Cthulhu anhela. Ese día atacarán una ciudad más grande que Innsmouth. Su intención es extenderse por toda la superficie del globo, y para ello cuentan con algo terrible que les ayudará en la lucha. Pero el día aún no había llegado. Yo tenía que cumplir una penitencia por haber provocado la muerte de muchos de sus compañeros de tierra firme, pero el castigo no sería duro. Este fue el sueño en que vi por vez primera a un shoggoth. Al verlo, di un grito espantoso y me desperté. Esa misma mañana comprobé ante el espejo que mi rostro tenía, de manera inconfundible, la pinta de Innsmouth.
Por ahora no me he pegado un tiro como mi tío Douglas. He comprado una pistola y a punto he estado de acabar con mi vida, pero tuve un sueño que me disuadió. Mi horror y mi ansiedad se han ido relajando, y en ocasiones me siento extrañamente atraído por las desconocidas profundidades de la mar. Ya no temo a las regiones submarinas. Cuando estoy dormido oigo y hago cosas más bien raras, y me despierto exaltado, gozoso, sin la menor sombra de temor. Creo que no debo esperar como los demás a que me venga la metamorfosis. Si lo hiciera, probablemente mi padre me encerraría en un sanatorio, como encerraron a mi pobre primo Lawrence. Un futuro prodigioso me aguarda en los abismos, y no tardará. ¡Iä-R'lyeh! ¡Cthulhu fhtagn! ¡Iä! ¡Iä! No, no me pegaré un tiro… ¡Yo no estoy destinado al suicidio!
Urdiré un plan para que pueda escapar mi primo del manicomio y correremos juntos hacia la mágica ciudad de Innsmouth. Nadaremos hasta el arrecife, nos sumergiremos en los negros abismos hasta la ciclópea Y'ha-nthlei, la de las mil columnas. Y allí, en compañía de los Profundos, viviremos por siempre en un mundo de maravilla y de gloria.

 

 

 

Heracles

Heracles

Hijo de Alcmena y de Zeus. Nació en Tebas pero sus ancestros procedían de Argos, tierra que siempre consideró como su patria.

 

Su padre mortal era Anfitrión, el esposo de su madre. Una noche en que Anfitrión se encontraba ausente, Zeus tomando la forma de Anfitrión se unió con Alcmena. De esta unión se concibió a Heracles. Horas más tarde Anfitrión regresó, se unió a Alcmena y juntos concibieron a Íficles, el hermano gemelo de Heracles.

 

Por pertenecer Heracles a la raza argiva y ser su madre descendiente de Perseo, Zeus en una ocasión se jactó de haber engendrado al próximo rey de Argos. Hera irritada por la infidelidad de su esposo, se las arregló para que pronunciase las siguientes palabras, "El niño que va a nacer hoy en una familia que lleva mi sangre será el señor de todos los que habiten en torno a él". Después Hera, aconsejada por Ate, envio a Ilitia para que adelantara el parto de Menipe, esposa de Esténelo, este ultimo también era descendiente de Perseo. Luego Ilitia retrasó cuanto pudo el nacimiento de Heracles, pudiendo éste por fin nacer gracias a la intervención de Galantis.

 

Así que gracias a los manejos de Hera, Euristeo nació antes que su primo Heracles y en virtud al juramento de Zeus, recibió la corona de Argos.

 

Zeus decidido a favorecer a su descendiente, ordenó a Hermes que pusiera al infante en el regazo de Hera, mientras ella dormía, para que este tomase leche de su pecho y se convirtiese en inmortal. La diosa se despertó sobresaltada y un chorro de leche escapó de su pecho formándose con él la Vía Láctea.

 

Como hemos visto, desde su nacimiento Heracles se ganó el odio de la que siempre fue su implacable enemiga, Hera. Cuando el héroe contaba apenas unos meses, la reina del Olimpo envio dos serpientes a la cuna que compartía con su gemelo Íficles. Demostrando una fuerza poco común, Heracles mató a los animales antes de que los gritos de Íficles alertasen a Anfitrión y acudiese a socorrer a los niños.

 

Éurito, le enseñó el manejo del arco; Cascor, le instruyó en las armas; Autólico le entrenó en el arte del pugilato; con Anfitrión aprendio a conducir carros; y Lino le enseñaba música hasta que en un arranque de cólera Heracles lo mató.

 

A los dieciocho años acometió la cacería de un león que asolaba las tierras de Anfitrión y de su vecino el rey Tespio. La cacería duró cincuenta días durante los cuales el héroe se hospedó en la casa de Tespio. Éste tenia cincuenta hijas, noche tras noche el rey las introducía en el lecho de Heracles para obtener descendientes de él. De estas noches nacieron los cincuenta Tespíadas.

 

Cuando regresaba a Tebas después de matar al león, Heracles se topó con unos emisarios de Orcómeno a los que Tebas debía pagar un tributo por una antigua disputa. El héroe les cortó las orejas y la nariz y los envio de regreso a su patria. La respuesta de Ergino, soberano de Orcómeno, no se hizo esperar y pronto apareció con la intención de invadir Tebas. Heracles le derrotó y a partir de aquel momento Orcómeno tuvo que pagar el doble del tributo antes establecido para Tebas. En agradecimiento al servicio prestado a la ciudad, Creonte, rey de Tebas, casó al héroe con Mégara, su hija mayor y a Íficles con su hija pequeña.

 

 

 

Los doce trabajos

 

Hera deseaba que Heracles abandonase Tebas y fuese a Argos para rendir vasallaje a Euristeo. Así que la diosa provocó un acceso de locura al héroe durante el cual asesinó a sus hijos y a los de Íficles. Cuando recuperó la razón repudio a Mégara entregándosela a su sobrino Yolao y partió para encontrar expiación a sus crímenes.

 

Se dirigió a Delfos donde la Pitia le aconsejó que primero se cambiase el nombre. Al nacer nuestro a héroe le pusieron como nombre Alcides, que significa descendiente de Alceo. Fue a partir de este momento y no antes cuando se le llamó Heracles, que significa gloria de Hera. Si no hemos mencionado antes este dato ha sido para no confundir al lector.

 

Después debía encaminarse a Argos y ponerse al servicio de Euristeo. Tras terminar unos trabajos que éste le impondría se consideraría purificado y se le concedería la inmortalidad.

 

Antes de ponerse al servicio de Euristeo, Heracles fue convenientemente equipado por los dioses. Atenea le regaló una túnica, Hefesto una armadura, Hermes una espada, Poseidón caballos y Apolo un arco y unas flechas envenenadas. Aunque los regalos eran magníficos, Heracles generalmente utiliza como toda arma una clava y un arco que se fabricó el mismo y se cubre con la piel de un león.

 

Además del ya mencionado, han llegados hasta nosotros otros motivos por los que Heracles habría aceptado someterse a las pruebas que le imponía Euristieo, un hombre al que consideraba muy inferior a él. Algunas versiones cuentan que lejos de sentir aversión por Euristeo, estos trabajos fueron realizados para demostrar su amor por él, ya que eran amantes. O que con ellas, Heracles pretendía obtener el perdón para su padre que permanecía en el destierro.

 

Por una razón u otra, en este punto comienzan las hazañas que más renombre le han dado a nuestro héroe.

 

1º El león de Nemea

 

Su primer trabajo consistió en dar caza al león de Nemea. Éste era hijo de Ortro y Equidna. Se trababa de una fiera enorme con una piel tan dura que resultaba invulnerable a las armas. Habitaba en la región de Nemea devorando a sus gentes, a los ganados y destrozando las cosechas.

 

Cuando Heracles se dirigía a cazar al león se hospedó en casa de Morloco, después partió hacia la guarida de la fiera. Al principio intentó abatirlo con sus armas, pero no lo consiguió. La morada del animal tenía dos entradas, Heracles lo azuzó hasta que el animal penetró en ella. Después taponó una de las entradas y acorralándolo por la otra lo atrapó y estranguló.

 

Como trofeo le arrancó la piel, con ella se vistió a partir de entonces, ya que esta piel era invulnerable a las armas y al fuego.

 

Acudio a Micenas con su botín, pero Euristeo se asustó tanto al verlo, que le ordenó que en lo sucesivo dejase sus trofeos a las puertas de la ciudad.

 

 

 

2º La hidra de Lerna

 

Acabar con este animal fue el segundo trabajo que le impuso Euristeo. El monstruo era hijo de Tifón y Equidna, fue criado por Hera para se enfrentase con Heracles.

 

Se trataba de una serpiente con innumerables cabezas que se reproducían al ser cortadas y que exhalaban un vaho mortal. Para matar a este monstruo que asolaba la zona, Heracles iba cortando las cabezas del engendro, mientras Yolao quemaba los cuellos cercenados, para que la carne quemada no se pudiese regenerar y producir otra cabeza. Se dice que una de las cabezas era inmortal, por lo que Heracles tras cortarla la sepultó bajo una enorme piedra. Además Hera había enviado un gigantesco cangrejo para ayudar a la hidra. Cuando este mordio el pie del héroe, él lo aplastó de un solo golpe. Con la sangre de la hidra Heracles envenenó sus flechas. Euristeo se negó a contabilizar este trabajo porque el héroe había contado con la ayuda de su sobrino Yolao.

 

 

 

3º El jabalí de Erimanto

 

En esta ocasión Euristeo ordenó al héroe que capturase vivo a un enorme jabalí que devastaba los bosques de Erimanto.

 

Cuando iba en pos del animal, Heracles se hospedó con el centauro Folo y se vio obligado a participar en una refriega con los centauros. Después continuó su búsqueda, persiguió al animal hasta que consiguió agotarle dándole caza en una zona nevada, allí lo ató con cadenas, se lo cargó en los hombros y regresó a Micenas.

 

Euristeo aterrorizado ante la vista del jabalí, corrió a refugiarse en una jarra que tenía para tal fin.

 

 

 

4º La cierva de Cerinia

 

Su cuarto trabajo consistió en apoderarse de una de las cinco ciervas con pezuñas de bronce y cuernos de oro consagradas a Artemisa. Las otras cuatro habían sido capturadas por la diosa y tiraban de su carro, pero ésta última fue ayudada a escapar por Hera para que sirviese de prueba a Heracles.

 

Tan solo tocarla constituía un sacrilegio, por lo que Heracles para no dañarla la persiguió durante un año hasta el país de los Hiperbóreos. Allí consiguió atraparla hiriéndola levemente con una flecha tras lo cual la ató las patas, se la cargó en los hombros y la llevó ante Euristeo.

 

Otra versión, cuenta que era un animal gigantesco que asolaba la zona al que Heracles mató y después consagró su cornamenta en honor a Artemisa Enoatis.

 

 

 

5º Las aves del lago Estínfalo

 

Después Euristeo le mandó expulsar del lago Estínfalo a unas aves con pico, garras y plumas de bronce. Atacaban a los humanos lanzándoles desde el aire sus plumas de bronce. Habían crecido tanto en numero que resultaban una verdadera plaga para los países vecinos.

 

La dificultad consistía, en hacerlas salir del tupido bosque que rodeaba la zona pantanosa de Arcadia donde las aves habitaban. Heracles las hizo salir con ayuda de unas castañuelas que le dio Atenea y que habían sido elaboradas por Hefesto. Cuando las aves levantaron el vuelo fueron abatidas en gran numero por el héroe. Las que se salvaron huyeron hacia el mar Negro, donde más tarde las encontraron los argonautas.

 

Se piensa que estas aves pudieron ser una bandada de ibis que emigraron desde Arabia. Otra versión dice que estas aves eran realmente mujeres, las hijas de un tal Estífalo a las que Heracles mató por negarle hospitalidad.

 

 

 

6º Los establos de Augías

 

Augías poseía un rebaño de animales que ni enfermaban, ni mal parían. Por eso su número era gigantesco. Pero jamás había limpiado sus establos, por lo que el país se veía infectado por un hedor insoportable, además no se podía cultivar debido a la gruesa capa de estiércol que cubría la tierra.

 

Heracles le prometió a Augías limpiar sus establos en un solo día, si a cambio él le daba la décima parte de su ganado o le entregaba parte de su reino según otras versiones.

 

Una vez cerrado el trato, ayudado por de Yolao derribó las paredes de los establos y después desvio las corrientes de los ríos Alfeo y Peneo, que con sus aguas arrastraron el estiércol. Sin embargo Augias se negó a pagarle, por lo que más tarde Heracles le declaró la guerra. Para colmo Euristieo no contabilizó el trabajo arguyendo que había realizado la hazaña para percibir un salario.

 

 

 

7º El toro de Creta

 

El séptimo trabajo que le impuso Euristeo consistía en atrapar vivo al toro de Creta. La mitología lo identifica con dos toros con leyendas distintas. Uno era el toro que había surgido del mar y con el que Pasífae había concebido al Minotauro. Otras versiones, que no aceptan la metamorfosis de Zeus en toro, cuentan que éste fue el toro que llevó a Europa hasta las costas de Creta.

 

Recorría Creta exhalando fuego por las narices y destruyendo todo a su paso. Tras una ardua lucha, Heracles lo apresó y trasladó vivo a Micenas. Euristeo quiso dedicárselo a Hera, pero como la diosa no aceptó la ofrenda, el animal fue puesto en libertad y llegó al Ática, donde Teseo lo encontró en la llanura de Maratón.

 

 

 

8º Las yeguas de Diomedes

 

Para realizar el octavo trabajo Heracles se desplazó hasta Tracia. Las yeguas de Diomedes que tenia que atrapar se llamaban: Podargo (veloz), Lampón (resplandeciente), Janto (alazana) y Deino (terrible).

 

Estos animales se alimentaban de carne humana. Heracles se las arregló para que devoraran a su propio dueño. Después de comer las yeguas se volvieron mansas y el héroe pudo uncirlas al carro de Diomedes y trasladarse de esta manera a Micenas.

 

Otra versión cuenta que Heracles se dirigió a Tracia con un pequeño ejército, y que fue a un tal Abdero al que devoraron los animales, en su honor Heracles fundó una ciudad en las cercanías.

 

 

 

9º El cinturón de Hipólita

 

Para regalárselo a su hija Admete, Euristeo pidió a Heracles que le trajese el cinturón de la reina de las amazonas. Era un cinturón de oro, que Ares le había regalado a su hija Hipólita y que simbolizaba el poder de esta reina sobre las amazonas.

 

La leyenda tiene multitud de variantes, la versión más extendida cuenta como el héroe arribó en el puerto de Temiscira acompañado de otros héroes entre los que se encontraban Yolao, Telamon, Peleo y Teseo. La reina prendada de Heracles accedió a entregarle el cinturón como prenda de amor. Pero Hera metamorfoseada en amazona inició una disputa entre ambos bandos. Heracles creyéndose traicionado, mató a Hipólita.

 

En su camino de regreso Heracles hizo un alto en Mariandino, donde participó en unos juegos fúnebres en honor a Priolao, un hermano del rey Lico. Durante un combate de pugilato mató a Ticia, campeón de la ciudad. Como compensación, libró una serie de batallas contra los enemigos de Lico. Pero apenas el héroe abandonó Mariandino, el rey Ámico les arrebató los terrenos que para ellos había ganado Heracles.

 

Después pasó por Troya, donde liberó a Hesíone de un monstruo al que iba a ser sacrificada. Por la importancia de este episodio, le dedicaremos un apartado propio bajo el nombre de "Heracles en Troya".

 

Por fin Heracles consiguió llegar a Micenas donde entregó el cinturón.

 

 

 

10º Los bueyes de Geríones

 

Geríones era hijo de Crisaor y Calírroe. Tenia tres cabezas, seis brazos y tres cuerpos unidos por la cintura, además se le consideraba el hombre más fuerte del mundo. Poseía en la isla de Eritia, una manada de bueyes rojos que eran pastoreados por un hijo de Ares llamado Euritión y por el perro bicéfalo Ortro, hijo de Tifón y Equidna.

 

Heracles en este trabajo debía robar los bueyes de Geríones. Para llegar a la isla de Eritia obligó a Helios, amenazándole con sus flechas, a que le prestara la copa con la que el dios se trasladaba cada noche de Occidente a Oriente. Una vez en tierra, abatió primero a Ortro y después a Euritión con sus flechas. Menetes, pastor que guardaba los rebaños de Hades, presenció la reyerta y avisó a Geríones de lo acontecido. Éste también cayó bajo las flechas del héroe. Heracles se embarcó de nuevo en la copa, esta vez con los bueyes.

 

Durante este viaje Heracles realizó numerosas hazañas. Construyó las famosas columnas de Hércules, situadas una en el Peñón de Gibraltar y otra en el de Ceuta. Luchó con Monstruos. Fue asaltado por bandidos. En Ligurgia, capitaneados por Ligis, fue atacado por tal numero de indígenas que se quedó sin flechas, Zeus para ayudarle hizo caer una lluvia de piedras. También en Ligurgia tuvo que enfrentarse con los bandidos Alebión y Dércino, que intentaron en vano robarle la manada. En Regio uno de los bueyes huyó y llegó al país de los élimos, donde el rey Érix intentó quedarse con el animal, murió a manos de Heracles mientras Hefesto le cuidaba el resto de la manada. Ya en la ribera helénica, Hera envio unos tábanos que atacaron a los bueyes, enfurecidos se dispersaron por los montes tracios. El héroe se dispuso a buscarles, mientras lo hacia se topó con el río Estrimon que estorbó su camino, por lo que llenó el cauce del río de piedras. A pesar de su empeño solo pudo recuperar parte de los animales.

 

Al llegar a Micenas, Euristeo sacrificó lo que quedaba de la manada en honor a Hera.

 

 

 

11º El can Cérbero

 

Esta fue la empresa más difícil que encomendaron a Heracles. Cérbero era un perro con tres cabezas y cola de serpiente que guardaba la entrada del Hades. El héroe debía llevar al can a Micenas.

 

Para prepararse para este trabajo Heracles tuvo que ser iniciado en los misterios de Eleusis, Museo ejerció de padrino. Antes de bajar al Hades Eumolpo le informó de que el dios de los infiernos le permitiría llevarse al perro si conseguía dominarlo sin ayuda de armas.

 

Acompañado por Atenea y Hermes penetró en el mundo de los muertos. Las almas huían a su paso, solo Meleagro y Medusa le hicieron frente. Hermes le convenció de que no atacase a Medusa, pues solo era un espectro. Con Meleagro estuvo charlando un rato y tan desdichada le pareció su historia, que para compensarlo le prometió casarse con la hermana de este, Deyanira.

 

Después se topó con Teseo, Pirítoo y Ascáfalo. Logró liberar a Teseo y a Ascáfalo pero se le prohibió liberar a Pirítoo. En su recorrido por el Hades observo la sed que padecían los condenados, que solo podía ser saciada con sangre, para remediar su mal mató a varias vacas del rebaño del Hades. A Menetes, un pastor que intentó detenerlo, le rompió las costillas.

 

Por fin llegó a presencia del soberano del Hades, que le concedió permiso para llevarse al animal. Como había prometido, Heracles atrapó al animal con la única ayuda de sus manos y lo llevó a Micenas. Euristeo al verlo corrió aterrorizado a refugiarse en su jarra. No sabiendo que hacer con él Heracles devolvio al perro a su legitimo dueño, que lo restituyó en su puesto.

 

 

 

12º Las manzanas de oro del jardín de las Hespérides

 

En su ultimo trabajo se le encomendó robar las manzanas de oro que nacían de un árbol regalado por Gea, a Hera, con motivo de sus esponsales con Zeus. Estas manzanas áureas proporcionaban la inmortalidad. La diosa había plantado el árbol en un jardín divino que se hallaba en la ladera del monte Atlas. Las Hespérides se encargaban de cuidar el árbol. Para proteger el árbol y vigilar los posibles hurtos de las Hespérides, Hera situó al dragón Ladón junto al árbol.

 

La primera dificultad con la que se topó el héroe fue averiguar dónde se encontraba el famoso jardín. Para ello primero se dirigió hacia Macedonia, donde luchó y venció a Cicno. En Iliria consultó a unas ninfas que le indicaron que solo Nereo podría desvelarle la situación del jardín. Le llevaron ante Nereo y aunque el dios para desasirse del abrazo de Heracles se metamorfoseó de mil maneras diferentes, el héroe no consintió en soltarle mientras no le mostrase el camino que debía seguir. Camino del jardín luchó con Busiris. En Asia mató a Ematión. Y a su paso por el Cáucaso liberó a Prometeo, con el consentimiento de Zeus, matando con una flecha al águila que todas las mañanas le roía el hígado. En agradecimiento Prometeo le aconsejó que no arrancase las manzanas con sus propias manos.

 

Una vez en el jardín de las Hespérides, siguiendo el consejo de Prometeo, le pidió a Atlante que cogiese las manzanas, mientras él sujetaba la bóveda terrestre en lugar del titán. Cuando Atlante tuvo las manzanas, comunicó al héroe, que él mismo llevaría las manzanas a Micenas. Heracles utilizando la astucia, se mostró de acuerdo, pero le pidió al titán que sujetase durante un momento la bóveda mientras el se colocaba una almohada para estar más cómodo. Una vez que el cándido titán tomó de nuevo el peso sobre sus hombros, Heracles cogió las manzanas y echó a correr.

 

Otra versión cuenta que Heracles consiguió las manzanas sin la ayuda de Atlante. Mató o durmió a Ladón y las Hespérides fueron transformadas en árboles.

 

Una vez en Micenas, Euristeo devolvio las manzanas a Hera, que las puso de nuevo en el jardín.

 

 

 

Aventuras en el reino de Ónfale

 

Libre ya del vasallaje hacia Euristeo, nuestro héroe se dirigió a Eucalia donde el rey Éurito había prometido la mano de su hija a quien le venciese a él y a sus hijos en una prueba de arco. Heracles ganó, pero el rey temiendo que se repitiese su acceso de locura, le negó el premio. Ofendido, el héroe prometió vengarse. Al partir, se llevó consigo algunas yeguas del soberano. Ífito, uno de los hijos de Éurito, salió en su busca para recuperar los animales y Heracles lo mató. Entonces el héroe buscó purificación de este asesinato en la corte del rey Neleo, pero este se la denegó. acudió después a Amiclas donde fue purificado del asesinato por el rey Deífobo

 

Una vez purificado, se dirigió al oráculo de Delfos en busca de ayuda para curase de sus accesos de ira. Se le dijo que debía venderse como esclavo durante tres años y entregar el dinero de la venta a la familia de Ífito.

 

Fue vendido por Hermes a la reina de Lidia, Ónfale. En este periodo, Heracles se enfrentó a los cercopes mellizos Pasalo y Acmón, que transformados en moscas le impedían dormir con su incesante zumbido; luchó contra Sileo, que obligaba a los extranjeros a trabajar en sus tierras; arrasó la ciudad de los lidios, cuando éstos comenzaron a saquear el territorio de Ónfale; venció al rey Litierses de Celenes en una competición, en la que el rey decapitaba a los perdedores; junto al rió Safaris, mató a una gigantesca serpiente que atacaba a los sirvientes y a las cosechas de Ónfale. Con esta reina Heracles tuvo a Lamo, a Agelao y a Laomedonte.

 

Transcurrido el tiempo pactado y después de librar las posesiones de la monarca de bandidos y monstruos, la reina lo liberó muy satisfecha de él colmándole de regalos a su partida.

 

 

 

Heracles en Troya

 

Para comprender los acontecimientos posteriores, primero explicaremos que Apolo, Poseidón y Hera en una ocasión se rebelaron contra el poder de Zeus intentando derrocarlo. Debido a este hecho, Apolo y Poseidón fueron castigados por Zeus a trabajar para el rey Laomedonte de Troya.

 

Por encargo del rey, los dos dioses junto con Éaco, construyeron las magnificas murallas que protegían Troya. Una vez finalizado el trabajo, el monarca se negó a pagarles el salario que anteriormente habían convenido, incluso amenazó con cortarles la nariz y los expulsó de sus dominios. Cuando Apolo y Poseidón, una vez terminado el castigo, recobraron sus prerrogativas de dioses, se dispusieron a vengarse. Apolo envio una peste a la ciudad y Poseidón un monstruo marino que atacaba a sus gentes.

 

Mientras retornaba a Micenas para entregar el cinturón de Hipólita, en el noveno trabajo, Heracles pasó por Troya. En ese momento Hesíone, hija de Laomedonte, iba a ser entregada a la voracidad del monstruo marino, para aplacar la ira de los dos dioses. El héroe prometió al desconsolado padre salvar a la muchacha, a cambio de los caballos que un día Zeus le entregó a Laomedonte, como compensación por el rapto de Ganímedes. Una vez muerto el engendro, el rey intentó engañarlo entregándole otros caballos. Heracles se marchó prometiendo vengarse.

 

Una vez terminados los doce trabajos y la servidumbre hacia Ónfale, reunió un ejercito para asaltar Troya. Llevaba a Telamón, rey de Salamida, como lugarteniente. Tomó la ciudad y mató a Laomedonte junto a sus hijos con excepción de Hesíone y de Podarces, el pequeño. Hesíone fue entregada en matrimonio a Telamón y Podarces fue salvado de la esclavitud por su hermana, que lo pidió como regalo de bodas. Desde ese momento el pequeño cambió su nombre de Podarces, a Príamo, nombre con el que luego se ha hecho famoso. Heracles al marcharse, dejó el trono de la ciudad en manos de Príamo.

 

 

 

La Gigantomaquia

 

Durante la lucha de los olímpicos contra los gigantes, el oráculo manifestó que los primeros ganarían la contienda siempre que un mortal fuera su aliado. Así pues, el elegido fue Heracles. Atenea se encargó de llevarlo hasta Flegas, escenario de la batalla. El héroe junto con Apolo hirió a Efialtes en un ojo. Después a travésó con una fecha al cabecilla de los gigantes, Alcioneo, pero éste se levantó con fuerzas renovadas. Advertido por Atenea de que el gigante sacaba su energía de la tierra y que por lo tanto en su tierra no podría vencerle, lo llevó en hombros hasta Beocia donde lo mató. Remató a Porfirión, a quien Zeus ya había alcanzado con su rayo.

 

 

 

La guerra contra Augías

 

Tras limpiar los establos del rey Augías, éste se negó a pagarle el salario convenido y después lo expulsó de la Élide.

 

Para vengarse, Heracles reunió un ejercito formado por arcadios y se lanzó contra la Élide. Pero fue derrotado por los moliónidas, unos sobrinos de Augías llamados Éurito y Ctéato a los que el soberano había situado al frente de su ejercito. En la batalla Ificles fue herido de gravedad y Heracles puesto a la fuga. Más tarde el héroe preparó una emboscada a los moliónidas y los mató. Después organizó otra expedición en la que tomó la ciudad, mató al rey Augías y puso en el trono a Fileo.

 

Tras esta expedición Heracles instituyó los Juegos Olímpicos y construyó en el recinto sagrado de Olimpia un santuario dedicado a Pélope.

 

 

 

La expedición contra Pilos

 

Heracles estaba resentido con el rey de Pilos, Neleo, porque se había negado a purificarle de la muerte de Ífito.

 

Neleo tenía doce hijos, el mayor se llamaba Periclímeno y el pequeño Néstor. Periclímeno había pedido a su padre la expulsión del héroe, mientras que Néstor apoyó su petición de purificación.

 

Heracles atacó la ciudad y mató a Neleo y a todos sus hijos con excepción de Néstor. Lo más relevante de este episodio, es la lucha que el héroe mantuvo con Periclímeno, que como descendiente de Poseidón tenía la facultad de metamorfosearse. Para desaparecer de la vista de Heracles se transformó en una abeja, pero Atenea le avisó de la transmigración y éste le mató.

 

 

 

La guerra contra Esparta

 

En Esparta reinaba Hipocoonte junto a su numerosa prole, los hipocoontidas, que había expulsado del trono a los legítimos herederos Icario y Tindáreo.

 

Encontramos tres posibles motivos para esta empresa. Según unos, Heracles deseaba restituir el trono a Icario y Tindáreo. Otras versiones relatan que se trató de un desquite por la ayuda que Hipocoonte prestó a Neleo. O que con esta guerra vengaba a un familiar suyo llamado Eono, muerto a manos de los Hipocoontidas.

 

Con un ejercito de arcadios y la ayuda del rey Cefeo y sus hijos, Heracles atacó Esparta. En la batalla perecieron Cefeo, sus hijos e Íficles. Heracles fue herido en una mano y curado por Asclepio. A pesar de todo venció y entregó el trono a Tindáreo.

 

Al finalizar esta guerra erigió un templo en honor a Atenea y otro en honor a Hera, para agradecerle no haberle perjudicado en esta ocasión.

 

 

 

Las guerras de Tesalia

 

Heracles abandona el Peloponeso, donde hasta ahora se habían desarrollado sus aventuras y se dirige a Tesalia.

 

Por encargo del rey Egimio, organizó una campaña contra los lapitas. Habían acosado hasta tal punto al soberano, que éste prometió al héroe la tercera parte de su reino si le libraba de ellos. Tras su victoria, Heracles renunció al premio a favor de los heraclidas.

 

Luego emprendió una venganza contra los driopes. Su animadversión contra este pueblo, se debía a que cuando Heracles y Deyanira fueron expulsados de Calidón junto a su hijo Hilo, pidieron comida al rey Tiomante y éste se la negó. Heracles tomó entonces uno de los bueyes del rey y lo sacrificó para comerlo. Llegaron los hombres de Tiomante y se entabló una lucha en la que participó la propia Deyanira, siendo herida en el pecho. Tiomante murió en el enfrentamiento. Cuando Heracles se enfrentó nuevamente a los driopes mató a su nuevo rey, Laógoras.

 

Después Heracles tomó la ciudad de Orminio y mató a su rey Amintor. Según unas versiones, esta campaña la inició el héroe debido a que este rey le negó el paso por su territorio. O quizás porque Heracles había tenido la osadía de solicitar la mano de Astidamía, hija de Amintor, a pesar de estar ya casado con Deyanira. En esta versión de la leyenda, Heracles se llevó como botín a la muchacha y con ella engendró a Ctesipo.

 

 

 

Resurrección de Alcestis

 

Según una de las versiones, cuando Heracles iba en busca de las yeguas de Diomedes, pasó por palacio del rey Admeto justo el día en que Alcestis, la esposa del rey, acababa de morir. Pero el soberano que no deseaba faltar a las leyes de la hospitalidad, le ocultó la desgracia y le festejó como se merecía. Cuando el héroe se enteró de la triste noticia, bajó a la cámara donde se encontraba Alcestis, apresó al genio de la muerte, le obligó a soltar el alma de la reina y así le devolvio la vida.

 

La muerte de Busiris

 

Busiris era el rey de Egipto, para garantizar la prosperidad de su pueblo, anualmente sacrificaba en honor a Zeus a un extranjero. A su paso por Egipto, Heracles fue elegido como víctima propiciatoria. En el momento en el que el rey le iba a clavar el cuchillo ceremonial, el héroe rompió las ligaduras que lo sujetaban al altar y mató a Busiris.

 

Combate con Anteo

 

Anteo era un gigante, hijo de Gea, que habitaba en el istmo de Corinto. Desafiaba a un combate a muerte a los extranjeros que se cruzaban en su camino. Era invencible, pues cuando caía a tierra su madre le insuflaba nuevas energías y se levantaba del suelo como si acabase de comenzar la lid. Cuando Heracles se dio cuenta, lo levantó por los aires y allí lo ahogó.

 

 

 

Deyanira y la muerte de Heracles

 

Tal y como Heracles había prometido a Meleagro en el Hades, se dirigió a Calidón donde cortejó a Deyanira. Deyanira era hija de Dionisio y de Altea, la esposa de Eneo. Eran muchos los pretendientes que llegaban a la corte de Calidón, solicitando al rey Eneo la mano de la hermosa muchacha. Todos se retiraron ante las aspiraciones del dios fluvial Aqueloo y de Heracles. Aqueloo tenía la facultad de aparecer con forma de toro, de serpiente moteada o de hombre con cabeza de toro. Por indicación de Eneo, los pretendientes se enzarzaron en una lucha para conseguir la mano de la muchacha. A pesar de la ventaja que le otorgaban sus transformaciones a Aqueloo, Heracles venció y se casó con la doncella.

 

Ella era muy habilidosa conduciendo carros y una excelente luchadora. Las aventuras en la que aparece Deyanira acompañando y luchando junto al héroe son numerosas. Engendraron a Hilo, a Macaria, a Odites y a Gleno.

 

En una ocasión llegaron a la orilla del río Eveno, donde el centauro Neso se ofreció a transportar a Deyanira al otro lado, a cambio de una pequeña recompensa. Cuando Neso se vio solo con la chica intentó violarla. Sus gritos alertaron a Heracles, que desde el otro lado del río a travésó al centauro con una de sus flechas. Neso arrancó la flecha de su pecho y le dijo Deyanira, "Si mezclas el semen que he derramado en la tierra con la sangre de mi herida, le añades aceite de oliva y untas secretamente la camisa de Heracles con la mezcla, no volverás a tener motivos para quejarte de su infidelidad".

 

Deyanira había soportado siempre con paciencia las frecuentes infidelidades de su esposo, pero cuando Yole se cruzó en el camino del héroe, Deyanira ya no era tan joven. Temiendo que la repudiara, impregnó una camisa que Heracles le había pedido, para realizar un sacrificio en honor a Zeus, con el ungüento que le indicó el centauro Neso.

 

Cuando la camisa entró en contacto con la piel se pegó a ella produciéndole tal dolor, que al intentar arrancársela, con ella se arrancaba la piel dejando al descubierto los huesos. Al descubrir Deyanira lo que había hecho se suicidó.

 

Heracles dispuso sus ultimas voluntades, pidió a su concubina Yole que cuidase de su hijo Hilas y a Hilas que se casase con Yole cuando tuviese edad sufriente. Después subió al monte Eta, donde levantó una enorme pira en la que se encaramó pidiendo a sus criados que la encendiesen. Como ninguno se atrevía, finalmente la encendio Filoctetes, que como compensación recibió el arco y las flechas del héroe. Mientras las carnes mortales se consumían se escuchó un trueno, una nube envolvio la pira y el cuerpo desapareció.

 

Heracles había alcanzado la inmortalidad, una vez en el Olimpo se reconcilió con Hera y le fue entregada Hebe como esposa.

 

En las montañas de la locura

I

 

Me veo obligado a hablar porque los hombres de ciencia se han negado a seguir mi consejo sin saber por qué. Va completamente en contra de mi voluntad exponer las razones que me llevan a oponerme a la proyectada invasión de la Antártica, con su vasta búsqueda de fósiles y la perforación y fusión de antiquísimas capas glaciales. Y me siento tanto menos inclinado a hacerlo porque puede que mis advertencias sean en vano.

 

Es inevitable que se dude de los verdaderos hechos tal como he de revelarlos; no obstante, si suprimiera lo que se tendrá por extravagante e increíble, no quedaría nada. Las fotografías retenidas hasta ahora en mi poder, tanto las normales como las aéreas, contarán en mi favor por ser espantosamente vívidas y gráficas. Pero aun así se dudará de ellas porque la habilidad del falsificador puede conseguir maravillas. Naturalmente, se burlarán de los dibujos a tinta calificándolos de evidentes imposturas, a pesar de que la rareza de su técnica debiera causar a los entendidos sorpresa y perplejidad.

 

A fin de cuentas, he de confiar en el juicio y la autoridad de los escasos científicos destacados que tienen, por una parte, suficiente independencia de criterio como para juzgar mis datos según su propio valor horriblemente convincente o a la luz de ciertos ciclos míticos primordiales en extremo desconcertantes, y, por la otra, la influencia necesaria para disuadir al mundo explorador en general de llevar a cabo cualquier proyecto imprudente y demasiado ambicioso en la región de esas montañas de la locura. Es un triste hecho que hombres relativamente anónimos como yo y mis colegas, relacionados solamente con una pequeña universidad, tenemos escasas probabilidades de influir en cuestiones enormemente extrañas o de naturaleza muy controvertida.

 

También obra en contra nuestra el hecho de no ser, en sentido riguroso, especialistas en los campos en cuestión. Como geólogo, mi propósito al encabezar la expedición de la Universidad de Miskatonic era exclusivamente la de conseguir muestras de rocas y tierra de niveles muy profundos y de diversos lugares del continente antártico, con la ayuda de la notable perforadora ideada por el profesor Frank H. Pabodie de nuestra facultad de ingeniería. No tenía deseo alguno de ser un precursor en ningún otro campo que no fuera ése, pero sí abrigaba la esperanza de que el empleo de esa nueva máquina en distintos puntos de rutas anteriormente exploradas, sacara a relucir material de una especie no conseguida hasta entonces por los métodos normales de extracción.

 

La barrena de Pabodie, como el público sabe ya por nuestros informes, era única y excepcional por su ligereza, su movilidad y sus posibilidades de combinar el principio de la perforadora artesiana con el de la pequeña barrena circular de rocas, de tal forma que permitía taladrar rápidamente estratos de diferente dureza. El cabezal de acero, las barras articuladas, el motor de gasolina, el castillete de perforación desmontable de madera, el equipo para dinamitar, la cordada, la cuchara para extraer la tierra y la tubería desmontable para efectuar taladros de cinco pulgadas de diámetro hasta una profundidad de cinco mil pies, todo ello, junto con los accesorios necesarios, no representaba una carga superior a la que pudieran transportar tres trineos de siete perros. Esto era posible gracias a la ingeniosa aleación de aluminio de que estaban hechas casi todas las piezas metálicas. Cuatro grandes aeroplanos Dornier, construidos expresamente para las grandes alturas de vuelo necesarias en la meseta antártica y dotados de dispositivos suplementarios, ideados por Pabodie, para el calentamiento del combustible y para la rápida puesta en marcha, podían transportar toda nuestra expedición desde una base situada en el limite de la gran barrera de hielo, hasta diversos puntos de tierra adentro, desde los cuales nos bastaría con un número suficiente de perros.

 

Proyectábamos explorar la mayor extensión posible de terreno que nos permitiera la duración de una estación antártica —o más si era absolutamente necesario—, trabajando principalmente en las cordilleras y la meseta situadas al sur del mar de Ross, regiones exploradas en diversa medida por Shackleton, Amundsen, Scott y Byrd. Con frecuentes cambios de campamentos, realizados en aeroplano, y abarcando distancias lo bastante grandes como para ser significativa desde el punto de vista geológico, esperábamos desenterrar una cantidad sin precedentes de material, especialmente de los estratos del período precámbrico, del que tan pocas muestras se habían conseguido en la Antártida. También queríamos reunir el mayor número posible de muestras de rocas fosilíferas, pues la historia de la vida primigenia en este desnudo reino del hielo y de la muerte es de la máxima importancia para nuestro conocimiento del pasado de la Tierra. Es de todos sabido que el continente antártico fue en otros tiempos templado y hasta tropical, que estuvo cubierto de espesa vegetación y fue rico en vida animal, cuyos únicos supervivientes son los líquenes, la fauna marina, los arácnidos y los pingüinos del borde septentrional. Nuestros deseos eran ampliar esa información en cuanto a variedad, exactitud y detalle. Cuando una perforación revelara indicios fosilíferos, agrandaríamos la abertura con explosivos para conseguir muestras de tamaño conveniente y en buen estado.

 

Nuestras perforaciones, de profundidad variable según lo que prometieran las capas superiores de tierra o roca, se limitarían a superficies donde el suelo quedara casi o totalmente al descubierto, las cuales habrían de hallarse inevitablemente en riscos o laderas, pues las tierras más bajas estaban cubiertas por una capa de hielo de una o dos millas de espesor. No podríamos perder el tiempo perforando simplemente capas glaciales, aunque Pabodie había proyectado un plan para introducir electrodos en grupos de perforaciones y fundir así zonas limitadas de hielo con la corriente generada por una dinamo movida por un motor de gasolina. Este proyecto —que no podía realizar una expedición como la nuestra excepto a título de experimento—, es el que piensa llevar a cabo la expedición Starkweather-Moore, a pesar de las advertencias que he hecho desde que regresé del continente antártico.

 

El público tiene conocimiento de la. expedición miskatónica por nuestros frecuentes informes radiotelegráficos enviados al Arkham Advertiser y a la Associated Press así como por los posteriores artículos de Pabodie y míos. Formábamos el equipo expedicionario cuatro profesores de la Universidad: Pabodie; Lake, de la Facultad de Biología; Atwood, de la de Física y también metereólogo, y yo en calidad de geólogo y de jefe nominal de la expedición, además de dieciséis auxiliares: siete estudiantes graduados de la Universidad de Miskatonic y nueve mecánicos especializados. De estos dieciséis, doce eran pilotos de aviación titulados, de los cuales todos menos dos eran también buenos radiotelegrafistas. Ocho dé ellos tenían conocimientos de la navegación con brújula y sextante, al igual que Pabodie, Atwood y yo. Además, naturalmente, nuestros dos barcos —antiguos balleneros de madera, reforzados para resistir el hielo y dotados de vapor auxiliar— contaban con una tripulación completa.

 

La Fundación Nathaniel Derby Pickman, con la ayuda de unas cuantas donaciones especiales, financió la expedición; por tanto, nuestros preparativos fueron extremadamente minuciosos, a pesar de que no existiera gran publicidad. Los perros, los trineos, las máquinas, el equipo necesario para acampar, y las piezas desmontadas de los cinco aeroplanos fueron transportados hasta Boston, donde se cargaron los barcos. Ibamos admirablemente bien equipados para nuestros fines concretos, y en todo lo concerniente a suministros, régimen, transporte y construcción de campamentos, aprovechamos el excelente ejemplo de nuestros numerosos y recientes predecesores, excepcionalmente brillantes. Fue el inusitado número y la fama de estos antecesores lo que hizo que nuestra expedición,. aunque importante, despertara poca atención en el mundo en general.

 

Como informaron los periódicos, nos hicimos a la mar desde el puerto de Boston el 2 de septiembre de 1930 y fuimos navegando apaciblemente costa abajo para atravesar el canal de Panamá y hacer escala en Samoa y en Hobart, Tasmania, donde cargamos las últimas provisiones. Ninguno de los miembros del grupo expedicionario había estado hasta entonces en las regiones polares, por lo cual depositamos nuestra confianza en los capitanes de los buques, J. B. Douglas, que mandaba el bergantin Arkham y la expedición marina, y Georg Thorflnnssen, capitán del Miskatonic navío de tres palos, ambos experimentados balleneros en aguas antárticas.

 

Conforme íbamos dejando atrás el mundo habitado, el sol se hundía más y más bajo en el norte y cada día permanecía más tiempo por encima del horizonte. Cuando alcanzamos los 62 grados de latitud sur, vimos los primeros icebergs —semejantes a mesas de lados verticales— y justo antes de alcanzar el círculo polar antártico, que cruzamos el 20 de octubre con el pintoresco ceremonial habitual, nos vimos bastante perturbados por el hielo. El descenso de la temperatura me molesté considerablemente después de la larga travesía tropical, pero traté de cobrar ánimos para hacer frente a los mayores rigores que se avecinaban. En muchas ocasiones me fascinaron los curiosos efectos atmosféricos; entre ellos un espejismo singularmente vívido, el primero que había visto nunca, en el que los distantes icebergs se convirtieron en cresterías de inimaginables castillos cósmicos.

 

Fuimos abriéndonos camino entre los hielos, que afortunadamente no ocupaban una gran superficie ni estaban densamente aglomerados, hasta llegar de nuevo a una zona de aguas poco heladas a 67 grados de latitud sur y 175 grados de longitud este. En la mañana del 26 de octubre apareció en el sur una ancha faja de tierra, y antes del mediodía sentimos la emoción de ver una gran cadena de elevadas montañas cubiertas de nieve que se abría abarcando la totalidad del paisaje que teníamos ante nosotros. Habíamos llegado al fin a un puesto avanzado del gran continente desconocido y de su misterioso mundo de muerte helada. Aquellos picos eran indudablemente los de la Cordillera del Almirantazgo, descubierta por Ross, y ahora tendríamos que doblar el cabo Adare y bajar costeando Tierra Victoria hasta alcanzar nuestra proyectada base de la ribera de la bahía de McMurdo, al pie del volcán Erebus, situado a 77º 9´ de latitud sur.

 

La última etapa de la travesía fue vívida y estimulante para la fantasía. Grandes picos desnudos, envueltos en el misterio, surgían constantemente hacia el Oeste mientras el bajo sol septentrional del mediodía, o el sol meridional de medianoche, tan bajo que rozaba el horizonte, derramaba sus brumosos rayos rojizos sobre la blanca nieve, el hielo azulado, los cauces de agua y algunos fragmentos negros de la ladera de granito que quedaban al descubierto. A través de las desoladas cimas pasaban furiosas e intermitentes ráfagas de terrible viento antártico,- cuya cadencia hacía pensar a veces, vagamente, en una música salvaje y casi dotada de sensibilidad. Sus flotas recorrían una prolongada escala que, por alguna reacción subconsciente del recuerdo, me parecía inquietante e incluso extrañamente terrible. Algo de aquel paisaje me recordaba las extrañas y perturbadoras pinturas asiáticas de Nicholas Roerich y las descripciones, aún más inquietantes, de la

 

meseta de Leng, de perversa fama, que aparecen en el terrible Necronomicón del árabe loco Abdul Alhazred. Más tarde sentí haber examinado ese monstruoso libro en la biblioteca de la Universidad.

 


El 7 de noviembre, perdida de vista por el momento la cordillera occidental, pasamos ante la Isla de Franklin y a1 día siguiente avistamos los conos de los montes Erebus y Terror de la isla de Ross, con la larga hilera de las montañas de Parry alzándose a lo lejos. Ahora se extendía hacia el Este la línea blanca y baja de la gran barrera de hielo que se elevaba verticalmente hasta una altura de doscientos pies, como los pétreos acantilados de Quebec, marcando el limite de la navegación hacia el Sur.. Por la tarde entramos en la bahía de McMurdo y permanecimos apartados de la costa, a sotavento del humeante monte Erebus. El pico de escorias se recortaba con sus doce mil setecientos pies de altura sobre el cielo del Este como un grabado japonés del sagrado Fujiyama, mientras que más allá se alzaba la cumbre blanca y fantasmal del monte del Terror, de diez mil novecientos pies de altura y ahora extinto como volcán.

 

Desde el Erebus llegaban bocanadas intermitentes de humo y uno de los ayudantes graduados, un muchacho brillante llamado Danforth, señaló lo que parecía ser lava en la ladera nevada y comentó que esta montaña, descubierta en 1840, había inspirado indudablemente la metáfora de Poe cuando éste escribió siete años después:

 


las lavas que derraman sin descanso
sus sulfúreas corrientes por el Yaanek

en las más lejanas regiones del Polo—
que gimen al rodar por las laderas del monte Yaanek
en las tierras del polo boreal.

 


Danforth era un gran aficionado a la lectura de libros excéntricos y me había hablado mucho de Poe. A mí me interesaba este autor por el ambiente antártico de su única narración larga, la del enigmático e inquietante Arthur Gordon Pym. En la costa desnuda y sobre la gran barrera de hielo del fondo, millares de grotescos pingüinos graznaban y agitaban sus aletas, mientras que en el agua se veía un gran número de gruesas focas, o bien nadando, o bien tendidas sobre grandes trozos de hielo a la deriva.

 

Utilizando botes pequeños, logramos desembarcar con dificultad en la isla de Ross poco después de medianoche, en la madrugada del día 9, llevando un cabo de cable de cada barco y preparándonos para descargar el equipo y las provisiones con ayuda de un andarivel. Experimentamos profundas y complejas sensaciones al pisar por primera vez la Antártida, aunque las expediciones de Scott y Shackleton nos habían precedido en ese preciso lugar. El campamento, situado en la costa helada, al pie de la ladera del volcán, era sólo provisional, ya que la base de operaciones continuó a bordo del Arkham. Desembarcamos el equipo de perforación, los perros, los trineos, las tiendas, los bidones de gasolina, el equipo experimental de fusión de hielo, las máquinas de fotografía, tanto normales como aéreas, las piezas de los aeroplanos y demás accesorios, entre ellos tres aparatos portátiles de radio —además de los que irían en los aeroplanos— capaces de comunicar con el equipo más potente del Arkham desde cualquier lugar del continente antártico a que pudiéramos llegar. El equipo del barco, en comunicación con el mundo exterior, transmitiría nuestros informes de prensa a la potente estación del Arkham Advertiser situada en Kingsport Head, Massachusetts. Esperábamos dar fin a nuestra tarea en un solo verano antártico, pero si esto era imposible, invernaríamos en el Arkham y-enviaríamos el Miskatonic al Norte antes de que se cerraran los hielos, en busca de provisiones para otro verano.

 

No es necesario que repita lo que ya ha publicado la prensa acerca de nuestros primeros trabajos: nuestro ascenso al monte Erebus, las perforaciones que llevamos a cabo felizmente en diversos lugares de la isla Ross con el fin de buscar minerales, y la singular velocidad con que las llevó a cabo el aparato de Pabodie, incluso a través de capas de piedra maciza; el ensayo provisional de nuestro reducido equipo de fusión de hielo; la peligrosa ascensión de la gran barrera con trineos y provisiones, y del montaje final de cinco enormes aeroplanos en el campamento situado en lo alto de la barrera. La salud de nuestro grupo de desembarco —veinte hombres y cincuenta y cinco perros de Alaska— era excelente, aunque lo cierto era que aún no habíamos encontrado fríos ni temporales verdaderamente rigurosos. Por lo general, el termómetro oscilaba entre los O grados y los 20 ó 25 Fahrenheit y los inviernos pasados en Nueva Inglaterra ya nos habían acostumbrado a tales inclemencias. El campamento de lo alto de la barrera era semipermanente y estaba destinado a almacenar gasolina, provisiones, dinamita y otros suministros.

 

Sólo eran necesarios cuatro aeroplanos para transportar el equipo de exploración; el quinto lo dejamos a cargo de un piloto y dos hombres de la tripulación, en el depósito, como medio de llegar basta nosotros desde el Arkham en caso de que se perdieran todos los aeroplanos de exploración. Más adelante, cuando utilizáramos todos los demás aeroplanos para el transporte del equipo, destinaríamos uno o dos a establecer una especie de puente aéreo entre el depósito y otra base permanente situada en la gran meseta, entre 600 y 700 millas en dirección sur, más allá del glaciar de Beardmore. A pesar de los informes casi unánimes acerca de los terribles vientos y tempestades que soplaban sobre la meseta, decidimos prescindir de bases intermedias, arriesgándonos así en beneficio de la economía y de una probable eficiencia.

 

Los informes radiotelegráficos hablaron del impresionante vuelo de cuatro horas sin escala que efectuó nuestra flotilla el 21 de noviembre por encima del elevado banco de hielo, con enormes picos alzándose al Oeste mientras ‘los silencios insondables nos devolvían el eco del sonido de nuestros motores. El viento nos molestaron sólo moderadamente y las brújulas radiogonométricas nos ayudaron a atravesar la poca niebla opaca que encontramos. Cuando las imponentes alturas se alzaron ante nosotros, entre 83 y 84 grados de latitud, supimos que habíamos llegado al glaciar Beardmore, el mayor del mundo entre los situados en un valle, y que el mar helado daba ahora paso a una costa adusta y montañosa. Al fin entrábamos en el mundo blanco de los confines meridionales, muerto durante incontables eones. Al mismo tiempo, vimos a lo lejos, hacia el Este, la cumbre del monte Nansen que se elevaba hasta una altura cercana a los quince mil pies La instalación de la base sur. sobre el glaciar, a 860 7´ de latitud y 174º 23’ de longitud este, llevada a cabo con toda felicidad, y los rápidos taladros y minados efectuados en varios puntos durante nuestras excursiones en trineo y breves vuelos en aeroplano, ya han pasado a la historia, así como el duro y feliz ascenso al monte Nansen que llevaron a cabo Pabodie y dos de los estudiantes graduados —Gedney y Carroll— del 13 al 15 de diciembre. Nos hallábamos a unos ocho mil quinientos pies sobre el nivel del mar, y cuando! las perforaciones experimentales revelaron, en ciertos lugares la existencia de tierra firme a una profundidad de sólo doce pies por debajo del hielo y de la nieve, empleamos a menudo el pequeño aparato de fusión taladrando y dinamitando en muchos lugares donde ningún explorador había pensado siquiera en recoger muestras de minerales. Los granitos precámbricos y los ejemplares de arenisca así conseguidos, nos afirmaron en la creencia de que la meseta formaba una base homogénea con la mayor parte del continente que quedaba al oeste, pero era algo distinta de las zonas que quedaban al este, por debajo de la América del Sur, zonas que entonces creíamos que constituían un continente aparte y más pequeño separado del mayor por la unión de los dos mares helados de Ross y Weddell, aunque Byrd ha demostrado posteriormente lo erróneo de tal hipótesis.

 

En algunas de las muestras de arenisca, obtenidas con dinamita y trabajadas a cincel después de que una perforación exploratoria revelara su naturaleza, encontramos algunas marcas y fragmentos de fósiles realmente interesantes, especialmente líquenes, algas, trilobites, crinoideos y algunos moluscos tales como linguellae y gastrópodos, los cuales parecían haber tenido gran importancia en la historia primigenia de aquella región. También descubrimos una extraña marca triangular y estriada, de alrededor de un pie de diámetro máximo, que Lake recompuso con tres fragmentos de pizarra extraídos de una profunda abertura dinamitada. Estos fragmentos procedían de un lugar situado al oeste, cerca de la cordillera de la Reina Alejandra. Lake, como bi6logo, juzgó estas curiosas marcas enormemente interesantes y difíciles de explicar, aunque a mí, en cuanto geólogo, no me parecieron diferentes de algunos efectos ondulados bastante corrientes en las rocas de sedimentación. Dado que la pizarra no es más que una formación metamórfica a la que se ha sumado a presión un estrato sedimentario y dado que esta presión produce extraños efectos deformantes en cualquier marca anteriormente existente, no vi razón para semejante asombro ante aquella huella estriada.

 

El 6 de enero de 1931, Lake, Pabodie, Daniels, los seis estudiantes, cuatro mecánicos y yo, volamos directamente por encima del Polo Sur en dos grandes aeroplanos, viéndonos obligados en una ocasi6n a tomar tierra por un fuerte viento que afortunadamente no se convirtió en un típico vendaval. Como ha dicho la prensa, éste fue uno de los varios vuelos de observaci6n en que tratamos de descubrir nuevas características topográficas en regiones no alcanzadas hasta entonces por anteriores exploraciones. Nuestros primeros vuelos resultaron decepcionantes respecto a esto último, aunque sí nos permitieron contemplar algunos magníficos ejemplos de los engañosos espejismos, enormemente fantásticos, propios de las regiones polares, fenómenos de los que el viaje por mar nos había proporcionado algún indicio. Flotaban en el cielo montañas remotas como ciudades hechizadas y a menudo todo el mundo blanco se diluía en una tierra dorada, plateada y escarlata, tierra de ensueños dunsanianos y prometedora de aventuras bajo la mágica luz de un sol de medianoche. En días nublados nos era bastante difícil volar a causa de la tendencia del cielo y la tierra nevada a fundirse en un místico vacío opalescente, sin horizonte perceptible que señalara la conjunción de uno y otra.

 

Al fin decidimos llevar a cabo nuestro proyecto inicial de volar quinientas millas hacia el Este con los cuatro aviones de exploración y establecer una nueva base auxiliar en un punto que, probablemente, estaría situado en el continente menor o lo que erróneamente juzgábamos como tal. Las muestras geológicas que allí obtuviéramos nos servirían para comparar. Nuestra salud hasta entonces continuaba siendo excelente, pues el zumo de lima compensaba sobradamente el régimen continuo a base de conservas y alimentos salados, y las temperaturas, generalmente superiores a cero, nos permitían prescindir de las pieles más gruesas. Estábamos a mediados de verano, y, si nos apresurábamos, tal vez pudiéramos acabar la tarea para marzo y evitar la tediosa invernada durante la larga noche antártica. Varias tormentas huracanadas arremetían contra nosotros desde el este, pero logramos escapar de ellas ilesos gradas a la habilidad de Atwood para construir hangares rudimentarios y defensas contra el viento con grandes bloques de hielo, y para reforzar con más nieve los principales refugios del campamento. Nuestra eficiencia y buena suerte habían sido casi milagrosas.

 

El mundo sabía de nuestro programa y fue informado también acerca de la tenaz y extraña insistencia de Lake en hacer un viaje de exploración hacia el oeste, o más bien hacía el noroeste, antes de nuestro definitivo traslado a la nueva base. Parece que había cavilado mucho, y con una audacia alarmantemente extrema, sobre la marca triangular y estriada observada en la pizarra, viendo en ella ciertas contradicciones entre su naturaleza y el período geológico a que pertenecía, contradicciones que habían despertado al máximo su curiosidad, por lo que deseaba llevar a cabo perforaciones y voladuras en la región que se extendía hacia occidente y a la que evidentemente pertenecían los fragmentos desenterrados. Estaba extrañamente convencido de que aquellas marcas eran la huella de algún organismo voluminoso, desconocido, inclasificable y de un grado de evolución considerablemente avanzando, a pesar de que la roca donde aparecieron era de tan remotísima antigüedad —cámbrica, si no decididamente precámbrica— que excluía la existencia probable

 

no sólo de toda dase de vida evolucionada, sino de cualquier forma de vida superior a la de una etapa unicelular o a lo sumo de los trilobites. Aquellos fragmentos, con sus extrañas marcas, debían tener una antigüedad de quinientos a mil millones de años.

 


II

 


Supongo que la fantasía popular respondió activamente nuestros boletines radiotelegrafiados acerca de la partida de Lake hacia el noroeste para penetrar en regiones jamás holladas por pies humanos ni imaginadas por el hombre, aunque no mencionamos sus descabelladas esperanzas de revolucionar toda la ciencia biológica y geológicas. Su viaje inicial en trineo con el fin, de llevar a cabo perforaciones, realizado entre el 11 y el 18 de enero con Pabodie y otros cinco y deslucido por la pérdida de dos perros en un vuelco al cruzar uno de los grandes caballones de hielo, habían proporcionado nuevas muestras de pizarra de la era precámbrica y hasta yo me sentí interesado por la singular profusión de marcas evidentemente fósiles en aquel estrato de increíble antigüedad. Esas marcas, sin embargo, respondían a formas de vida muy primitivas y no ofrecían otra paradoja que el hecho de darse en rocas tan claramente precámbricas como aquéllas parecían ser, por eso seguía yo sin encontrar razonable la exigencia de Lake de hacer un paréntesis en nuestro programa, preparado con la intención de ahorrar tiempo. Este paréntesis exigía la utilización de los cuatro aeroplanos, de muchos hombres y de la totalidad del equipo mecánico de la expedición. Finalmente no veté el proyecto, aunque decidí no acompañar al grupo al Noroeste, a pesar. de que Lake me había pedido mi asesoramiento como geólogo. Mientras ellos estuvieran fuera, yo permanecería en la base con Pabodie y cinco hombres más tra zando los planes definitivos para el traslado hacia el Este. Con vistas a este traslado, uno de los aeroplanos había empezado ya a transportar una buena cantidad de gasolina desde la bahía de McMurdo, pero esto podía esperar por el momento. Me reservé un trineo y nueve perros, pues era imprudente quedarse sin ninguna posibilidad de transporte en un mundo totalmente deshabitado y muerto durante muchos eones.

 

La expedición secundaria de Lake al interior de lo desconocido envió, como todos recordarán, varios mensajes utilizando los transmisores de onda corta de los aeroplanos, mensajes que eran captados simultáneamente por nuestros receptores de la base sur y por el Arkham, fondeado en la bahía de McMurdo, los cuales los retransmitían al mundo exterior por longitudes de onda de hacia cincuenta metros. Emprendieron marcha el 22 de enero a las cuatro de la madrugada y el primer mensaje radiado nos llegó sólo dos horas después; en él Lake nos comunicaba que había aterrizado e iniciado una labor de perforación y de fusión del hielo a pequeña escala en un punto situado a trescientas millas de donde nos encontrábamos. Seis horas más tarde un segundo mensaje, muy emocionado, nos hablaba del trabajo frenético, como de castor, con que habían taladrado una perforación, ensanchada luego con dinamita, y que había culminado en el descubrimiento de fragmento de pizarra con varias marcas aproximadamente iguales a las que habían despertado nuestro asombro en un principio.

 

Tres horas después, un breve boletín nos comunicaba la reanudación del vuelo luchando contra un crudo y penetrante temporal, y cuando yo envié un nuevo mensaje de protesta oponiéndome al enfrentamiento con nuevos peligros, Lake contestó secamente que las nuevas muestras justificaban afrontar cualquier riesgo. Comprendí que el entusiasmo casi alcanzaba el límite del amotinamiento y que nada podía hacer por evitar el peligro que pudiera correr ahora el éxito de la expedición, pero me espantó pensar que Lake se fuera aventurando más y más profundamente en aquella blanca y traidora inmensidad llena De tempestades y misterios insondables, que se extendía a largo de unas mil quinientas millas hacia las costas, mitad conocidas, mitad sospechadas, de las tierras de la Reina María y de Knox.

 

A1cabo de otra hora y media aproximadamente nos llegó un mensaje doblemente excitado enviado en vuelo desde el aeroplano de Lake, que casi me hizo cambiar totalmente de opinión y me impulsó a desear haberles acompañado:

 

«10.05 noche. En vuelo. Después tormenta de nieve avistamos cordillera más elevada que todas las vistas hasta ahora. Quizá tan alta como Himalaya teniendo en cuenta altitud meseta. Probablemente a 76º 15’ de latitud y 113º 10’ de longitud este. Se extiende hacia derecha e izquierda hasta donde alcanza la vista. Creo percibir dos conos humeantes. Todos los picos negros y sin nieve. Vendaval que sopla desde ellos impide navegación.»

 

Después de recibir este mensaje, Pabodie, los hombres y yo permanecimos sin respirar junto a la radio. La imagen de aquella titánica muralla montañosa situada a setecientas millas de distancia inflamó nuestro más hondo sentido de la aventura y nos congratulamos de que fuera nuestra expedición, aunque no nosotros personalmente, quien la hubiera descubierto. Al cabo de media hora volvió a llamar Lake:

 

«Aeroplano de Moulton obligado descender en meseta al pie de las montañas, pero no hay heridos y quizá podamos repararlo. Trasladaremos todo lo imprescindible a los otros tres aparatos para regreso o ulteriores vuelos si son necesarios, pero por ahora no necesitamos más expediciones de esta envergadura. Montañas sobrepasan todo lo imaginable. Me dispongo a efectuar vuelo de exploración en aparato de Carroll libre de carga.

 

»Imposible imaginar nada semejante. Los picos más altos deben tener más de 35.000 pies. El Everest no es nada en comparación con esto. Atwood va a calcular altura con teodolito mientras Carroll y yo exploramos. Probablemente nos equivocamos acerca conos, pues formaciones parecen estratificadas. Posiblemente pizarra precámbrica mezclada con otros estratos. Extrañas siluetas en el horizonte con fragmentos de cubos adosados a picos más altos. Todo ello maravilloso a la luz dorada rojiza del sol bajo, como tierra misteriosa vista en sueños o como puerta que da a un prohibido mundo de maravillas jamás contempladas. Me gustaría estuvieran acá para estudiarlo.»

 

Aunque había llegado ya la hora acostumbrada de dormir ninguno de los que estábamos a la escucha pensamos ni por un momento en acostarnos. Lo mismo debía de ocurrir en la bahía de McMurdo, en donde tanto el depósito de materiales como el Arkham recibían también los mensajes, pues el capitán Douglas nos llamó para felicitarnos a todos por el importante descubrimiento y Sherman, el encargado del depósito, se adhirió a la felicitación. Naturalmente, lamentamos lo del aeroplano averiado, pero esperamos que fuera fácilmente reparado. A las 11 de la noche captamos un nuevo mensaje de Lake:

 

«He volado con Carroll sobre las estribaciones más al-tas. No me atrevo a pasar con este tiempo sobre picos verdaderamente elevados, pero lo haré después. Difícil subir y difícil volar a esta altura, pero vale la pena. La gran cordillera es bastante cerrada, lo que impide ver qué hay del otro lado. Principales picos más altos que el Himalaya y muy extraños. La cordillera parece de pizarra precámbrica con claros indicios de otros plegamientos. Equivocado en cuanto a volcanismo. Se extiende en las dos direcciones más allá de lo que alcanza la vista. Limpia de nieve por encima de los veinte mil pies.

 

»Extrañas formaciones en laderas de montañas más altas. Grandes bloques cuadrados y bajos con lados completamente verticales y lineas rectangulares de paredes verticales como los antiguos castillos asiáticos adheridos a las empinadas montañas que aparecen en los cuadros de Roerich. Impresionantes desde lejos. Volamos cerca de algunos y a Carroll le pareció estaban formados por trozos separados más pequeños, pero se trata probablemente de la erosión. La mayor parte de las aristas desmoronadas y redondeadas como si hubiesen estado expuestas a tempestades y cambios climáticos desde hace millones de años.

 

>>Algunas partes, especialmente las superiores, parecen ser de roca de colorido más claro que los estratos discernibles en laderas propiamente dichas, lo que indica que son de origen evidentemente cristalino. Desde más cerca me ven muchas bocas de cuevas, algunas de contornos extrañamente regulares, cuadradas o semicirculares. Debes venir y estudiarlo todo. Creo que he visto una pared asentada verticalmente en lo alto de un pico. La altura oscila entre 30 y 35.000 pies. Volamos a una altitud de 21.500 con un frío endiablado que nos caía hasta los huesos. El viento silba y aúlla a través de las gargantas y entrando y saliendo de las cuevas, pero hasta ahora el vuelo no ha revestido peligro alguno.»

 

A partir de entonces y durante la media hora siguiente Lake desató una riada de comentarios manifestando su intención de escalar algunos de los picos. Le respondí que me reuniría con él tan pronto como pudiera enviar un aeroplano y que Pabodie y yo idearíamos el plan más adecuado para el abastecimiento de gasolina: dónde y cómo concentrar las existencias en vista del cambio de programa de la expedición. Evidentemente, las labores de sondeo de Lake, así como las exploraciones aéreas, exigirían gran cantidad de combustible en la nueva base que tenía intención de establecer al pie de las montañas; y entraba dentro de lo posible que, después de todo, no realizáramos en esta estación el vuelo hacia el este. En relación con esto, llamé al capitán Douglas y le pedí que desembarcara todos los pertrechos que pudiese y los transportase más allá de la barrera con el único tiro de perros que habíamos dejado allí. Lo que teníamos que hacer era establecer una ruta directa que cruzase la región desconocida que separaba el lugar en que se hallaba Lake de la bahía de McMurdo.

 

Lake me llamó más tarde para decirme que había decidido dejar el campamento en el lugar donde se había visto obligado a aterrizar el avión de Moulton, y donde las reparaciones habían progresado algo. La costra de hielo era muy fina y dejaba ver aquí y allá trozos de tierra oscura. Lake pensaba llevar a cabo algunas perforaciones y hacer estallar algunos barrenos en aquel lugar antes de realizar exploraciones en trineo o de emprender ningún ascenso. Me habló de la inefable majestuosidad del panorama y de las extrañas sensaciones que le producía encontrarse al socaire de inmensos y silenciosos picachos que, formando hileras, se disparaban hacia lo alto como un muro que alcanzase el cielo en el confín del mundo. El teodolito de Arwood había fijado la altura de los cinco picos más altos entre los 30.000 y los 34.000 pies. La forma en que el terreno estaba barrido por el viento inquietaba a Lake, pues auguraba la existencia de tremendas borrascas de violencia mucho más inusitada que cualquiera de las que habíamos sufrido hasta la fecha. Su campamento se hallaba a algo más de cinco millas del lugar en que las estribaciones de las montañas se elevaban bruscamente. Casi pude percibir un tono de alarma subconsciente en sus palabras, transmitidas a través de un vacío glacial de setecientas millas, cuando nos pedía que nos diésemos prisa pera acabar lo antes posible la tarea en aquella nueva región. Se disponía a descansar después de un día de trabajo, esfuerzo y resultados sin precedentes.

 

Por la mañana sostuve una conversación tripartita por radio con Lake y el capitán Douglas, que se hallaban en sus respectivas bases, muy lejanas entre sí. Acordamos que uno de los aviones de Lake vendría a mi base a recogernos a Pabodie, a cinco hombres y a mí, y a llevar también toda la gasolina que pudiera. La cuestión del combustible podía aguardar unos días más según lo que decidiéramos acerca de la expedición hacia el este, pues Lake tenía bastante en su campamento para sus inmediatas necesidades de calefacción y perforado. En su momento tendríamos que reabastecer la base del sur, pero si retrasábamos la expedición hacia el este no la utilizaríamos hasta el próximo verano, y entretanto Lake debía enviar un aparato para explorar una ruta directa entre sus nuevas montañas y la bahía de McMurdo.

 

Pabodie y yo nos dispusimos a cerrar nuestra base durante poco o mucho tiempo, según fuese necesario. Si invernábamos en el Antártico, volaríamos probablemente en línea directa desde la base de Lake al Arkham sin regresar a ese lugar. Habíamos reforzado algunas de las tiendas cónicas con bloques de nieve endurecida y ahora decidimos completar el trabajo de crear un poblado permanente. Lake tenía todas las tiendas que podía necesitar aun después de nuestra llegada. Le envié un mensaje radiado diciendo que Pabodie y yo estaríamos preparados para salir hacia ‘el Norte después de un día de trabajo y una noche de descanso.

 

Sin embargo, nuestra tarea no fue muy continua a partir de las 4 de la tarde, pues Lake comenzó a enviar unos mensajes extraordinariamente sorprendentes y muy excitados. Su día de trabajo había comenzado con malos augurios, ya que un vuelo de exploración de las superficies rocosas que quedaban casi al descubierto había revelado una ausencia total de los estratos arcaicos y primigenios que buscaba y que constituían una parte tan considerable de las colosales cumbres que se elevaban a asombrosa distancia del campamento. La mayor parte de las rocas entrevistas eran aparentemente areniscas jurásicas y comanchienses y esquistos pérmicos y triásicos con un afloramiento aquí y allá de un negro brillante que ‘hacia pensar en antracita o carbón esquistoso. Esto desalentó un tanto a Lake, cuya aspiración era descubrir muestras de más de quinientos millones de años. Le resultó patente que para encontrar vetas de pizarra arcaica como aquellas en que había descubierto las extrañas marcas, tendría que realizar una larga expedición en trineo desde las estribaciones a las escarpadas laderas de las gigantescas montañas.

 

No obstante, había decidido efectuar algunas perforaciones allí mismo como parte del programa general de la expedición, por lo que montó la barrena y puso a trabajar en ella a cinco hombres mientras que los demás acababan de instalar el campamento y de reparar el aeroplano averiado. Se eligió para el primer sondeo la roca visible más blanda —una piedra arenisca que se encontraba a un cuarto de milla aproximadamente del campamento—, y la taladradora hizo excelentes progresos sin necesidad de muchos barrenos auxiliares. Fue alrededor de tres horas más tarde, después de la primer explosión auténticamente potente, cuando se oyeron los gritos del equipo de perforación y cuando Gedney —que hacia las veces de capataz— llegó corriendo al campamento con la asombrosa noticia.

 

Habían topado con una caverna. Al poco tiempo de comenzar la perforación la piedra arenisca había sido reemplazada por una yeta de piedra caliza comanchiense, llena de diminutos fósiles de cefalópodos, corales, equinodermos, braquiópodos y, de cuando en cuando, indicios de esponjas silíceas y huesos de vertebrados marinos, procedentes ‘estos últimos con toda probabilidad de teleosteos, tiburones y ganoideos. Esto era ya de por sí suficientemente importante, pues eran los primeros fósiles de vertebrados conseguidos por la expedición; pero cuando poco después el cabezal de la perforadora acabó de taladrar el estrato para llegar a una oquedad, una nueva ola de emoción doblemente intensa se apoderó de los perforadores. Un barreno de buen tamaño había dejado al descubierto el secreto subterráneo; y ahora, allí, a través de un tortuoso agujero de tal vez cinco pies de diámetro por tres de grosor, se abría ante los anhelantes exploradores parte de una oquedad socavada hacia más de cincuenta millones de años por el tenaz discurrir de aguas subterráneas de un desaparecido mundo tropical.

 

El estrato en que se abría la oquedad no tenía más de siete u ocho pies de espesor, pero se extendía indefinidamente en todas direcciones y se respiraba en ella un fresco vientecillo que hacía pensar que pertenecía a un extenso sistema subterráneo. Techo y suelo mostraban abundancia de grandes estalactitas y estalagmitas, algunas de las cuales se unían formando columnas; pero lo más importante de todo era el vasto depósito de conchas y huesos que en algunos lugares casi obstruían el paso. Arrastrados por las aguas desde desconocidas selvas de helechos

 

arborescentes, hongos mesozoicos, bosques de cicaidaceas, palmeras de abanico y angiospermas primitivas del terciario, había en este óseo depósito más ejemplares de especies de animales del cretaceo, del eoceno y de otras ¿pocas que las que hubiera podido contar y dasificar el más sabio paleontólogo en un año. Moluscos, caparazones de crustáceos, peces, anfibios, reptiles, aves y mamíferos primitivos, todos ellos grandes y pequeños, conocidos y desconocidos. No es de asombrar, pues, que Gedney volviera al campamento corriendo y gritando, ni debe maravillar que todos los demás dejaran el trabajo y corrieran desafiando el cortante frío hacia el lugar donde la torreta señalaba el emplazamiento de la recién descubierta entrada a los secretos de la tierra interior y de pasados eones.

 

Cuando Lake hubo satisfecho las primeras punzadas de la curiosidad, garrapateó un mensaje en su cuaderno de notas y encargó al joven Moulton que lo llevara inmediatamente al campamento pára que lo radiaran. Fue aquélla la primera noticia que tuve del descubrimiento, y en ella se hablaba de la identificación de conchas primitivas, de huesos de ganoides y placodermos, de vestigios de laberintodontes y tecodontes, de grandes trozos de cráneos de mesosaurios, vértebras y pedazos de caparazones de dinosaurios, de dientes y huesos de alas de pterodáctilos, de restos de aves primitivas, dientes de tiburón del mioceno, cráneos de aves primitivas y de otros huesos de mamíferos desaparecidos, como los paleoterios, los xifodones, los xifoideos, los eopideos, los oredones y los titatoneros. No había nada que correspondiera a animales

 

tan recientes como el mastodonte, el elefante, el verdadero camello, el ciervo o los animales bovinos, por lo que Lake dedujo que los depósitos más modernos eran del’ oligoceno y que el estrato excavado había permanecido en su actual estado, seco, muerto e inaccesible, durante treinta millones de años por lo menos.

 

Por otra parte, la preponderancia de formas muy tempranas de vida era extraordinariamente curiosa. Aunque la formación de piedra caliza, a la luz de los fósiles que contenía, tan característicos como las ventriculitas, era

 

indiscutiblemente comanchiense y en ningún modo anterior, entre los fragmentos sueltos que se hallaban en la oquedad había una proporción sorprendente de organismos considerados hasta ahora como propios de períodos muy anteriores, entre ellos algunos peces rudimentarios y moluscos y corales que podían clasificarse como pertenecientes a períodos tan remotos como el silúrico superior o el ordoviciense. La inevitable condusión era que en esta parte del mundo había habido un grado de continuidad excepcional entre la vida de hace más de trescientos millones de años y la de hace tan sólo treinta millones. Dilucidar hasta qué punto había persistido esta continuidad después de la era oligocénica, cuando se cerró la caverna, era algo que estaba, desde luego, más allá de cualquier conjetura. En cualquier caso, la llegada del terrible hielo del pleistoceno hace unos quinientos mil años

 

—poco más que ayer en comparación con la antigüedad de aquella caverna— debió de acabar con las formas primitivas de vida que habían logrado sobrevivir más allá del limite general alcanzado por sus congéneres.

 

Lake no se contentó con enviar este primer mensaje, sino que hizo redactar otro boletín y transmitirlo a través de la nieve hasta el campamento antes que Moulton pudiera regresar. Acto seguido, Moulton permaneció junto a la radio en uno de los aeroplanos transmitiéndome a mí —y al Arkham, que transmitía a su vez al mundo exterior— las numerosas aclaraciones que Lake le enviaba empleando una serie de mensajeros. Quienes siguieran aquel asunto en la prensa recordarán la excitación que provocaron en los hombres de ciencia las noticias de aquella tarde, noticias que finalmente haya dado lugar, al cabo de tantos años, a la organización de la Expedición Starkweather-Moore, cuyos propósitos tan ardientemente deseo desalentar. Será mejor que transcriba literalmente los mensajes tal como los envió Lake y como los tradujo nuestro radiotelegrafista, McTighe, de sus notas taquigráficas tomadas a lápiz:

 

«Fowler hace un descubrimiento de la máxima importancia en los fragmentos de piedra arenisca y caliza del

 

barreno. Varias huellas estriadas como las halladas en la pizarra arcaica, demuestran que su fuente sobrevivió desde hace más de seiscientos millones de años hasta el período comanchiense con cambios morfológicos moderados y disminución de su tamaño medio. Las huellas de época comanchiense parecen tan sólo más primitivas o decadentes que las más antiguas. Destaquen importancia descubrimiento en la prensa. Significará para la biología lo que Einstein para las matemáticas y la física. Enlaza con mi labor anterior y amplia sus conclusiones.

 

»Parece indicar, como yo sospechaba, que la Tierra ha sido testigo de un ciclo o varios ciclos de vida orgánica anteriores al que conocemos y que comienza con las células agnostozoicas. Evolucionó y se especializó no más tarde de hace mil millones de años, cuando el planeta era joven y, hasta hacia poco tiempo, inhabitable para cualquier forma de vida o estructura protoplásmica. Surge la pregunta de cuándo, dónde y cómo aconteció tal desarrollo.»

 


* * *

 

«Más tarde. Al examinar ciertos fragmentos de esqueletos de grandes saurios terrestres y acuáticos y de mamífrros primitivos encuentro extrañas ‘heridas o traumatismos locales en la estructura ósea que no cabe achacar a ningún animal predatorio o carnívoro conocido de periódo alguno. Son de dos clases, punciones directas y penetrantes e incisiones más largas y cortantes. Dos o tres casos de huesos limpiamente seccionados. Pocos ejemplares las muestran. He mandado traer linternas eléctricas del campamento. Ampliaré la zona exploratoria subterránea cortando estalactitas.»

 


* * *

 

 

 

«Aun más tarde. Hemos encontrado extraño fragmentos de esteatita de unas seis pulgadas de ancho y de pulgada y media de espesor completamente diferente de toda

 

formación local visible. Es verduzca, sin características que permitan determinar su antigüedad. Posee una curiosa tersura y regularidad. Tiene forma de estrella de cinco puntas con los vértices rotos y muestras de hendiduras en ángulos interiores y en el centro de la superficie. Pequeña depresión en el centro de ‘la superficie lisa. Despierta gran curiosidad acerca de su origen y erosión. Probablemente algún capricho inusitado de la acción del agua. Con el ampliador, Carroll cree que puede ver marcas adicionales de importancia geológica. Grupos de puntos diminutos formando unos esquemas regulares. Los perros cada vez más inquietos mientras trabajamos y parecen aborrecer esta esteatita. Tengo que investigar si tiene olor especial. Informaré nuevamente cuando’ Milís regrese con las linternas y podamos comenzar con la zona subterránea.»

 


* * *

 

«10,15 noche. Descubrimiento importante. Orrendorf y Watkins, cuando trabajaban con luz bajo tierra a las 9,45, encontraron monstruoso fósil en forma de barril de naturaleza completamente desconocida; probablemente vegetal, a no ser qué se trate de un ejemplar hiperdesarrollado de radiado marino desconocido. Los tejidos se han conservado evidentemente por la acción de sales minerales. Duro como el cuero, pero con asombrosa flexibilidad en algunas partes. Huellas de partes rotas en los extremos y en torno a los costados. Mide seis pies de longitud y tres pies y cinco décimas de diámetro central que disminuye hasta un pie de diámetro en cada punta. Semejante a un barril con cinco protuberancias abultadas en lugar de duelas. Rupturas laterales como tallos más bien finos a la mitad de estas protuberancias. En los surcos entre los abultamientos hay curiosas excrecencias

 

—grandes crestas o alas que se pliegan y despliegan como abanicos. Todas están muy deterioradas, menos una, que alcanza casi siete pies una vez extendida. Su construcción

 

recuerda a ciertos monstruos de los mitos primigenios, especialmente a los Primordiales del Necronomicón.

 

»Las alas parecen ser membranosas, extendidas sobre una armadura de tubos glandulares. Se perciben diminutos orificios en la armadura de las puntas de las alas. Extremos del cuerpo resecos; no dan indicios acerca del interior o de qué es lo que se ha roto allí. Tengo que diseccionar cuando regrese al campamento. No puedo decidir si es vegetal o animal. Muchas de sus características son evidentemente de un primitivismo casi inconcebible. He puesto a todos los hombres a cortar estalactitas y a buscar más ejemplares. Hemos encontrado más huesos con marcas, pero éstos tendrán que aguardar. Tenemos dificultades con los perros. No pueden soportar la presencia del nuevo ejemplar y probablemente lo destrozarían si no los mantuviéramos a distancia de él.»

 


* * *

 

 

 

«11,30 noche. Atención, Dyer, Pabodie, Douglas. Asunto de la mayor importancia —yo diría que trascendente—. Arkham debe retransmitir a la Estación de Kingsport Head inmediatamente. Extraña forma semejante a barril es el objeto arcaico que dejó las huellas en las rocas. Mills, Boudreau y Fowler han encontrado un núcleo de otras trece en punto subterráneo a cuarenta pies de la entrada. Mezclados con trozos de esteatita curiosamente redondeados y configurados, más pequeños que el encontracio anteriormente, con forma de estrella pero sin señales ks de rotura excepto en algunas de las puntas.

 

»De las muestras orgánicas, ocho parecen en perfecto estado y con todos los apéndices. Las hemos sacado todas a la superficie después de alejar a los perros. No pueden soportar su presencia. Atención a la descripción y repetídnosla para confirmar. Los periódicos tienen que transcribirla exactamente.

 

»Los objetos tienen una longitud total de ocho pies. El torso, en forma de barril, con cinco protuberancias, ~ide seis pies de longitud, tres pies y cinco décimas de diámetro central y un pie de diámetro en los extremos. Gris oscuro, flexibles y extraordinariamente duros. Alas membranosas de siete pies de longitud y del mismo color, que encontramos plegadas, salen de los surcos entre las protuberancias. La estructura de las alas es tubular o glandular, de un color gris más claro, con orificios en las puntas. Las alas extendidas tienen los bordes serrados. En torno al ecuador, en el centro de cada una de las cinco protuberancias verticales semejantes a duelas de barril, hay un sistema de brazos o tentáculos gris claro y flexibles, que encontramos fuertemente plegados contra el torso, pero se pueden extender hasta una longitud máxima de más de tres pies. Se asemejan a los brazos de los crinoideos primitivos. Tallos sencillos de tres pulgadas de diámetro se ramifican a una distancia de unas seis pulgadas en otros cinco tallos, cada uno de los cuales se subdivide al cabo de ocho pulgadas en pequeños tentáculos o zarcillos ahusados que dan a cada tallo un total de veinticinco tentáculos.

 

»En la parte superior del torso un cuello romo, bulboso, de color gris claro con indicios de algo que se asemeja a branquias, sostiene lo que parece ser una cabeza amarillenta con forma de estrella de mar cubierta por pelillos o cilios muy recios de varios colores elementales.

 

»La cabeza, gruesa y como hinchada, mide unos dos pies de un extremo al otro con tubos amarillentos y flexibles de unas tres pulgadas que salen de cada punta. Hendidura en el centro exacto de la parte superior, probablemente un orificio de respiración. En el extremo de cada uno de los tubos, abultamiento esférico en donde la membrana amarillenta se repliega al tocarla, dejando ver un globo vidrioso irisado y rojizo, evidentemente un ojo.

 

»Cinco tubos rojizos algo más largos salen de los ángulos internos de la cabeza estrellada y terminan en partes hinchadas del mismo color, semejantes a bolsas que, al apretarlas, se abren y muestran orificios con forma de campana de dos pulgadas de diámetro como máximo recubiertos de salientes afilados, blancos y semejantes a dientes --probablemente bocas—. Todos estos tubos, cilios y puntas de la cabeza estrellada los encontramos firmemente plegados, con los tubos y las puntas fuertemente adheridos al cuello bulboso y al torso. La flexibilidad es sorprendente a pesar de la extraordinaria dureza.

 

»En la parte inferior del torso hay una reproducción más primitiva de la cabeza con funciones distintas. Un falso cuello bulboso de color gris claro, sin branquias rudimentarias, sujeta una estructura verdosa en forma de estrella de mar de cinco puntas.

 

»Brazos recios y musculados, de cuatro pies de largo y de grosor en disminución a partir de un diámetro de siete pulgadas en la base hasta dos y cinco décimas en los extremos. Adherida a la punta de cada brazo hay una pequeña terminación triangular membranosa, con finas venas, de una longitud de ocho pulgadas y una anchura de seis en el extremo final. Esta es la membrana, la aleta o seudopata que dejó huellas en rocas con una antigüedad de entre mil millones y cincuenta o sesenta millones de años.

 

»De los ángulos internos de las formas estrelladas salen tubos de dos pies que van disminuyendo de grosor desde un diámetro de tres pulgadas en la base a una tercera parte de ese diámetro en el extremo. Tienen orificios en las puntas. Todas estas partes son correosas y de enorme dureza, pero extremadamente flexibles. Brazos de cuatro pies de longitud con membranas interdigitales empleadas indudablemente para moverse en el agua o en otro medio. Cuando se mueven, muestran lo que parece ser una excesiva musculatura. Tal como los encontramos, estaban todos fuertemente plegados sobre el falso cuello y el final del torso, al igual que sus correspondientes proyecciones del extremo opuesto.

 

»No puedo decir todavía con toda certeza si pertenecen al reino animal o vegetal, pero las probabilidades están ahora a favor de su animalidad. Probablemente representan una evolución increíblemente avanzada de los radiados, sin pérdida de algunas de sus primitivas características. El parecido con los equinodermos es indiscutible, a pesar de la contradictoria morfología de algunas de las partes.

 

»La estructura alada causa perplejidad en vista del probable hábitat marino, pero puede que fuera utilizada para la navegación acuática. La simetría es curiosamente vege-. tal y recuerda la estructura esencial, propia de los vegetales, de una parte superior y una parte inferior, en lugar de la estructura animal de una parte anterior y otra posterior. Fecha fabulosamente temprana de la evolución, anterior a la de los protozoos más sencillos conocidos hasta ahora, impide cualquier clase de conjetura acerca de su origen.

 

»Los ejemplares completos tienen una semejanza tan impresionante con ciertos seres de los mitos primigenios que resulta inevitable pensar en su existencia milenaria fuera de la Antártida. Dyer y Pabodie han leído el Necronomicón y han visto las pinturas de pesadilla de Clark Ashton Smith basadas en el texto, y comprenderán lo que quiero decir si ‘hablo de ‘los Primordiales, supuestos creadores de la vida terrestre como broma o por error. Los estudios siempre han juzgado dicha concepción como resultado de una interpretadón imaginativa y morbosa de muy antiguos radiados tropicales. Semejantes también a formas del folklore prehistórico de que ha hablado Wilmarth: apéndices del culto de Cthulhu, etc.

 

»Se ha abierto un vasto campo de estudio. Depósitos probablemente del Cretáceo tardío o del temprano Eoceno, a juzgar por los ejemplares hallados con ellos. Estalagmitas inmensas depositadas sobre ellos. Cortarlas ha sido trabajo difícil, pero la dureza de los ejemplares ha evitado daños. Estado de conservación milagroso, evidentemente por efecto de la piedra caliza. No hemos hallado más por el momento, pero reanudaremos la búsqueda más tarde. Lo difícil ahora es ‘llevar catorce enormes ejemplares al campamento sin los perros, que ladran frenéticamente y no se ‘les puede dejar cerca de ellos.

 

»Con nueve hombres —hemos dejado tres para vigilar a los perros— podremos manejar los tres trineos bastante bien, aunque el viento es fuerte. Tenemos que establecer comunicación aérea con bahía de McMurdo y comenzar a enviar material. Pero he de hacer disección de uno de estos seres antes de enviar los demás. Ojalá tuviera aquí un verdadero laboratorio. Dyer debiera darse de bofetadas por tratar de impedir mi excursión al Oeste. Primero las montañas mayores del mundo y luego esto. Si no es la culminación de la expedición, no sé que podrá serlo. Hemos triunfado científicamente. Felicito a Pabodie por la taladradora que abrió la caverna. ¿Ahora puede el Arkham repetir la descripción, por favor?»

 

Lo que Pabodie y yo experimentamos al recibir este informe es indescriptible, y no le fue a la zaga el entusiasmo de nuestros compañeros. McTighe, que había traducido apresuradamente los pasajes principales según se iban recibiendo, escribió ahora todo el mensaje traduciéndolo de ‘la versión original en taquigrafía y lenguaje telegráfico tan pronto como cerró la emisora de Lake. Todos se daban cuenta del significado de aquel descubrimiento que hacía ¿poca, y yo envié mi felicitación a Lake tan pronto como el radio del Arkham repitió la descripción como se le había pedido, siguiendo mi ejemplo Sherman, desde su campamento en el depósito de la bahía de McMurdo, y el capitán Douglas del Arkham. Más tarde, como jefe de la expedición, añadí algunos comentarios para que se transmitieran desde el Arkham al mundo exterior. Naturalmente, era absurdo pensar en dormir en medio de tantas emociones, y mi único deseo era llegar al campamento de Lake lo antes posible. Fue una gran decepción cuando me mandó decir que una creciente tempestad de viento que soplaba de las montañas hacía imposible volar por el momento.

 

Pero al cabo de una hora y media volvió a aumentar el interés desvaneciendo la desilusión. Nuevos mensajes de Lake hablaban del feliz traslado de catorce de los grandes ejemplares al campamento. La tarea había sido dura, pues aquellas «cosas» tenían un peso sorprendente, pero entre nueve hombres habían logrado hacerlo muy limpiamente. A la sazón, parte de los que formaban el grupo estaban construyendo apresuradamente con vallas de nieve, y a segura distancia del campamento, un cercado al que pu4ieran llevarse los perros para facilitar su alimentación. Los ejemplares quedaron tendidos sobre la nieve endurecida cerca del campamento, excepto uno con que Lake estaba realizando burdos ensayos de disección.

 

Esta disección parecía ser tarea más ardua de lo que se había supuesto, pues a pesar del calor que proporcionaba una estufa de gasolina en la tienda-laboratorio recién armada, los tejidos engañosamente flexibles del ejemplar elegido —robusto e intacto— no perdieron nada de su correosa dureza. Lake no acertaba con el modo de hacer las necesarias incisiones sin recurrir a una fuerza bruta que podría alterar los detalles estructurales que buscaba. Es cierto que disponía de otros siete ejemplares en perfecto estado, pero eran demasiado pocos para utilizarlos imprudentemente, a no ser que la caverna suministrara más tarde una cantidad ilimitada de ellos. Por esta razón sacó el ejemplar en que trabajaba y entró a rastras otro, que, aunque conservaba trazas de las formas de estrella de mar en sus dos extremos, estaba aplastado de mala manera y deformado en parte a lo largo de uno de los dos grandes surcos del torso.

 

Los resultados, rápidamente comunicados por radio, fueron desconcertantes y decididamente estimulantes. Era imposible realizar una disección escrupulosa o exacta con unos instrumentos casi incapaces de cortar aquellos anómalos tejidos, pero lo poco que se consiguió nos dejó asombrados y estupefactos. La biología vigente tenía ahora que revisarse enteramente, pues aquello no era producto de ninguna clase de evolución celular de que la ciencia tuviera conocimiento. Apenas había habido sustitución mineral, y a pesar de una antigüedad tal vez de cuarenta millones de años, los órganos internos estaban completamente intactos. Aquella calidad correosa, resistente al deterioro y casi indestructible, era un atributo inherente a la organización de aquel ser y pertenecía a algún ciclo paleógeno de evolución invertebrada que trascendía nuestra capacidad de especulación. Al principio, todo lo que Lake encontró estaba seco, pero a medida que el calor de la tienda dejó sentir sus efectos de fusión. encontró una cierta humedad orgánica de penetrante y desagradable olor hacia la parte no dañada del ser. No era sangre, sino un espeso flujo de color verde oscuro que al parecer hacía sus veces. Para cuando Lake llegó a este punto de su investigación, los 37 perros estaban ya en el cercado, todavía sin terminar, e incluso a esa distancia, ladraban furiosamente y mostraban gran inquietud ante aquel olor acre y penetrante.

 

Lejos de ayudarnos a clasificar al extraño ser, esa disección provisional no hizo sino aumentar su misterio. Todas las suposiciones acerca de sus miembros externos resultaron acertadas, y en vista de ellas difícilmente podía dudarse de clasificar aquello como animal; pero el examen interno mostró tantas características vegetales que Lake quedó. sumido en un mar de confusiones. Tenía sistema digestivo y circulatorio y evacuaba los residuos naturales por los tubos rojizos de la base en forma de estrella. Tras un examen rápido, se diría que su sistema respiratorio eliminaba oxígeno más bien que bióxido de carbono, y se percibían extraños indicios de cámaras de almacenamiento de aire y métodos de cambiar la respiración de los orificios externos a, por lo menos, otros dos sistemas de respiración completamente desarrollados, uno de branquias y otro de poros. Se trataba claramente de un anfibio y estaba probablemente adaptado también para sobrevivir durante largos períodos de hibernación sin aire. Parecían existir órganos vocales conectados con el principal sistema respiratorio, pero éstos presentaban anomalías insolubles por el momento. El habla articulada, en el sentido de pronunciación silábica, apenas resultaba concebible, pero era muy probable que pudieran emitir notas musicales como silbidos de una amplia escala. El sistema muscular estaba desarrollado casi prematuramente.

 

El sistema nervioso era tan complejo y se encontraba tan desarrollado que dejó atónito a Lake. Aunque excesivamente primitivo y arcaico en algunas de sus características, el ser poseía un conjunto de centros ganglionares y conjuntivos que suponían un desarrollo enormemente es pecializado. El cerebro, de cinco lóbulos, mostraba una evolución sorprendentemente avanzada y se percibían indicios de un equipo sensorial servido en parte por las cilias, semejantes a alambres, de la cabeza, lo que suponía la existencia de factores ajenos a cualquier otro organismo terrestre. Probablemente poseía más de cinco sentidos, por lo que sus hábitos no podían deducirse por analogía. Lake supuso que debió tratarse de un ser de fina sensibilidad y funciones delicadamente diferenciadas en su mundo primigenio —algo muy semejante a las hormigas y las abejas actuales—. Se reproducía como las plantas criptógamas, especialmente las pteridófitas, tenía cavidades de esporas en las puntas de las alas y crecía evidentemente de un tallo o de un gametófito.

 

Pero darle un nombre concreto en aquella fase era una pura ‘locura. Parecía un radiado, pero evidentemente era algo más. Era vegetal en parte, pero poseía tres cuartas partes de las características esenciales de la estructura animal. Su contorno simétrico y ciertas otras características indicaban claramente un origen marino, pero no se podía determinar con exactitud el limite de sus posteriores adaptaciones. Las alas, después de todo, sugerían constantemente que se trataba de un ser volador. Cómo pudo sufrir una evolución tan tremendamente compleja en una tierra recién nacida a tiempo de dejar huellas en rocas arcaicas resultaba tan inconcebible que llevó a Lake a recordar los mitos primigenios de aquellos «Ancianos» que bajaron de las estrellas y crearon la vida en la tierra por travesura o por error, y las caprichosas consejas acerca de unos seres cósmicos, que, llegados del exterior, habitaron las montañas, contadas por un colega folklorista del Departamento de literatura inglesa de la Universidad de Miskatonic.

 

Naturalmente, consideró la posibilidad de que las huellas precámbricas se debieran a un antepasado menos evolucionado de los actuales ejemplares, pero descartó rápidamente esta teoría demasiado sencilla cuando consideró las avanzadas características estructurales de los fósiles más antiguos. Si algo mostraban los más modernos era decadencia, más que una mayor evolución. El tamaño de las pseudopatas había disminuido y toda la morfología parecía más primitiva y simplificada. Además, los órganos y

 

nervios recién examinados sugerían un peregrino proceso de regresión a partir de formas todavía más complejas. En total, poco se podía decir que había quedado resuelto. Lake volvió a la mitología en busca de un nombre provisional, y denominó jocosamente «Los Primordiales» a los seres que había encontrado.

 

A eso de las dos y media de la madrugada, luego de decidir dejar para el día siguiente la continuación de su trabajo y tratar de tener algún descanso, cubrió el disecado organismo con un lienzo embreado, salió de la tienda-laboratorio y estudió los ejemplares intactos con renovado interés. El incesante sol antártico había comenzado a reblandecer ligeramente sus tejidos, de modo que las puntas de la cabeza y los tubos de dos o tres de ellos mostraban señales de desplegarse, aunque Lake pensó que no había peligro de corrupción inmediata en aquel ambiente a menos de cero grados. Pero si juntó todos los ejemplares no di-secados y los cubrió con la lona de una tienda de repuesto para protegerlos de los rayos solares directos. Eso contribuiría también a que los posibles efluvios no llegaran hasta los perros, cuyo hostil desasosiego estaba empezando a convertirse en problema incluso a la considerable distancia a que se hallaban, al otro ‘lado de una cerca de nieve que un equipo reforzado de hombres estaba apresurándose a ‘alzar en torno a la improvisada perrera. Tuvo que sujetar las esquinas de la lona con grandes bloques de nieve prensada para que no se moviera a pesar del vendaval que se estaba levantando, pues las titánicas montañas parecían prepararse a lanzar bocanadas de viento enormemente fuertes. Revivieron los temores a los temporales antárticos, y bajo la supervisión de Atwood se tomaron precauciones para resguardar con nieve las tiendas, el nuevo cercado de los perros y los toscos cobertizos de los aeroplanos al socaire de las montañas. Estos cobertizos, que habían comenzado a levantar en momentos perdidos con bloques de nieve endurecida, no tenían ni con mucho la debida altura, y Lake acabó por apartar a todos los hombres de otras tareas y ponerlos a trabajar en las defensas.

 

Eran las cuatro pasadas cuando Lake se dispuso a dejar de transmitir y nos aconsejó que nos retiráramos a descansar, como lo harían él y su gente tan pronto como ‘las defensas fueran un poco más altas. Mantuvo una conversación amistosa con Pabodie a través del aire, y reiteró su alabanza de las maravillosas barrenas que le habían ayudado a hacer el descubrimiento. Atwood también transmitió saludos y elogios. Yo felicité a Lake efusivamente y reconocí que tuvo razón al insistir en ‘hacer la excursión hacia el Oeste, y, finalmente, todos acordamos ponernos al habla por radio a las diez de la mañana siguiente si la tempestad había amainado; Lake enviaría un aeroplano para recoger al grupo de mi base. Justo antes de acostarme envié un mensaje final al Arkham con instrucciones de que rebajaran el tono de las noticias del día para el consumo del mundo exterior, pues dar todos los detalles me parecía que podía levantar una ola de incredulidad hasta que fueran comprobados.

 

 

 

III

 


Imagino que ninguno de nosotros durmió muy profundamente ni de forma continuada aquella madrugada. Lo impedían, de una parte, la excitación que nos había producido la noticia del descubrimiento de Lake y, de otra, la creciente furia del vendaval. Soplaba de un modo tan salvaje, aun donde nosotros estábamos, que no pudimos por menos de pensar cómo lo estarían pasando en el campamento de Lake, situado justamente bajo los inmensos picos desconocidos, donde nacía y se desataba el viento. McTighe ya estaba en pie a las diez intentando oír a Lake por radio, según habíamos convenido, pero alguna perturbación eléctrica que había en el aire agitado, hacia el Oeste, parecía impedir la comunicación. Si pudimos, en cambio, ponernos al habla con el Arkham, y Douglas me dijo que también había tratado en vano de establecer contacto con Lake. Douglas no sabía de la tempestad, pues

 

en la bahía de McMurdo soplaba poco viento a pesar de su insistente fiereza en donde nos hallábamos.

 

Nos pasamos el día escuchando con ansiedad y tratando de enlazar con Lake, pero siempre sin resultado. Hacia mediodía el viento sopló enloquecido desde el Oeste y nos hizo temer por la seguridad de nuestro campamento; pero acabó amainando casi totalmente, sin más que una moderada recaída a las dos de la tarde. Después de las tres la calma era absoluta y redoblamos nuestros esfuerzos para comunicarnos con Lake. Pensábamos que por tener cuatro aeroplanos, dotados cada uno de un excelente equipo de onda corta, era improbable que un accidente ordinario pudiera haber inutilizado simultáneamente todos los aparatos. Pero lo cierto era que continuaba el silencio total, y cuando pensábamos en la fuerza delirante que el viento debía haber alcanzado en su campamento no podíamos alejar de nuestra imaginación los más ominosos presagios.

 

Para las seis nuestros temores eran ya más vivos y concreto, y después de consultar por radio con Douglas y Thorfinnssen, decidí tomar las medidas necesarias para realizar una investigación. El quinto aeroplano, el que hablamos dejado en el depósito de la bahía de McMurdo con Sherman y dos marineros, estaba en buenas condiciones y listo para su empleo inmediatamente; parecía haberse presentado la emergencia para la cual lo habíamos reservado. Llamé a Sherman por radio y le ordené que acudiera con el aeroplano y los dos marineros a la base Sur tan pronto como pudiera, pues las condiciones meteorológicas parecían ser muy propicias. Hablamos luego del personal que realizaría la investigación, y decidimos incluir a todos los hombres, llevando además el trineo y los perros que yo había conservado. Aunque muy considerable, la carga no sería excesiva para uno de aquellos enormes aeroplanos que habían sido construidos, según nuestras instrucciones, para el transporte de maquinaria pesada. De cuando en cuando volví a tratar de comunicarme con Lake, pero todo fue en vano.

 

Sherman, con los marineros Gunnarsson y Larsen, despegó a las siete y media e informó desde varios puntos del recorrido que las condiciones de vuelo eran buenas. Llegaron a nuestra base a medianoche, y todos procedimos inmediatamente a discutir qué haríamos a continuación. Era arriesgado volar sobre la Antártida con un solo aparato y sin contar con una línea de bases de apoyo, pero ninguno vaciló ante lo que parecía ser un caso de absoluta necesidad. Nos retiramos a las dos para descansar brevemente después de realizadas las operaciones preliminares de carga, pero cuatro horas más tarde ya estábamos otra vez en pie para terminar de cargar el aeroplano y empaquetar el resto de las cosas.

 

A las siete y cuarto de la mañana del 25 de enero iniciamos el vuelo hacia el noroeste con McTighe como piloto, más diez hombres, siete perros, un trineo, provisión de víveres y combustible, y algunas otras cosas, entre ellas la radio del aeroplano. La atmósfera estaba clara y casi en calma, y la temperatura era relativamente suave. Calculamos que encontraríamos pocas dificultades para llegar a la latitud y longitud que Lake nos había dado como coordenadas de su campamento. Nos horrorizaba pensar en lo que pudiéramos encontrar, o no encontrar, al final del viaje, pues el silencio seguía siendo la única respuesta a nuestras insistentes llamadas al campamento Guardo indeleblemente grabados en la memoria todos los incidentes de aquel vuelo de cuatro horas y media, por tratarse de un momento crucial en mi vida, que marca la pérdida, a mis cincuenta y cuatro años, de toda la paz y equilibrio mental resultantes de la aceptación de un concepto habitual de la naturaleza y de sus leyes. A partir de entonces, los diez —pero sobre todo un estudiante, Danforth, y yo— íbamos a enfrentarnos con un mundo espantosamente ampliado de horrores en acecho que nada puede borrar de nuestra memoria, y que si pudiéramos nos abstendríamos de compartir con la humanidad en general. Los periódicos han publicado los boletines que enviamos desde el aeroplano en vuelo y que describían nuestro viaje sin escalas, las dos luchas que mantuvimos con traidores vendavales en la atmósfera superior, nuestra visión de la superficie rota donde Lake había hundido tres días antes la perforadora a mitad de su viaje, y cómo encontramos un grupo de esos extraños cilindros algodonosos de nieve, observados por Amundsen y Byrd, y que el viento hacia rodar sobre interminables leguas de la helada meseta. Pero llegó la hora en la que no pudimos expresar nuestras sensaciones con palabras que la prensa hubiera podido entender, y otro momento posterior en el que tuvimos que adoptar una verdadera norma de estricta censura.

 

Larsen, uno de los marineros, fue el primero que descubrió la linea dentada de cumbres cónicas y picos de apariencia maligna que teníamos delante en la distancia, y sus gritos nos impulsaron a todos a mirar por las ventanillas de la espaciosa cabina del avión. A pesar de nuestra velocidad, tardaron mucho en destacarse sobre el fondo, por lo que dedujimos que se encontraban a una distancia infinita y que eran visibles solamente a causa de su extraordinaria altura. Pero poco a poco fueron irguiéndose amenazadoras en el horizonte, hacia poniente, y pudimos ver varias cumbres desnudas, yermas y negruzcas y captar la curiosa sensación de fantasía que inspiraban vistas a la rojiza luz antártica sobre el sugestivo fondo de unas nubes iridiscentes de polvo de hielo. Todo el espectáculo estaba saturado de la insinuación pertinaz y penetrante de algún asombroso secreto de posible revelación. Era como si aquellas enhiestas torres de pesadilla fuesen pilones que enmascarasen una temible puerta de acceso a prohibidas esferas del ensueño, enigmáticas simas de remotos tiempos y espacios ultradimensionales. No pude eludir la impresión de que eran cumbres malignas —montañas de locura cuyas más lejanas laderas se asomaban a algún detestable abismo final—. Aquella nube al fondo, trémula y medio luminosa, despertaba sugerencias indecibles, más que de un espacio terrestre de un más allá vago y etéreo, y daba aterradoras advertencias de la naturaleza totalmente remota, apartada, desolada y muerta desde hacía muchos eones de ese mundo austral insondable y jamás hollado.

 

Fue Danforth quien nos llamó la atención acerca de la curiosa regularidad de las montañas más altas, regularidad como de fragmentos adheridos de cubos perfectos, a los que Lake había aludido en sus mensajes y que efectivamente justificaban su comparación con las imágenes, como soñadas, de ruinas de templos primitivos sobre las cimas nubosas de Asia, que tan sutil y extrañamente pintara Roerich. En verdad había algo obsesionante, que evocaba a Roerich en todo este continente sobrenatural, de montañas misteriosas. Lo experimenté en octubre, cuando divisamos por primera vez Tierra Victoria, y lo volví a experimentar ahora. Sentí también otra oleada de inquietante percepción de semejanza con los mitos arcaicos, de la forma sospechosa en que estas tierras letales correspondían a la meseta de Leng, de siniestro renombre, que aparece en los escritos primitivos. Los mitólogos han situado Leng en el Asia Central, pero la memoria racial del hombre

 

—o de sus predecesores— es larga y bien pudiera ser que ciertas consejas hubieran llegado desde tierras, montañas y templos del horror anteriores a Asia y anteriores a cualquier mundo humano conocido. Algunos místicos audaces han insinuado que los fragmentarios manuscritos Pnakóticos tienen un origen anterior al pleistoceno, y han supuesto que los fieles de Tsathoggua estaban tan lejos de ser humanos como el propio Tsathoggua. Leng, dondequiera que estuviera situada espacial o temporalmente, no era una región en la que yo deseara encontrarme, ni me agradaba tampoco la proximidad de un mundo que dio el ser a las ambiguas y arcaicas monstruosidades que Lake había mencionado. En aquel momento deploré haber leído el aborrecido Necrornomicón y haber hablado tanto con Wilmarth, el folklorista de la Universidad, versado en tan desagradables temas.

 

Este estado de ánimo sirvió indudablemente para agravar mi reacción ante el extraño espejismo que se desató sobre nosotros, desde un cenit cada vez más opalescente, según nos aproximábamos a las montañas y comenzábamos a divisar las ondulaciones acumuladas de sus estribaciones. Durante las semanas anteriores habíamos visto docenas de espejismos polares, algunos de ellos de un realismo tan misterioso y fantástico como el actual, pero éste tenía una calidad de simbolismo amenazador completamente nueva y misteriosa, y me estremecí cuando el trémulo laberinto de muros, torres y minaretes fabulosos surgió de entre los turbulentos vapores helados que se cernían sobre nosotros.

 

El efecto que producía era el de una ciudad ciclópea de arquitectura no conocida ni imaginada por el hombre, con inmensas masas de mampostería, negras como la noche, que suponían monstruosas desviaciones de las leyes geométricas. Había conos truncados, a veces en escalones o estriados, que terminaban en altas columnas cilíndricas interrumpidas aquí y allá por abultamientos bulbosos, y a menudo coronadas por hileras de finos discos ondulados, así como grotescas estructuras prominentes y lisas que hacían pensar en amontonamientos de numerosas losas rectangulares, planchas circulares o estrellas de cinco puntas que se cubrieran parcialmente unas a otras. Había pirámides y conos compuestos, aislados o coronando cilindros, cubos o pirámides y conos truncados más chatos, y también torres aguzadas como alfileres en curiosos haces de cinco. Todas estas febriles estructuras parecían estar unidas por puentes tubulares que cruzaban de las unas a las otras a través de vertiginosos abismos, y la escala implícita en todo el conjunto era aterradora y opresiva por sus desmesuradas dimensiones. El espejismo, en líneas generales, no era muy distinto de algunos de los más caprichosos observados y dibujados por el ballenero ártico Scoresby en 1820, pero en aquel lugar y momento, con aquellos picos oscuros y desconocidos que se elevaban prodigiosamente ante nosotros, aquel descubrimiento anómalo de un mundo anterior en nuestras mentes y el presagio de un probable desastre que habría afectado a la mayor parte de la expedición, todos creímos percibir en él un matiz de latente perversidad y un augurio infinitamente aciago.

 

Sentí alivio cuando el espejismo comenzó a desvanecerse, aunque en el proceso de disolución los diversos conos y torres de pesadilla adoptaron temporalmente formas distorsionadas aún más horrorosas. Cuando todo aquel engañoso espectáculo se desvaneció para sofocarse en ebullente opalescencia, comenzamos a mirar otra vez hacia tierra, y advertimos que no estaba lejos el fin de nuestro viaje. Las desconocidas montañas que teníamos ante nosotros se elevaron vertiginosamente como imponente muralla ciclópea dejando ver con sorprendente claridad sus curiosas regularidades aun sin ayuda de prismáticos. Ya volábamos sobre las estribaciones más bajas y podíamos distinguir entre la nieve, el hielo y los retazos desnudos de la meseta principal un par de puntos oscuros que supusimos eran el campamento de Lake y las perforaciones hechas por éste. Las estribaciones más altas se elevaban a unas cinco o seis millas de distancia formando una cadena casi independiente de la aterradora cordillera del fondo, con picos más altos que el Himalaya. Al fin, Ropes —el estudiante que había relevado a McTighe en los mandos del aparato— comenzó a descender hacia el punto oscuro de la izquierda, cuyo tamaño hacía suponer que se trataba del campamento. Mientras lo hacía, McTighe transmitió el último mensaje no censurado que el mundo iba a recibir de nuestra expedición.

 

Todos, naturalmente, han leído los breves e insuficientes boletines del resto de nuestra permanencia en la Antártida. Algunas horas después del aterrizaje enviamos un cauteloso informe acerca de la tragedia que habíamos encontrado, y anunciamos al mundo con dolor que todo el grupo de Lake había sido exterminado por el terrible viento del día anterior, o de la noche que le precedió. Once muertos seguros y Gedney desaparecido.

 

Se nos perdonó nuestra confusa falta de detalles por comprender el estado de ánimo en que debió sumirnos el triste suceso, y se nos creyó cuando dijimos que los tremendos destrozos causados ¿por el viento habían dejado los once cadáveres en un estado que hacía imposible su traslado. Realmente, me halaga que en medio de la angustia, del total desconcierto y del antenazante horror apenas nos desviáramos de la verdad en ningún momento. Lo tremendamente significativo es lo que no nos atrevimos a relatar, lo que aun hoy no mencionaría si no fuera por la necesidad de advertir a otros para que se mantengan alejados de terrores sin nombre.

 

Ciertamente que el viento había causado daños terribles. Es muy dudoso que todos hubieran podido sobrevivir a sus efectos, aunque no hubieran ocurrido otros acontecimientos. La tempestad, con su furor de partículas de hielo disparadas con fuer.za infernal, tuvo que ser algo infinitamente peor que todo lo que la expedición había encontrado hasta entonces. Uno de los cobertizos de los aviones —todos, al parecer, habían quedado muy débiles y poco resistentes— estaba casi pulverizado, y la torre de perforación, a alguna distancia, había quedado totalmente destrozada. Las partes metálicas expuestas al viento de los aviones y del equipo de sondeo estaban pulimentadas por la infinidad de golpes recibidos, y dos de las tiendas pequeñas aparecían aplastadas a pesar de los muros de nieve alzados para su protección. Las superficies de madera azotadas por el vendaval estaban despintadas y llenas de agujeros, y de la nieve habían desaparecido toda clase de huellas. También es verdad que no encontramos ninguno de los ejemplares biológicos arcaicos en condiciones de poderlo transportar entero. Recogimos algunos minerales de un gran montón esparcido, entre ellos varios de los trozos verduscos de esteatita, cuya rara forma de estrella de cinco puntas y casi imperceptible dibujo de puntos agrupados había dado motivo para tantas dudosas comparaciones, y también algunos ‘huesos fósiles, entre los cuales se hallaban algunos de los más característicos de los ejemplares curiosamente dañados.

 

No habla sobrevivido ninguno de los perros y el cercado de nieve, apresuradamente construido cerca del campamento, estaba destruido casi totalmente. Es posible que fuera obra del viento, aunque una mayor destrucción en la parte próxima al campamento, que no era la de barlovento, hacía pensar en una arremetida de los propios animales impulsados por el frenesí. Los tres trineos hablan desaparecido, y hemos tratado de explicar que es posible que .el viento los arrastrara lejos de allí. La perforadora y el equipo de fusión de hielo que hallamos junto a la perforación estaban demasiado destrozados para pensar en salvarlos, por lo que los utilizamos para cegar aquella puerta de acceso al pasado, sutilmente inquietante, que Lake había abierto con dinamita. También dejamos en el campamento dos de los aeroplanos más averiados, puesto que entre nuestro equipo de supervivientes solamente había cuatro verdaderos pilotos —Sherman, Danforth, McTighe y Ropes—, y Danforth se encontraba en un estado de nervios poco a propósito para pilotar. Recogimos todos los libros, equipo científico y accesorios que pudimos encontrar, aunque muchos de ellos habían desaparecido inexplicablemente por causa del viento. Las tiendas de repuesto y las pieles o habían desaparecido o se encontraban en muy mal estado.

 

Eran aproximadamente las cuatro de la tarde cuando, después de un vuelo de reconocimiento muy prolongado, nos vimos obligados a dar a Gedney por perdido, y a esa hora transmitimos al Arkham un cauteloso mensaje; creo que hicimos bien en darle el tono tranquilo y poco comprometedor con que conseguimos revestirlo. Si hablamos de agitación fue con respecto a los perros, cuyo frenesí ante la proximidad de los ejemplares biológicos era de esperar en vista de los informes del pobre Lake. Creo que no mencionamos sus semejantes muestras de inquietud al olfatear los extraños trozos de esteatita verdosa y algunos otros objetos de la desordenada zona, entre ellos instrumentos científicos, aeroplanos y maquinaria, que se encontraban tanto en el campamento como en la perforación, y cuyas piezas habían sido aflojadas, movidas o manipuladas por el viento, el cual debía estar dotado de singular curiosidad y deseos de investigar.

 

de Debe perdonársenos que nos mostráramos vagos acerca los catorce ejemplares biológicos. Dijimos que los únicos que hallamos estaban muy maltrechos, aunque quedaba lo bastante de ellos para demostrar que la descripción de Lake había sido completa e impresionantemente exacta. Fue difícil mantener las emociones personales al margen de todo aquello; no dimos números, ni dijimos cómo habíamos encontrado lo que pudimos hallar. Para entonces ya habíamos convenido no transmitir nada que pudiera sugerir que la locura se había apoderado de los hombres de Lake, aunque evidentemente parecía obra de dementes qije seis de las monstruosidades estuvieran cuidadosamente enterradas en posición vertical en tumbas de nueve pies de profundidad bajo montículos en forma de estrella de cinco puntas cubiertos de puntos hechos con algún instrumento punzante, formando dibujos exactamente iguales a los que mostraban los extraños trozos de esteatita color verdoso del período mezosoico o terciario. Los ocho ejemplares en perfectas condiciones que Lake había mencionado habían desaparecido totalmente arrastrados por el viento.

 

También tuvimos cuidado de no alterar la tranquilidad del público, razón por la cual Danforth y yo apenas hablamos del terrible vuelo del día siguiente sobre las montañas. El hecho de que solamente un aeroplano radicalmente aligerado de peso podría sobrevolar una cordillera de tan gran altura fue lo que afortunadamente limitó a nosotros dos el número de participantes en la expedición. Cuando regresamos a la una de la madrugada, Danforth estaba a punto de derrumbarse vencido por los nervios, pero se dominó de manera admirable. No fue necesario violentarle para que prometiera no mostrar los dibujos que habíamos hecho y el resto de las cosas que trajimos en los bolsillos, ni para que dijera a los demás sólo lo que habíamos convenido que transmitiriamos al exterior y escondiera las películas de fotografías tomadas con el fin de revelarías posteriormente en secreto; por ello, esta parte de mi narración será tan nueva para Pabodie, McTighe, Ropes, Sherman y los demás como para el mundo en general. En realidad, Danforth es más reservado que yo, pues él vio, o cree que vio, algo que ni siquiera a mí ha querido decirme.

 

Como todos saben, en nuestro informe confirmábamos la opinión de Lake de que los grandes picos eran de pizarra precámbrica y de otros estratos arcaicos que habían permanecido inalterables por lo menos desde mediados del Comanchiense; comentábamos la regularidad de las formaciones de murallas y cubos adheridos, decidíamos que las bocas de cavernas indicaban la presencia de venas calcáreas disueltas, conjeturábamos que ciertas laderas y desfiladeros permitirían escalar y cruzar la cordillera a escaladores experimentados; y comentábamos que en la otra vertiente misteriosa existía una elevada e inmensa supermeseta tan antigua e inmutable como las propias montañas, todo ello mientras narrábamos un duro ascenso hasta veinte mil pies de altitud, con grotescas formaciones rocosas que sobresalían de una fina capa glacial y con bajas estribaciones entre la superficie general de la meseta y los precipicios cortados a pico de las cumbres más altas.

 

Este conjunto de datos es exacto en todos los sentidos y satisfizo completamente a los hombres del campamento. Achacamos el ‘hecho de no haber regresado hasta pasadas dieciséis horas —un tiempo superior al que dijimos que habíamos permanecido volando, aterrizando, reconociendo el terreno y recogiendo rocas— a imaginarios vientos adversos, y dimos noticia verdadera de nuestro aterrizaje en las estribaciones más lejanas. Afortunadamente el relato parecía auténtico y lo suficientemente trivial como para no tentar a otros a emular el vuelo realizado. Si alguien. hubiese tratado de imitarnos, yo hubiera empleado todos mis poderes de persuasión para disuadirlo —y no sé lo que Danforth hubiera hecho—. Mientras estuvimos ausentes Pabodie, Sherman, Ropes, McTighe y Williamson trabajaron incansablemente en los’ dos mejores aeroplanos de Lake, dejándolos en estado de funcionamiento a pesar de los inexplicables destrozos que se habían producido en su mecanismo.

 

Decidimos cargar todos los aeroplanos a la mañana siguiente y salir para nuestra antigua base lo antes posible. Aunque esta ruta no era la directa, era la más segura para llegar a la bahía de McMurdo, pues volar en línea recta través de desconocidas extensiones del continente, muerto durante eones, supondría añadir muchos peligros. Apenas resultaba posible realizar más exploraciones, en vista de las trágicas bajas que habíamos tenido y del daño sufrido por el equipo de perforación. Las dudas y los horrores que nos rodeaban, y que no revelamos, solamente nos hacían desear escapar lo más rápidamente posible de aquel mundo austral de desolación y sobre el cual se cernía la locura.

 

Como sabe el público, nuestro regreso al mundo civilizado se logró sin más desastres. Todos los aeroplanos llegaron a la antigua base en la tarde del día siguiente —27 de enero-, después de un rápido vuelo sin escalas; el 28 llegamos a la bahía de McMurdo tras dos etapas de vuelo la única escala, muy breve, fue debida a la avería de un timón provocada por el tremendo viento que soplaba por encima de la muralla de hielo una vez atravesada la gran meseta. A los cinco días, el Arkham y el Miskatonic, con toda la tripulación y todo el equipo a bordo, nos alejamos de los mantos de hielo cada vez más espesos y navegamos rumbo al Norte por el mar de Ross con las burlonas alturas de Tierra Victoria descollando contra un alborotado cielo antártico hacia el Oeste y desfigurando los gemidos del viento hasta convertirlos en silbos musicales que abarcaban una amplia escala y que me helaron el alma hasta lo más hondo. Menos de dos semanas después dejamos atrás el último indicio de regiones polares y dimos gracias al cielo por haber salido de un territorio embrujado y maldito en que la vida y la muerte, el espacio y el tiempo habían formado oscuras y blasfemas alianzas en las épocas ignotas en que la materia serpenteó primero y nadó después sobre la corteza apenas enfriada del planeta.

 

Desde nuestro regreso, todos hemos procurado disuadir a los posibles exploradores de la Antártida, reservándonos ciertas dudas y suposiciones con espléndida unanimidad y fidelidad. Incluso el joven Danforth, pese a su crisis nerviosa, no ha flaqueado ni ha hecho revelaciones importunas a sus médicos —y eso que, como he dicho, ‘hay algo que cree haber visto solamente él y que ni a mí quiere contarme, aunque creo que mejoraría su estado psíquico si consintiera en hacerlo. Su revelación podría explicar y mejorar muchas cosas, aunque bien pudiera ser que no se tratara sino de imaginaciones, consecuencia de la anterior impresión. Esa es la sensación que me de jan esos escasos momentos de irresponsabilidad en que me susurra cosas incoherentes, cosas que niega con vehemencia tan pronto como recobra el dominio de si mismo.

 

Será difícil disuadir a otros de que se dirijan hacia la inmensa blancura del Sur, y algunas de nuestras tentativas puede que perjudiquen directamente nuestra causa al estimular el deseo de saber. Debimos suponer desde un principio que la curiosidad humana. no muere y que los resultados que dimos a conocer bastarían para servir de acicate a otros y lanzarlos a la misma búsqueda milenaria de lo desconocido. Los informes de Lake acerca de aquellas monstruosidades biológicas habían enardecido en grado máximo a los naturalistas y a los paleontólogos, aunque tuvimos la prudencia suficiente como para no mostrar los trozos separados que habíamos tomado de los ejemplares enterrados, ni las fotografías de esos mismos ejemplares tal como fueron hallados. También nos abstuvimos de enseñar los huesos dañados y los trozos de esteatita verdosa, mientras que Danforth y yo hemos mantenido celosamente guardadas las fotografías que tomamos y los dibujos que hicimos en la altiplanicie de allende la cordillera y las cosas arrugadas que alisamos, estudiamos con horror y nos llevamos en los bolsillos.

 

Pero ahora se está organizando la expedición Starkweather-Moore, y con una minuciosidad muy superior a la que nuestro equipo trató de conseguir. Si no los disuadimos llegarán hasta el mismo núcleo de la Antártida y derretirán y taladrarán hasta sacar a la luz lo que nosotros sabemos que puede acabar con el mundo. Así pues, he de poner fin al silencio y hablar incluso de aquella postrera cosa sin nombre que se encuentra más allá de las montañas de la locura.

 

 

 

IV

 


Sólo con enorme vacilación y repugnancia permito a la memoria que vuelva al campamento de Lake y a lo que allí encontramos verdaderamente —y a aquella otra cosa que se encuentra más allá de las montañas de la locura. Siento la constante tentación de rehuir los detalles y dejar que las insinuaciones ocupen el lugar de los hechos y de las inevitables deducciones. Espero haber dicho ya lo suficiente para que se me permita mencionar apresuradamente lo demás, es decir, el horror del campamento. He hablado del terreno devastado por el viento, de los cobertizos dañados, del desorden de la maquinaria, de la inquietud de los perros, de la desaparición de trineos y otros objetos, de la muerte de hombres y perros, de la desaparición de Gedney y de los seis ejemplares biológicos enterrados de forma que dijérase obra de un loco, procedentes de un mundo muerto hacía cuarenta millones de años y con sus tejidos extrañamente incólumes a pesar de todos los daños de la estructura. No recuerdo si he dicho que cuando contamos los cadáveres de los perros advertimos que faltaba uno. No pensamos mucho en ello hasta más tarde —y en realidad solamente lo hemos hecho Danforth y yo.

 

Lo principal que he venido callando tiene que ver con los cadáveres y con ciertos detalles sutiles que pueden dar o no una especie de explicación horrenda e increíble del aparente caos. En su momento, traté de mantener la mente de todos alejada de estas cosas, pues era mucho más sencillo —y mucho más normal— achacarlo todo a uA ataque de locura de algunos de los hombres del grupo de Lake. Por el aspecto que ofrecía todo, el viento demoníaco llegado desde las cumbres debió bastar para enloquecer a cualquiera que se hallara en aquel centro de todo el misterio y toda la desolación de la tierra.

 

La anomalía que lo remataba todo era, naturalmente, las condiciones en que se hallaban los cadáveres, tanto los de los hombres como los de los perros. Todos se habían visto envueltos en una especie de lucha terrible y estaban desgarrados y despedazados de manera diabólica y completamente inexplicable. Por lo que pudimos colegir, la muerte había sobrevenido por lesiones o estrangulación. Era evidente que fueron los perros los que iniciaron la lucha, pues el estado de su primitivo cercado demostraba que se había roto desde dentro. Lo habían situado a cierta distancia del campamento por el odio que inspiraban a los animales aquellos infernales organismos arcaicos, pero esta precaución parece que resultó inútil. Cuando los dejaron solos en medio de aquel viento monstruoso, tras unos endebles muros de insuficiente altura, los perros debieron salir de estampía, no sé si a causa del mismo viento o excitados por un sutil olor que emanaba en cantidad creciente de aquellas criaturas de pesadilla.

 

Pero lo ocurrido era en cualquier caso horrendo y repugnante. Tal vez sea mejor que deje a un lado los escrúpulos y diga al fin lo peor, aunque manifieste categóricamente la opinión de que, a juzgar por las observaciones directas y las rigurosas deducciones que hicimos tanto Danforth como yo, el por entonces desaparecido Gedney nada tuvo que ver con los abominables horrores que encontramos. He dicho que los cadáveres estaban espantosamente destrozados, pero ahora debo añadir que algunos de ellos mostraban incisiones muy curiosas, hechas a sangre fría y de la manera más inhumana. Me refiero tanto a los perros como a los hombres. Los cuerpos más sanos y gruesos de cuadrúpedos y bípedos estaban despojados de las partes más carnosas, como si hubieran pasado por manos de un hábil carnicero; y en torno suyo había sal esparcida, procedente de las cajas de provisiones que se hallaban en los aeroplanos y que habían sido saqueadas, lo que evocaba las más horribles imágenes. Todo había ocurrido en uno de los rudimentarios cobertizos del cual habían sacado uno de los aeroplanos; los vientos habían borrado después todas las huellas que hubieran podido servir de base una teoría plausible. Los trozos de ropas que estaban esparcidos, arrancados brutalmente de los cuerpos que mostraban las incisiones, no ofrecían ningún indicio. De nada sirve sacar a relucir aquí las huellas que hallamos débilmente marcadas sobre la nieve en una esquina resguardada del destrozado cercado, pues no tenían nada que ver con huellas humanas, sino que estaban claramente relacionadas con aquellas huellas fosilizadas de las que el pobre Lake había estado hablando las semanas anteriores. Era necesario frenar la imaginación al socaire de aquellas ensombrecedoras montañas de locura.

 

Como ya he dicho, resultó que Gedney y uno de los perros habían desaparecido. Al descubrir aquel terrible cobertizo, habíamos echado de menos a dos perros y a dos hombres, pero la tienda de disección, poco dañada, en la que entramos después de investigar las monstruosas tumbas, tenía algo que revelarnos. No estaba como Lake la había dejado, pues los trozos cubiertos de aquella monstruosidad primigenia ya no se hallaban sobre la improvisada mesa de disección. De. hecho, ya nos habíamos percatado de que uno de esos seis seres imperfectos y demencialmente inhumados que habíamos encontrado —el que conservaba vestigios de un olor singularmente odioso- debía corresponder al conjunto de los trozos del ente que Lake había tratado de estudiar. Sobre la mesa del laboratorio, y alrededor de ella, había esparcidas otras cosas, y no tardamos en adivinar que eran los trozos, minuciosa pero extraña y torpemente diseccionados de un hombre y un perro. Callaré el nombre de aquella persona en atención a los sentimientos de sus familiares. Habían desaparecido los instrumentos de cirugía de Lake, pero sí había señales de que habían sido limpiados cuidadosamente. También se había esfumado la estufa de gasolina, aunque si encontramos un curioso revoltijo de cerillas. Enterramos los restos humanos junto a los otros diez hombres, y los restos de los perros, junto a los cadáveres de los otros treinta y cinco animales. En cuanto a las extrañas manchas de la mesa del laboratorio y el desordenado montón de libros ilustrados, violentamente manoseados, que había a su lado, nos encontrábamos demasiado aturdidos para hacer conjeturas sobre ello.

 

Esto era lo peor del campamento, pero había otras cosas que no causaban menor perplejidad. La desaparición de Gedney, de uno de los perros, de los ocho ejemplares biológicos indemnes, de los tres trineos y de ciertos instrumentos, libros técnicos y científicos, material de escritura, linternas con sus correspondientes pilas, provisiones y combustible, aparatos de calefacción, tiendas de repuesto, trajes de pieles y cosas semejantes, estaban más allá de cualquier hipótesis razonable; como no había explicación tampoco para los borrones de tinta hallados en ciertos pedazos de papel ni para las pruebas evidentes de que los aeroplanos y otros instrumentos mecánicos, tanto en el campamento como junto a las perforaciones, habían sido manipulados ineptamente. Los perros parecían no poder soportar la maquinaria tan extrañamente desordenada. Luego estaba también el asalto a la despensa, la desaparición de ciertos alimentos de primera necesidad, y las latas cómicamente apiladas y abiertas por los procedimientos y lugares más increíbles. La abundancia de fósforos esparcidos, intactos, rotos o gastados constituía otro enigma menor, así como dos o tres lonas de tienda y algunos abrigos de pieles que encontramos tirados en el suelo con cortes ‘hechos, al parecer, al azar, pero que posiblemente se hicieron al tratar de adaptar unas y otros a usos difíciles de imaginar. El mal trato dado a los cuerpos humanos y caninos y la demente inhumación de los ejemplares arcaicos, encajaban con aquella aparente locura destructora. Con vistas a una eventualidad como la que estamos viviendo ahora, fotografiamos cuidadosamente todas las muestras de vesánico desorden perceptibles en el campamento; utilizaremos las reproducciones para apoyar nuestros ruegos de que no parta la proyectada expedición de Starkweather-Moore.

 

Lo primero que hicimos cuando encontramos los cuerpos en el cobertizo, fue fotografiar y abrir la fila de tumbas cubiertas con montículos de nieve en forma de estrella. No pudimos sino advertir la semejanza que había entre aquellos monstruosos montones de nieve, con sus conjuntos de puntos agrupados, y la descripción que nos había hecho el desgraciado Lake de los insólitos pedazos ¿e esteatita verdosa, y cuando encontramos algunos de estos pedazos en el gran montón de minerales, advertimos que ‘la semejanza era, efectivamente, muy grande. He de decir claramente que toda aquella configuración recordaba abominablemente la cabeza en forma de estrella de aquellos seres arcaicos y todos estuvimos de acuerdo en que esta semejanza debió de ejercer una poderosa influencia en la mente de los hombres de Lake, hipersensibilizados por el cansancio.

 

Porque la locura —centrada en Gedney como único posible superviviente— fue la explicación espontáneamente adoptada por todos, al menos en cuanto a lo que se expresó verbalmente, aunque no incurriré en la ingenuidad de negar que cada uno de nosotros probablemente abrigaba las más descabelladas explicaciones que la cordura nos impidió formular. Sherman, Pabodie y McTighe realizaron aquella tarde un largo vuelo sobre el territorio de los alrededores y escudriñaron el horizonte con prismáticos en busca de Gedney y de los varios seres desaparecidos, pero nada se pudo averiguar. El trío explorador informó que la cordillera se extendía interminablemente hacia la derecha y hacia la izquierda sin disminuir de altura ni mostrar cambio esencial de la estructura. En algunos de los picos, sin embargo, las formaciones de cubos y bastiones eran más claras y acusadas, y presentaban semejanzas doblemente fantásticas con las ruinas de las tierras altas de Asia pintadas por Roerich. La distribución de las crípticas bocas de cueva en las negras cimas desprovistas de nieve parecía más o menos regular hasta donde la vista podia alcanzar.

 

A pesar de todos los horrores presentes, conservamos celo científico y curiosidad suficientes como para preguntarnos acerca de las regiones desconocidas que se hallarían al otro lado de las misteriosas montañas. Como dijimos en nuestros partes, siempre cautelosos, descansamos a medianoche, después de un día de espanto y desconcierto, mas no sin antes pergeñar un plan provisional para sobrevolar una o varias veces más la cordillera con un aeroplano poco cargado, máquina de fotografías aéreas y equipo de geología, a partir de la mañana siguiente. Se decidió que Danforth y yo hiciéramos la primera tentativa, y con el propósito de despegar temprano nos levantamos a las siete, pero el fuerte viento, mencionado en nuestro sucinto boletín para el mundo exterior, retrasó la partida hasta casi las nueve.

 

Ya he repetido el relato no comprometedor que hicimos a los hombres del campamento y que retransmitimos al exterior a nuestro regreso, dieciséis horas después de nuestra partida. Ahora me incumbe el tremendo deber de ampliar ese informe rellenando los vacíos que he callado por piedad con insinuaciones de lo que verdaderamente vimos en el oculto mundo ultramontano, insinuaciones de las revelaciones que finalmente han conducido a Danforth a una crisis nerviosa. Quisiera que él añadiera unas palabras sinceras acerca de lo que cree que él solamente vio —aunque se trata probablemente de una figuración provocada por los nervios— y que fue tal vez la gota que colmó el vaso dejándole en el estado en que se encuentra, pero se muestra firme en contra de eso. Lo único que puedo hacer es repetir sus incoherentes susurros Posteriores acerca de lo que le llevó a prorrumpir en gritos mientras el avión regresaba por el desfiladero azotado por el ventarrón después de la impresión verdadera y tangible que compartí con él. No diré más. Si las claras señales que haya en lo que revele de remotos horrores supervivientes no bastan para impedir que otros se adentren en la Antártida interior —o al menos para que no curioseen demasiado profundamente bajo la superficie de ese supremo yermo de prohibidos arcanos y desolación inhumana maldita durante eones—, la responsabilidad de males indecibles y tal vez incalculables no será mía.

 

Danforth y yo, al estudiar las notas tomadas por Pabodie en su vuelo de la tarde y hacer algunas comprobaciones con el sextante, habíamos calculado que el paso más bajo que ofrecía la cordillera se encontraba a nuestra derecha, a la vista del campamento y a una altura de veintitrés o veinticuatro mil pies sobre el nivel del mar. Partimos, pues, rumbo a ese lugar en el aligerado aeroplano a iniciar nuestra expedición de descubrimiento El campamento, situado en unas estribaciones que se alzaban sobre una elevada meseta continental, se hallaba a una altura de alrededor de unos doce mil pies; por tanto, lo que necesitábamos subir no era tanto como a primera vista pudiera parecer. No obstante, a medida que ganábamos altura nos dimos cuenta de que el aire se enrarecía, pues, a causa de ‘las condiciones de visibilidad, tuvimos que dejar abiertas las ventanillas de la carlinga. Naturalmente, llevábamos puestas ‘las pieles de mayor abrigo.

 

A medida que nos aproximábamos a las adustas cumbres, que se elevaban oscuras y siniestras por encima de la nieve hendida por los desfiladeros y los glaciares que rellenaban las quebradas, fuimos percibiendo más y más de aquellas formaciones extrañamente regulares que se adherían a las laderas y volvimos a pensar en las estrambóticas pinturas asiáticas de Nicholas Roerich. Los antiquísimos estratos rocosos erosionados por los vientos confirmaron plenamente todos los boletines de Lake, y vinieron a demostrar que aquellos picos se habían alzado allí exactamente del mismo modo desde eras sorprendentemente tempranas de la historia de la Tierra, quizá durante más de cincuenta millones de años. Sería yana ocupación tratar de calcular a qué altura llegaron, pero cuanto se percibía en tan extraña región hacia pensar en oscuras influencias atmosféricas contrarias a las mudanzas y calculadas para dilatar ‘los usuales procesos climáticos de desintegración de las rocas.

 

Pero lo que más nos fascinó e inquietó fue el revoltijo de cubos regulares, de bastiones y de bocas de cueva que vimos en las laderas. Los estudié con la ayuda de los prismáticos y los fotografié mientras Danforth pilotaba; de vez en cuando le relevaba —aunque mi pericia como aviador no pasaba de ser la de un aficionado— para permitirle que utilizara ‘los prismáticos. Podíamos ver sin dificultad que gran parte de los cubos eran de cuarcita arcaica más bien arenosa, distinta de todo cuanto podíamos ver en grandes extensiones de terreno de la superficie general; y también que su regularidad era muy grande y misteriosa hasta un punto que el pobre Lake apenas había podido sugerir.

 

Como él había dicho, tenían los bordes desmoronados redondeados debido a incontables eones de erosión salvaje pero su inexplicable solidez y la dureza del material de que estaban formados habían logrado que perduraran a pesar de todas las inclemencias. Muchas de sus partes, especialmente las más cercanas a las laderas, parecían ser de sustancia idéntica a la de la superficie rocosa que las rodeaba. Todo ello recordaba las ruinas de Machu Pichu en Los Andes, o los primitivos muros de los cimientos de Kish excavados por la expedición del Field Museam de Oxford en 1929; y tanto Danforth como yo tuvimos esa misma impresión de que se trataba de bloques ciclópeos separados que Lake había atribuido a Carroll, su compañero de vuelo. No me era posible, la verdad sea dicha, explicar ‘la presencia de tales cosas en aquel lugar y me sentí extrañamente humillado como geólogo. Las formaciones ígneas, como son las volcánicas, presentan con frecuencia extrañas regularidades, como la afamada Calzada de los Gigantes de Irlanda, pero esta sobrecogedora cordillera, pese a las primeras suposiciones de Lake acerca de’ la existencia de conos volcánicos humeantes, tenía por encima de todo una estructura que, evidentemente, no era volcánica.

 

Las curiosas bocas de cueva, en cuyas cercanías parecían abundar más las insólitas formaciones, presentaban por su regularidad otra incógnita, aunque menos que la primera. Como había dicho el boletín de Lake, eran aproximadamente cuadradas o semicirculares, como si una mano mágica hubiera dotado de una mayor simetría a los orificios naturales. Su abundancia y distribución eran notables, y hacían pensar si toda la zona estaría, a modo de panal, llena de túneles labrados en la piedra caliza por la tenacidad de las aguas. Nuestras miradas no pudieron penetrar muy profundamente en ‘las cuevas, pero sí vimos que no había estalactitas ni estalagmitas. Fuera, la parte de las laderas inmediatamente próximas parecía invariablemente lisa y regular, y Danforth tuvo la impresión de que las pequeñas grietas y hoyos producidos por la erosi6n tendían a mostrar insólitas configuraciones. Influido como estaba por los horrores y misterios encontrados en el campamento, me dio a entender que aquellos hoyos recordaban vagamente los grupos de puntos que salpicaban los primigenios trozos de esteatita verdosa, tan atrozmente copiados en los túmulos de nieve, dementemente concebidos, que cubrían las seis monstruosidades enterradas.

 

Habíamos ascendido gradualmente al volar sobre las estribaciones más altas y a lo largo de la garganta relativamente baja que habíamos elegido. A medida que avanzábamos, mirábamos algunas veces hacia la nieve y el hielo del camino por tierra, y nos preguntamos si hubiéramos podido tratar de llevar a cabo la expedición con el equipo más sencillo de épocas anteriores. Y vimos con sorpresa que el terreno no era difícil en la medida que suele ser en esos lugares, y que, pese a las grietas de los glaciares y a otros obstáculos duros de vencer, no era probable que la dificultad del terreno hubiese detenido los trineos de un Scott, un Shackleton o un Amundsen. Algunos de los glaciares parecían llevar a gargantas que los vientos limpiaban de nieve con rara continuidad, y cuando llegamos al paso que habíamos elegido, vimos que éste no constituía una excepción.

 

La tensa expectación que experimentamos cuando nos disponíamos a rodear la cima y asomarnos a un mundo jamás hotlado, apenas cabe describirse por escrito, aunque io teníamos motivo alguno para pensar que las tierras que se extendian al otro lado de las montañas fueran esencialmente distintas de aquellas q* ya habíamos visto y atravesado. El aire de maligno misterio de aquella barrera montañosa, y del incitante mar de cielo opalescente fugazmente entrevisto entre las cumbres, era algo tan tenue y sutil que no cabe explicarlo con palabras. Se trataba más bien de una cuestión de difuso simbolismo psicológico y de asociaciones estéticas, un algo antes mezclado con pinturas y poemas exóticos y con mitos arcaicos que acechaban en libros rehuidos y prohibidos. Incluso la fuerza del viento conllevaba una extraña tensión de malignidad consciente; y durante un segundo pareció que en su sonido compuesto había un extravagante silbo musical o fino tono de gaita que se extendiera a lo largo de las notas de una amplia escala cuando el poderoso hálito del viento entraba en ‘las omnipresentes bocas de las cuevas para luego salir de ellas con ímpetu sonoro. Había en estos sonidos una nota vaga que repelía, tan compleja e imposible de identificar como cualquiera de las otras oscuras impresiones del día.

 

Nos encontrábamos ahora, después de la lenta ascensión, a una altura de veintitrés mil quinientos setenta pies, según el barómetro, y habíamos dejado atrás definitivamente las regiones de suelos cubiertos de nieve. Allá arriba solamente se veían oscuras y desnudas laderas de roca y el nacimiento de glaciares de ásperas aristas, pero aquellos inquietantes cubos, bastiones y bocas de cueva resonantes añadían un algo portentoso, antinatural, fantástico, semejante a un sueño. Mirando a lo largo de la hilera de elevadas cumbres, creí ver la mencionada por el desgraciado Lake, un pico coronado por un bastión que se elevaba sobre la misma cima. Parecía estar medio envuelto en una extraña neblina antártica —una neblina que probablemente sugirió a Lake la idea de volcanismo—. La garganta se abría inmediatamente ante nosotros, lisa y barrida por el viento entre abruptas elevaciones de maligno ceño. Más allá se veía un cielo perturbado por torbellinos de vapores e iluminado por el bajo sol polar, el cielo de los misteriosos reinos de un más allá que, según creíamos, jamás había sido visto por ojos humanos.

 

Unos pies más de altura y veríamos esos reinos. Danforth y yo, incapaces de hablarnos, excepto a gritos, en medio de aquel viento veloz que rugía y ululaba en la garganta sumándose al estruendo de los motores sin silenciador, intercambiamos elocuentes miradas. Y luego, tras ascender aquellos pies más, miramos por encima de la vertiente divisoria hacia los secretos no desentrañados de una tierra más antigua y totalmente extraña.

 


V

 


Creo que los dos gritamos simultáneamente de pavor, de asombro, de terror y de incredulidad de los sentidos, cuando al fin salimos del desfiladero y vimos ‘lo que había más allá. Por supuesto, alguna teoría natural debió alentar en el fondo de nuestra mente calmando nuestras facultades en aquel momento. Probablemente pensamos entonces en las piedras del Jardín de los Dioses en Colorado, grotescamente modeladas por el tiempo, o en las rocas fantásticamente simétricas esculpidas por el viento en el desierto de Arizona. Puede que incluso pensáramos que lo que veíamos era un espejismo, como el que habíamos visto la mañana anterior al acercarnos por primera vez a aquellas montañas de locura. A estas ideas normales tuvimos que recurrir cuando nuestras miradas recorrieron la interminable altiplanicie marcada por las cicatrices de las tempestades y cuando percibimos el casi infinito laberinto de masas rocosas, colosales, regulares y geométricamente eurítmicas que alzaban sus desmoronadas crestas, llenas de hoyos como de viruelas, por encima de una costra de hielo de grosor no superior a los cuarenta o cincuenta pies en sus partes más espesas, y evidentemente más delgada en otras.

 

El efecto que causaba aquel monstruoso panorama era indescriptible, pues desde el primer momento pareció evidente una demoníaca violación de las leyes naturales conocidas. Allí, sobre una altiplanicie diabólicamente antigua, a veinte mil pies cumplidos de altura, y en medio de un clima mortífero desde una era anterior a la humanidad de por lo menos quinientos mil años de antigüedad, se extendía hasta donde alcanzaba la vista un conjunto ordenado de piedra que solamente la defensa instintiva y desesperada de la razón podía atribuir a otra cosa que no fuera una causa consciente y artificial. Habíamos ya desechado como ajena a la razón la teoría de que los cubos y los bastiones de las laderas tuvieran un origen no natural. ¿Cómo podía haber sido de otro modo, si el hombre apenas se diferenciaba del mono cuando aquella región sucumbió al actual reino perpetuo de la muerte glacial?

 

Y, sin embargo, ahora el dominio de ‘la razón parecía irrefutablemente vencido, pues aquel ciclópeo laberinto de bloques cuadrados, corvos y angulosos tenían características que privaban de todo refugio mental. Era, muy claramente, la ciudad blasfema del espejismo trocada en realidad desnuda, objetiva e ineludible. Aquel portento maldito tenía después de todo una base real —algún estrato horizontal de polvo de hielo se había formado en la atmósfera superior y el abominable conjunto superviviente de piedra había proyectado su imagen por encima de las montañas de acuerdo con las sencillas leyes de la reflexión—. Naturalmente, el espejismo había desfigurado y exagerado mostrando cosas ajenas al paisaje real, pero ahora que contemplábamos éste lo encontramos todavía más horrendo y amenazador que su distante imagen.

 

Solamente la increíble e inhumana solidez de estas vastas torres y de muros había salvado al amedrentado conjunto de su total destrucción en los centenares de miles —quizá en los millones— de años que había permanecido muerto en medio de los feroces vientos de una altiplanicie yerta. «Corona Mundi» —«el Techo del Mundo»—. Toda clase de frases fantásticas acudieron a nuestros labios mientras mirábamos con vértigo el increíble espectáculo. Pensé una vez más en los primeros mitos ultraterrenos que tan persistentemente me habían venido a la mente, y obsesionado desde que vi por primera vez ese muerto mundo antártico

 

—los mitos de la diabólica meseta de Leng, del Mi-Go o abominable hombre de las nieves del Himalaya, de los manustcritos pnakóticos con sus implicaciones prehumanas, del culto de Cthulhu, del Necronomicón, de las leyendas hiperbóreas del informe Tsathoggua y del engendro estelar peor que informe asociado con esa semientidad.

 

Durante millas sin límite, aquello se extendía en todas direcciones sin atenuación; al seguir con la mirada todo aquel conjunto hacia la derecha y hacia la izquierda, a lo largo de la base de las estribaciones que lo separaban de la montaña, decidimos que no podíamos apreciar disminución alguna en su densidad, exceptuando un claro situado a la izquierda del desfiladero por el que habíamos entrado. Habíamos topado, por casualidad, con una parte limitada de algo de incalculable extensión. Las faldas de las montañas estaban salpicadas algo más parcamente de pétreas estructuras grotescas, que unían la terrible ciudad a los ya bien conocidos cubos y muros, que constituían evidentemente sus avanzadillas. Estos últimos, y también las extrañas bocas de cavernas, abundaban tanto en la vertiente interior como en la exterior de las montañas.

 

El pétreo laberinto sin nombre consistía en su mayor parte de muros de diez a cincuenta pies de altura y entre cinco y diez pies de grosor. Estaba formado principalmente por prodigiosos bloques de oscura pizarra primordial, esquistos y piedra arenisca, bloques en algunos casos de hasta 4 x 6 x 8 pies, aunque en varios lugares parecía estar labrado en un lecho desigual y macizo de roca de pizarra precámbrica. Los edificios estaban lejos de ser de igual tamaño, pues había innumerables configuraciones de enorme extensión semejantes a panales y otras más pequeñas y aisladas. La forma general de esas configuraciones tendía a ser cónica, piramidal o escalonada, aunque había salpicados aquí y allá cilindros perfectos, cubos perfectos, grupos de cubos y de otras formas rectangulares y raros edificios angulares, cuyo plano de cinco puntas daba una idea aproximada de modernas fortificaciones. Los constructores habían hecho uso constante y experto del principio del arco, y es probable que en sus tiempos de apogeo la ciudad tuviera bóvedas.

 

Todo el conjunto estaba monstruosa4nte afectado por la erosión, y la superficie helada de la que surgían las torres estaba llena de bloques caídos y de escombros de antigüedad incalculable. Allí donde la capa de hielo era transparente pudimos ver bases de gigantescas columnas y puentes de piedra, conservados por el hielo y que unían las distintas torres a diversas distancias del suelo. En los muros que quedaban a la vista pudimos distinguir vestigios de otros puentes más altos de la misma clase, ya desaparecidos. Una inspección más detenida reveló incontables ventanas de buen tamaño, algunas de las cuales estaban cerradas por un material petrificado que había sido madera, aunque las más de ellas bostezaban abiertas de un modo siniestro y amenazador. Naturalmente, muchas de las ruinas carecían de tejado y mostraban gabletes desiguales redondeados por el viento, en tanto que otras, de tipo más acentuadamente cónico o piramidal, o protegidas por edificios más altos, conservaban intacta su silueta a pesar del omnipresente derrumbamiento y corrosión. Utilizando los prismáticos apenas pudimos distinguir lo que parecían ser decoraciones esculpidas formando franjas horizontales—entre ellas curiosos grupos de puntos, cuya presencia en la antigua esteatita ahora cobraba una importancia inmensamente mayor.

 

En muchos lugares los edificios estaban completamente en ruinas y la capa de hielo profundamente hendida por varias causas geológicas. En otros la piedra estaba desgastada hasta el mismo nivel de la superficie helada. Una amplia franja, que se extendía desde el interior de la meseta hasta una hoz situada en las laderas de las estribaciones, como a una milla del desfiladero que habíamos atravesado, estaba totalmente libre de edificaciones. Dedujimos que probablemente se trataba del cauce de algún caudaloso río que en la era Terciaria, hace millones de años, fluyó a través de la ciudad hasta caer en algún prodigioso abismo subterráneo de la gran cordillera. Desde luego, era aquella sobre todo una región de cavernas, simas y secretos soterráneos que estaban más allá de la comprensión del hombre.

 

Recordando lo que sentimos entonces y nuestra confusión al ver aquel monstruoso conglomerado superviviente de eras remotísimas que habíamos creído anteriores a la humanidad, únicamente me cabe maravillarme de que conserváramos una actitud semejante al equilibrio, pero así fue. Naturalmente, sabíamos que algo —la cronología, las teorías científicas o nuestra propia conciencia— andaba deplorablemente equivocado. Y, sin embargo, conservamos la serenidad suficiente para pilotar el aeroplano -y hacer cuidadosamente una serie de fotografías que quizá puedan servirnos y puedan servir al mundo para bien. En mi caso puede que me ayudaran arraigados hábitos científicos, pues por encima de todo mi desconcierto y de la sensación de peligro, dominaba la ascendente curiosidad de profundizar más en ese secreto milenario, de saber qué clase de seres habían edificado y habitado este lugar incalculablemente gigantesco y qué relación con el mundo de su época o de otros tiempos había podido tener tan excepcional concentración de vida.

 

Pues aquello no había podido ser una ciudad corriente. Tuvo que constituir el núcleo primordial y el centro de algún arcaico e increíble capítulo de la historia terrenal, cuyas ramificaciones exteriores, sólo vagamente recordadas en los mitos más oscuros y deformados, se habían desvanecido totalmente en medio del caos de las convulsiones terrestres, mucho antes de que cualquier raza humana conocida saliera con paso vacilante del mundo de los simios. Aquí se extendía una megalópolis paleógena, en comparación con la cual las fabulosas Atlantis y Lemuria, Commoriom y Uzuldarum, y la Olathos de la tierra de Lomar son cosas recientes de hoy, ni siquiera de ayer; era una megalópolis comparable a blasfemias prehumanas dichas susurrando, blasfemias tales como Valusia, R’lyeh, Ib en la tierra de Mnar, y la Ciudad sin Nombre de la Arabia Desierta. Mientras volábamos sobre aquel laberinto de titánicas torres desnudas, mi imaginación escapaba en ocasiones a todo freno y vagaba sin norte por reinos de fantásticas asociaciones de ideas, llegando a tejer lazos entre este mundo perdido y algunas de mis figuraciones más insensatas acerca del vesánico horror del campamento.

 

El depósito de gasolina del aeroplano se había llenado sólo en parte para aligerar el peso todo lo posible, por lo que teníamos que tener cuidado en nuestra exploración. Aún así recorrimos una enorme extensión de terreno —o, mejor dicho, de aire— después de bajar planeando hasta una altura en la que el viento casi dejó de soplar. La cordillera parecía no tener límites, al igual que la aterradora ciudad de piedra que bordeaba sus laderas. Un vuelo de cincuenta millas en las dos direcciones no reveló cambio sustancial en el laberinto de rocas y edificios que surgían rasgando el eterno hielo como un cadáver. Había, sin embargo, algunas variaciones fascinantes, como lo esculpido en el cañón por el que el caudaloso río atravesara antaño las laderas para llegar al lugar en que se hundía en la tierra de la gran cordillera. Las alturas que daban entrada al cañón habían sido audazmente esculpidas hasta formar dos columnas ciclópeas, y algo tenía el desigual tallado en forma de barril que nos trajo a la memoria a Danforth y a mí semirrecuerdos extrañamente vagos, odiosos y confusos.

 

Vimos también varios espacios abiertos en forma de estrella, evidentemente plazas públicas, y percibimos varias ondulaciones en el terreno. Allí en donde se alzaba repentinamente una loma, ésta estaba ahuecada para construir con ella un destartalado edificio de piedra; pero había a lo menos dos excepciones. De ellas, una estaba demasiado arruinada por la erosión para permitir adivinar qué hubo en la cima del cerro, en tanto que la otra todavía ostentaba un fantástico monumento cónico tallado en la roca viva y que se asemejaba ligeramente a construcciones como la conocida Tumba de la Serpiente en el antiguo valle de Petra.

 

Volando tierra adentro desde las montañas, descubrimos que la ciudad no era de una anchura infinita, aunque su longitud a lo largo de las estribaciones parecía no tener fin. Al cabo de unas treinta millas, los grotescos edificios de piedra comenzaron a disminuir en número, y diez millas más allá llegamos a una desnuda planicie casi sin señales de edificio alguno. El cauce del río parecía marcado más allá de la dudad por una ancha franja hundida, en tanto que el terreno se hacía más escarpado y parecía elevarse gradualmente conforme se extendía hacia el Oeste arropado por la neblina.

 

Hasta entonces no habíamos efectuado ningún aterrizaje, pero abandonar la meseta sin hacer tentativa alguna de entrar en algunos de los inauditos edificios parecía inconcebible. Así que determinamos buscar algún lugar llano en las laderas cercanas a la garganta, aterrizar en él y prepararnos para hacer una exploración a pie. Aunque aquellas suaves laderas estaban cubiertas en parte por las ruinas diseminadas por ellas, pronto encontramos buen número de posibles lugares de aterrizaje. Luego de elegir el más cercano al desfiladero, pues habíamos de volar a través de la gran cordillera de regreso al campamento, a eso de las 12,30 del mediodía pudimos aterrizar en una explanada de nieve endurecida completamente libre de obstáculos y adecuada para efectuar después un despegue rápido y favorable.

 

No nos pareció necesario proteger el aeroplano con taludes de nieve para tan poco tiempo y en vista de la ausencia de viento en aquellas alturas; todo lo que hicimos fue asegurarnos de que los patines de aterrizaje quedaran firmemente sujetos y de que las partes vitales del aeroplano estuviesen resguardadas del frío. Para la expedición a pie descartamos las prendas de vuelo muy gruesas y forradas de pieles, y llevamos con nosotros un pequeño equipo, consistente en una brújula de bolsillo, una máquina de fotos, algunas provisiones, gruesos cuadernos y papel en abundancia, martillo y escoplo de geólogo, bolsas para las muestras de mineral, un rollo de cuerda de montañero y potentes linternas eléctricas con pilas de repuesto; llevábamos este equipo en el aeroplano por si se nos presentaba ocasión de aterrizar, tomar fotografías en tierra, hacer dibujos y trazar planos topográficos, además de recoger muestras de rocas en algunas de las desnudas laderas o en una cueva. Por fortuna, disponíamos de papel en abundancia para romper, meter en un saco y utilizarlo como en el tradicional deporte de «la liebre y los sabuesos» con el fin de dejar señales de nuestro recorrido en cualquiera de los laberintos anteriores en los que pudiéramos adentrar-nos. Lo llevábamos para el caso de que encontráramos una serie de cuevas en las que el aire estuviera lo bastante en calma como para permitirnos emplear este rápido y sencillo método en lugar del habitual de dejar en las rocas señales hechas con un escoplo.

 

Mientras bajábamos cautelosamente la pendiente de nieve encostrada hacia el asombroso laberinto de piedra que se alzaba amenazador contra el fondo de un Oeste opalescente, tuvimos una sensación casi tan aguda de estar a punto de experimentar maravillas como cuando, cuatro horas antes, nos habíamos aproximado al insondable paso de la cordillera. Es cierto que nuestros ojos se habían familiarizado con el increíble secreto oculto por la barrera de cumbres, y, sin embargo, la perspectiva de adentramos entre paredes primordiales alzadas por seres conscientes hacía tal vez millones de años —antes que pudiera haber existido ninguna raza humana conocida— no resultaba menos amedrentadora y posiblemente terrible por lo que suponía de anormalidad cósmica. Aunque la finura del aire a aquella prodigiosa altura hacía los esfuerzos más difíciles de lo corriente, tanto Danforth como yo vimos que lo soportábamos muy bien, y nos sentimos capaces de casi cualquier tarea que pudiera caemos en suerte. Solamente tuvimos que dar algunos pasos para llegar hasta unas ruinas informes que la erosión había dejado al ras del suelo, mientras que unas diez o quince varas más allá se alzaba un enorme bastión descubierto que todavía mostraba su gigantesca estructura de cinco puntas alcanzando una altura irregular de diez u once pies. Nos dirigimos hacia él, y cuando al fin pudimos llegar a tocar sus ciclópeos bloques tuvimos la sensación de haber establecido un eslabón sin precedentes, casi blasfemo, con olvidados eones normalmente arcanos para nuestra especie.

 

Este bastión, en forma de estrella, medía tal vez trescientos pies de punta a punta y estaba construido con bloques de arenisca jurásica de irregular tamaño, de caras que medían por término medio seis pies por ocho. A lo largo de las puntas de la estrella y de sus ángulos interiores se abría, a distancia casi simétrica, una fila de arcos o ventanas de unos cuatro pies de anchura y cinco de altura, cuyo extremo inferior quedaba como a cuatro pies de la superficie helada del suelo. Mirando a través de estos arcos y ventanas pudimos ver que el espesor de los muros era de cinco pies cumplidos, que en el interior no quedaba tabique alguno y que se percibían restos de franjas talladas o bajorrelieves en las paredes internas —hechos que, desde luego, ya habíamos adivinado al volar a poca altura por encima de ese bastión y de otros parecidos—. Aunque debieron existir en un principio partes bajas, todo vestigio de ellas estaba completamente oculto en aquel lugar por una espesa capa de nieve y hielo.

 

Entramos a gatas por una de las ventanas y tratamos en vano de descifrar los dibujos murales casi borrados, pero no tratamos de perturbar el helado suelo. Los vuelos de orientación nos habían indicado que muchos de los edificios de la ciudad propiamente dicha estaban menos tapados por el hielo y que tal vez podríamos encontrar interiores completamente despejados que nos permitieran llegar al verdadero piso bajo si entrábamos en un edificio que aún conservara tejado. Antes de abandonar el bastión lo fotografiamos minuciosamente y estudiamos con verdadero asombro su ciclópea obra de mampostería sin argamasa. Hubiéramos deseado tener allí a Pabodie, que con sus conocimientos de ingeniería quizá nos hubiera ayudado a comprender cómo pudieron manejarse aquellos bloques titánicos en época increíblemente lejana en que habían sido edificados la ciudad y sus alrededores.

 

Aquel recorrido de media milla cuesta abajo hasta la verdadera ciudad, mientras el viento de las alturas gemía en vano y salvajemente a través de los picos que se alzaban hacia el cielo al fondo, es algo que quedará grabado para siempre en mi mente con sus más ínfimos detalles. Solamente en fantásticas pesadillas podía un ser humano, excepto Danforth y yo, concebir tales efectos ópticos. Entre nosotros y los agitados vapores del Oeste se extendía aquel monstruoso revoltijo de hoscas torres de piedra, cuyas increíbles e improbables formas nos impresionaban renovadamente cada vez que las veíamos desde un ángulo distinto. Era un espejismo en piedra maciza, y, a no ser por las fotografías, todavía dudaría qué podía ser aquello. El tipo general de construcción era idéntico al del bastión que habíamos examinado, pero las formas extravagantes que revestían aquellas edificaciones en su manifestación urbana sobrepasan las posibilidades de la descripción.

 

Incluso las fotografías solamente ilustran uno o dos aspectos de su infinita variedad, de su solidez preternatural y de su exotismo totalmente foráneo. Había formas geométricas que Euclides difícilmente habría podido definir: conos con toda clase de irregularidades y truncamientos, configuraciones escalonadas con todo tipo de sugerentes desproporciones, respiraderos con extraños ensanchamientos de bulbo, columnas quebradas en curiosos agrupamientos y construcciones de cinco puntas o cinco lomos de grotesca demencia. Conforme nos acercamos pudimos ver lo que había bajo ciertas partes transparentes de la, capa de hielo y percibir algunos de los puentes tubulares de piedra que unían los edificios esparcidos, sin orden ni concierto, a varias alturas. Calles ordenadas no había, al parecer, ninguna, y la única franja anchurosa y despejada se hallaba a la izquierda, a una milla de distancia, en el lugar por donde debió discurrir el antiguo río que atravesó la ciudad para ir después a hundirse en las montañas.

 

Los prismáticos nos permitieron ver que abundaban las franjas horizontales de esculturas y grupos de puntos, todas ya casi borradas, y casi pudimos imaginar el aspecto que la ciudad debió de tener en su día, aunque la mayor parte de los tejados habían desaparecido y las partes superiores de las torres habían perecido inevitablemente. En conjunto, había sido un complejo revoltijo de tortuosas callejas y pasadizos, todos ellos a modo de profundos desfiladeros y algunos poco mejor que túneles, dada la gran altura de los edificios y los arcos de los puentes que pasaban sobre ellos. Extendida a nuestros pies se destacaba a la sazón, como la fantasía de un sueño, contra la neblina del Oeste, a través de cuyo extremo septentrional trataba de brillar el bajo sol rojizo de primera hora de la tarde; y cuando por un momento el sol encontró un impedimento más denso y la escena se ensombreció temporalmente, el efecto encerró una sutil amenaza que jamás podré definir. Incluso los débiles aullidos y silbidos del viento que no sentíamos, pero que soplaba en los desfiladeros que que. daban a nuestra espalda, adquirían un tono más salvaje de intencionada maldad. La última etapa de nuestro descenso a la ciudad resultó desacostumbradamente abrupta y empinada, y un saliente de piedra situado en el lugar en que variaba la inclinación de la pendiente nos hizo pensar que allí debió haber en otros tiempos una terraza artificial. Supusimos que bajo la capa de hielo debía haber un tramo de escalones o algo semejante.

 

Cuando por fin entramos en la ciudad, trepando por encima de montones de escombros y cohibidos por la opresiva proximidad y la imponente altura de los omnipresentes muros medio desmoronados y llenos de hoyos, volvieron nuestras sensaciones a ser de tal naturaleza que me maravilla el hecho de que conserváramos tal dominio de nosotros mismos. Danforth se mostraba francamente nervioso y comenzó a hacer conjeturas desagradablemente improcedentes acerca del horror del campamento, conjeturas que me afectaron tanto más porque no podía evitar el compartir con él ciertas conclusiones que nos obligaban a aceptar muchas de las características de aquella morbosa supervivencia de una antigüedad de pesadilla. Sus meditaciones influyeron también sobre su imaginación, pues al llegar a cierto lugar en que el pasadizo colmado de escombros cambiaba bruscamente de dirección se empeñó en decir que percibía en el suelo marcas borrosas que no eran de su gusto, mientras que en otros se detenía para escuchar imaginados sones que decía percibir procedentes de un punto indefinido —algo como el musical gemido de un caramillo, que recordaba en cierto modo el sonido del viento en las cuevas de las montañas y que, sin embargo, era inquietantemente distinto—. La constante presencia de aquella arquitectura en forma de estrella de cinco puntas y de los pocos arabescos mural que podían distinguirse, encerraban sugerencias oscuramente siniestras a las que no podíamos sustraernos, y que provocaban en nosotros una terrible certidumbre subconsciente acerca de los entes primitivos que habían crecido y habitado en aquel impío lugar.

 

Pese a todo, nuestro espíritu científico y aventurero no había perecido por completo, y llevamos a cabo mecánicamente nuestro programa de conseguir muestras de los diferentes tipos de roca representados en los muros. Queríamos reunir un juego bastante completo para poder sacar mejor conclusiones acerca de la antigüedad del lugar. Nada de cuanto vimos en los muros exteriores parecía datar de fecha posterior al período jurásico o al comanchiense, y ninguna de las piedras del conjunto era posterior al plioceno. La impresionante realidad era que vagábamos entre una muerte que había reinado allí durante, por lo menos, quinientos mil años, y muy probablemente muchos más.

 

Conforme avanzábamos entre aquel laberinto de luz crepuscular ensombrecida por la piedra, nos deteníamos ante todas las posibles aberturas para estudiar interiores e investigar posibles entradas. Algunas estaban fuera de nuestro alcance, en tanto que otras solamente conducían a ruinas obstruidas por el hielo y tan desnudas y carentes de techumbre como el bastión de la ladera. Una, empero, espaciosa y tentadora, se abría ante un abismo al parecer insondable y sin que se percibiera medio alguno de bajada. De cuando en cuando tuvimos ocasión de examinar la madera petrificada de un postigo que había sobrevivido, impresionándonos la fabulosa antigüedad que delataba el grano, todavía perceptible. Aquella madera procedía de gimnospermas y coníferas de la era mezosoica —especialmente de árboles cicadáceos cretáticos—, y de miraguanos y angiospermas de la era terciaria. Nada vimos decididamente posterior al plioceno. La colocación de estos postigos —cuyos bordes mostraban las señales dejadas por bisagras de extrañas formas desaparecidas mucho tiempo atrás— indicaba que se utilizaron para diversos fines, pues algunos estaban en el interior y otros en el exterior de los anchos bastidores. Parecían haber quedado encajadas en su lugar, por lo que habían sobrevivido a la oxidación de las desaparecidas piezas de sujeción, probablemente metálicas.

 

Pasado algún tiempo llegamos ante una hilera de ventanas —situada en las partes salientes de un colosal cono de cinco aristas y de ápice intacto— que daban a una vasta estancia bien conservada y de suelo enlosado; pero estaban demasiado altas para permitir bajar desde ellas sin ayuda de una cuerda. Disponíamos de cuerdas, pero no queríamos molestarnos en efectuar aquel descenso de veinte pies, a menos que nos viéramos obligados a ello, especialmente en medio de aquel aire sutil de la altiplanicie, en el que el corazón se veía sometido a un esfuerzo mayor.

 

Aquella enorme estancia era probablemente una sala o lugar de reunión, y las linternas eléctricas nos mostraron esculturas de vigoroso modelado, precisas y posiblemente impresionantes, ordenadas a lo largo de las paredes en amplias franjas horizontales separadas por otras franjas igualmente anchas de arabescos convencionales. Tomamos buena nota del lugar y nos propusimos entrar por él, a menos que encontráramos otro interior de más fácil acceso.

 

Pero al fin encontramos exactamente la entrada deseada, un arco de unos seis pies de anchura y diez de altura que se alzaba en el extremo anterior dé un puente elevado que había cruzado en tiempos sobre una callejuela y que quedaba ahora como a cinco pies de altura sobre el actual nivel del suelo helado. Estos arcos, naturalmente, se hallaban al nivel de los pisos altos, y, en este caso, todavía existía uno de aquellos pisos. El edificio al que así podía accederse consistía en una serie de terrazas escalonadas y rectangulares que quedaban a nuestra izquierda y miraban hacia el Oeste. Al otro extremo de la callejuela, donde se abría el otro arco, había Ún cilindro muy deteriorado sin ventanas y con un curioso abultamiento a unos diez pies por encima de la abertura. En el interior la oscuridad era total y el arco parecía abrirse sobre un vacío infinito.

 

Los escombros amontonados hacían doblemente fácil la entrada al vasto edificio de la izquierda, y, sin embargo, vacilamos un momento antes de aprovechar tan esperada ocasión. Pues aunque habíamos penetrado en aquel laberinto de arcaicos misterios, hacia falta un renovado valor para entrar en un edificio completo, superviviente de un mundo fabulosamente antiguo y cuya horrenda naturaleza se nos revelaba cada vez más claramente. Pero acabamos por decidirnos, y trepamos sobre los escombros hasta el arco. El suelo de allende el arco estaba cubierto por grandes losas y parecía constituir la salida de un largo corredor, de alto techo y paredes esculpidas.

 

Al observar la gran cantidad de corredores abovedados que salían de él y darnos cuenta de la probable complejidad del panal de habitaciones que debía de haber en su interior, decidimos emplear el sistema de la «liebre y los sabuesos» para marcar el camino recorrido. Hasta entonces la brújula y las momentáneas visiones de la vasta cadena de montañas que aparecía entre las torres que quedaban a nuestra espalda habían bastado para evitar que nos perdiéramos; pero de ahora en adelante nos sería necesario recurrir a otros artificios. Así, pues, rompimos el papel en trozos de un tamaño conveniente, metimos éstos en un saco que había de llevar Danforth y nos dispusimos a emplearlos con toda la economía que nos permitiera nuestra seguridad. Este método nos inmunizaba contra el riesgo de extraviarnos, pues no parecía que dentro del antiquísimo edificio soplara con fuerza ninguna corriente de viento. Si éste llegara a levantarse, o si se nos agotaran los trozos de papel, naturalmente, recurriríamos al método más seguro, aunque más lento y tedioso, de hacer marcas en las piedras con el escoplo.

 

Qué extensión tendría el territorio que acabábamos de descubrir era cosa imposible de adivinar sin hacer alguna exploración. La estrecha y frecuente comunicación entre los distintos edificios hacía probable que pudiéramos pasar de uno a otro por puentes situados a un nivel inferior al de la capa glacial, exceptuando los casos en que nos lo impidieran los derrumbamientos locales y las fallas geológicas, pues parecía que el hielo había entrado poco dentro de los edificios. Casi todas las zonas de hielo transparente nos habían permitido ver bajo él ventanas fuertemente cerradas con postigos, como si la ciudad hubiera sido dejada en ese estado uniforme hasta que el hielo vino a cristalizar la parte baja para siempre. Realmente daba la impresión no poco curiosa de que la ciudad había sido clausurada deliberadamente y abandonada en algún remotísimo y oscuro periodo, y no que hubiera sido víctima de alguna imprevista catástrofe, y menos aún de una paulatina decadencia. ¿Acaso se previó la llegada del hielo y una población sin nombre conocido abandonó la ciudad en masa para ir en busca de habitáculos más propicio? Las condiciones fisiográficas precisas que acompañaron a la formación de la capa de hielo era cuestión cuya solución tendría que buscarse en otro momento. Estaba claro que no fue un impulso violento y repentino lo que obligó a la emigración. Tal vez fuera el peso de la nieve acumulada, o quizá alguna inundación del río, o algún glaciar que rompiera su milenario muro helado de contención allá en la gran cordillera lo que contribuyera a crear la actual situación que podíamos observar. La imaginación podía concebir casi cualquier cosa en relación con aquel lugar.

 

 

 

VI

 


Seria tedioso dar cuenta detallada y consecutiva de nuestro vagar por aquel laberinto cavernoso, muerto durante muchos eones, por entre aquellas construcciones arcaicas, por aquella monstruosa guarida de secretos remotos que ahora respondían con su eco, por primera vez tras incontables eras, al rumor de pasos humanos. Gran parte de aquel horrendo drama y de las espantosas revelaciones, procedió del mero estudio de las omnipresentes escenas esculpidas en los muros. Las fotografías tomadas con flash de esos bajorrelieves contribuirán a demostrar la verdad de cuanto estamos descubriendo, y es de lamentar que no lleváramos con nosotros mayor cantidad de película. Cuando se nos acabaron los carretes, hicimos dibujos rudimentarios de algunos de los detalles más destacados en nuestros libros de notas.

 

El edificio en que habíamos entrado era de gran tamaño y complejidad, y nos dio una idea impresionante de la arquitectura de aquel ignoto pasado geológico. Las particiones interiores eran menos gruesas que los muros exteriores, pero en las partes bajas estaban muy bien conservadas. Una complejidad laberíntica caracterizaba la disposición de las piezas, incluidas curiosas irregularidades de nivel; e indudablemente nos hubiéramos extraviado desde el principio de la exploración a no ser por la pista de papeles que fuimos dejando a nuestra espalda. Decidimos explorar primeramente las partes altas más deterioradas, por lo que ascendimos una distancia de unos cien pies hasta la planta superior, donde las cámaras se abrían ruinosas y cubiertas de nieve bajo el cielo polar. Efectuamos el ascenso por empinadas rampas de piedra dotadas de travesaños que hacían por doquier las veces de escaleras. Las estancias que encontramos tenían todas las formas y dimensiones imaginables, desde salas en forma de estrella de cinco puntas a triángulos y cubos perfectos. Puede decirse que las más de ellas tenían una superficie de treinta pies de ancho, treinta de largo y veinte de altura, aunque encontramos otras de mayores dimensiones. Después de examinar detenidamente las plantas superiores y la del nivel del hielo, bajamos, piso por piso, a la parte sumergida, en donde pronto advertimos que nos hallábamos en un continuo laberinto de cámaras y pasadizos que probablemente conducían a otras zonas ilimitadas situadas fuera de aquel edificio. El ciclópeo espesor de los muros y las gigantescas dimensiones de cuanto nos rodeaba resultaban curiosamente opresivos; y algo vago pero profundamente inhumano se revelaba en todos los contornos, proporciones, decorados y matices de construcción del arcaico y repulsivo tallado de la piedra. Pronto comprendimos, por lo que revelaban los bajorrelieves, que aquella monstruosa ciudad tenía una antigüedad de muchos millones de años.

 

Aún no podemos explicar los principios de ingeniería que se aplicaron para lograr el anómalo equilibrio y acoplamiento de aquellas inmensas masas de piedra, aunque resultaba claro que se había hecho gran uso de los arcos. Las estancias en que entramos estaban completamente vacías de cualquier objeto portátil, lo que confirmaba nuestra creencia de que la ciudad había sido abandonada deliberadamente. La principal característica de la decoración era el sistema casi universal de bajorrelieves murales que tendían a extenderse en franjas horizontales continuas de un ancho de tres pies y dispuestas paralelamente desde el suelo hasta el techo, alternando con listas de igual anchura reservadas para caprichosos dibujos geométricos. Alguna excepción había de esta disposición, pero su preponderancia era completa. No obstante, se veían con frecuencia una serie de medallones embutidos en las franjas de arabescos, pero cuyas lápidas solamente mostraban un conjunto de puntos curiosamente agrupados.

 

Pronto constatamos que la técnica empleada era madura, consumada y de una estética muy evolucionada correspondiente al más alto grado de civilización, aunque totalmente ajena en todos sus detalles a cualquier tradición artística del género humano. En cuanto a delicadeza de ejecución, superaba la de todas -las esculturas que he visto jamás. Los detalles más pequeños de las complicadas plantas o de la vida animal estaban interpretados con asombroso realismo a pesar de la gran escala de las tallas, y los dibujos decorativos eran verdaderas maravillas de habilísima complejidad. Los arabescos mostraban una manifiesta utilización de principios matemáticos y estaban formados por líneas curvas de misteriosa simetría y ángulos basados en el número cinco. Las franjas de arte representativo se atenían a una tradición muy formalista y revelaban un peculiar tratamiento de la perspectiva, aunque poseían una fuerza que nos afectó profundamente a pesar del abismo de larguísimos períodos geológicos que nos separaba de ellas. El método de diseño se basaba en una singular yuxtaposición de la sección transversal con la silueta bidimensional, revelando una psicología analítica superior a la de cualquier raza conocida de la antigüedad. En vano trataría de comparar aquel arte con otro cualquiera representado en nuestros museos. Quienes vean las fotografías que obtuvimos es probable que encuentren la analogía más cercana a ellos en ciertos conceptos grotescos de los futuristas más audaces.

 

La tracería de arabescos consistía totalmente en líneas hundidas, cuya profundidad en los muros no erosionados era de entre una y dos pulgadas. Cuando aparecía algún medallón con grupos de puntos en él —evidentemente inscripciones en algún idioma y alfabetos primitivos e ignotos—-, el rebajamiento de la superficie lisa sería tal vez de una pulgada y media, y la de los puntos quizá media pulgada más. Las franjas de bajorrelieves eran de técnica de embutido, y el fondo estaba rebajado como dos pulgadas en relación con la superficie original del muro. En algunos casos se podían percibir ligeros vestigios de color, pero los incontables eones transcurridos habían desintegrado y hecho desaparecer de forma casi uniforme cualquier pigmento que sobre ellos se hubiera podido aplicar. Cuanto más estudiábamos aquella maravillosa técnica, más admirábamos la obra. Bajo el riguroso convencionalismo se percibía la minuciosa y exacta observación y la habilidad pictórica de los artistas; y, de hecho, esas mismas convenciones servían para simbolizar y acentuar la verdadera esencia, o vital diferenciación de todos los objetos representados. Presentimos también que más allá de esas evidentes excelencias existían otras ocultas que escapaban a nuestra percepción. Algunos rasgos aquí y allá insinuaban vagamente símbolos latentes y estímulos que una capacidad mental ‘y emotiva diferente, y un equipo sensorial más completo que el nuestro podía haber dotado de un significado más profundo y conmovedor.

 

Los temas de los bajorrelieves pertenecían evidentemente a la vida de la desaparecida época en que se tallaron y contenían una gran parte de su historia. Era este anómalo sentido histórico de aquella raza primigenia —circunstancia casual que por una coincidencia obraba milagrosamente a nuestro favor— lo que hacía tan asombrosamente informativos los bajorrelieves y lo que nos impulsó a anteponer las fotografías y la transcripción a cualquier otra consideración. En algunas de las cámaras alteraba la disposición habitual la presencia de mapas, cartas astronómicas y otros dibujos de naturaleza científica a gran escala, todo lo cual vino a constituir una ingenua y terrible corroboración de lo que habíamos deducido de las franjas y frisos pictóricos. Al insinuar lo que todo aquello revelaba, únicamente me cabe esperar que mi relato no despierte una curiosidad superior a la sensata cautela en quienes lleguen a creerme. Sería una tragedia que alguien se sintiera atraído por aquellos dominios de la muerte y el horror tentado precisamente por mis advertencias dirigida a desalentar de tal empresa.

 

Interrumpían aquellos muros decorados ventanas elevadas y arcos de doce pies de alto; unas y otras conservaban los tableros petrificados, profusamente tallados y pulidos, de postigos y hojas de puerta. Todos los accesorios metálicos que habían desaparecido mucho tiempo atrás, pero algunas de las puertas se mantenían cerradas y nos vimos obligados a abrirlas a la fuerza para pasar de una cámara a otra. Aquí y allá se conservaban, aunque no en número considerable, algunos marcos de ventana con extraños entrepaños transparentes, elípticos los más de ellos. También había abundantes hornacinas de gran tamaño, generalmente vacías, aunque de tarde en tarde alguna contenía un extraño objeto tallado en esteatita verde, que, o estaba roto, o se consideró de valor insuficiente para justificar su traslado. Había otras aberturas indudablemente relacionadas con desaparecidos utensilios mecánicos

 

—de calefacción, iluminación y cosas del tipo que sugerían muchos de los bajorrelieves. Los techos tendían a la sencillez, pero algunas veces estaban decorados con incrustaciones de esteatita verde o con azulejos de varias clases, casi todos ellos desaparecidos. Los suelos estaban, en ocasiones, igualmente cubiertos de azulejos, pero predominaban los suelos enlosados.

 

Como he dicho anteriormente, no se veían muebles ni enseres, pero los bajorrelieves daban clara idea de los extraños objetos que habían visto aquellos aposentos semejantes a panteones llenos de sonoros ecos. A niveles superiores al de la capa de hielo, los suelos aparecían por lo general cubiertos de escombros y suciedad, pero más abajo unos y otra disminuían. En algunos de los corredores y aposentos más bajos apenas había sino polvo arenoso o añejas incrustaciones, mientras que en otras estancias se advertía una misteriosa limpieza como de lugar recién barrido. Naturalmente, en donde había habido derrumbamiento, los aposentos bajos estaban tan colmados de escombros como los de arriba. Un patio central —como en otras edificaciones que habíamos visto desde lo alto— libraba a las estancias interiores de la total oscuridad por lo que rara vez tuvimos que utilizar las linternas eléctricas en las cámaras de arriba, excepto para estudiar los detalles esculpidos. Pero bajo la capa de hielo aumentaba la penumbra; y en muchos lugares de la laberíntica planta baja, la oscuridad llegaba a ser casi absoluta.

 

Para formarse aunque no sea más que una idea rudimentaria de lo que fueron nuestros pensamientos y sensaciones conforme penetrábamos en aquel laberinto de silencio más que milenario y de mampostería ajena a la humanidad, sería menester correlacionar un caos desesperadamente enmarañado de huidizos estados de ánimo, recuerdos e impresiones. La misma enorme antigüedad y la mortal desolación del lugar bastaban para abrumar casi a cualquier persona sensible, pero además de estos elementos contaban el reciente e inexplicado horror del campamento y las revelaciones que pronto habíamos de encontrar en las espeluznantes imágenes esculpidas que nos rodeaban. En el momento en que nos encontramos ante un fragmento de bajorrelieve en perfecto estado, con imágenes tan claras que no permitían las interpretaciones erróneas, no tuvimos más que estudiarlo brevemente para descubrir la horrible verdad —una verdad que seria ingenuo pretender que Danforth y yo, cada uno por su cuenta, no habíamos sospechado con antelación, aunque nos hubiéramos abstenido incluso de insinuárnosla mutuamente. Ya no podía caber duda ninguna acerca de la naturaleza de los seres que habían edificado esta monstruosa ciudad muerta y que habían vivido en ella hacia millones de años, cuando los antepasados del hombre eran mamíferos arcaicos y primitivos y cuando los gigantescos dinosaurios vagaban por las tropicales estepas de Europa y de Asia.

 

Hasta entonces nos habíamos aferrado a una desesperada alternativa y habíamos insistido —cada uno en su fuero interno— en que la omnipresencia del tema de las cinco puntas sólo significaba algún tipo de exaltación cultural o religiosa de un objeto natural arcaico que encarnaba claramente dicha forma, igual que los motivos decorativos de la Creta minoica exaltaban el toro sagrado, los de Egipto el escarabajo, los de Roma el lobo y el águila, y las diversas tribus salvajes un animal totémico. Pero este único refugio nos fue arrebatado ahora obligándonos a enfrentarnos definitivamente con una realidad peligrosa para la razón y que indudablemente el lector de estas páginas hace ya tiempo que ha adivinado. Apenas puedo soportar la idea de escribirlo ni siquiera ahora, pero tal vez no sea necesario.

 

Lo que se crió y habitó dentro de aquellos formidables edificios en la era de los dinosaurios no fueron, desde ‘luego, dinosaurios, sino algo mucho peor. Estos eran seres nuevos y casi desprovistos de cerebro, pero los constructores de la ciudad eran sabios y viejos y habían dejado ciertas señales en las piedras que, induso entonces, llevaban colocadas casi mil millones de años, piedras colocadas antes que la vida —tal como ‘hoy la conocemos— hubiera pasado de ser más que un dúctil grupo de células, piedras colocadas antes que hubiera existido en la Tierra vida verdadera. Ellos fueron sin duda los que crearon y esclavizaron esa vida y los modelos en que se basaban los pérfidos mitos primigenios que se insinúan temerosamente en los Manuscritos Pnakóticos y en el Necronomicón. Eran los Primordiales que habían bajado de las estrellas cuando la Tierra era joven —los seres cuya sustancia había modelado una extraña evolución y cuyos poderes eran mayores de los que jamás habían existido en este planeta. ¡Pensar que solamente ayer Danforth y yo habíamos contemplado trozos de sustancia fosilizada hacía millares de anos y que el desgraciado Lake y sus compañeros habían visto su figura completa...!

 

Naturalmente, me es imposible relatar en el debido orden las etapas en que reunimos lo que hoy sabemos acerca de aquel monstruoso capítulo de la vida prehumana. Después de la primera impresión producida por la certeza de las revelaciones tuvimos que detenernos algún tiempo para reponemos, y eran más de las tres cuando comenzamos nuestro verdadero recorrido de investigación sistemática. Las esculturas del edificio en que entramos eran de una época relativamente menos remota —quizá de hace dos millones de años— según los indicios geológicos, biológicos y astronómicos, y tenían un estilo que pudiera llamarse decadente al compararlo con el de las muestras que encontramos en otros edificios después de cruzar puentes bajo la capa de hielo. Uno de los edificios, tallado todo él en la roca viva, parecía remontarse a una antigüedad de cuarenta o quizá cincuenta millones de años —al Eoceno inferior o Cretáceo superior— y contenía bajorrelieves de un arte superior a todo lo que hasta entonces habíamos encontrado, con una tremenda excepción. Aquélla fue, según hemos convenido posteriormente, la vivienda más antigua que atravesamos.

 

De no ser por el testimonio de las fotografías sacadas con la ayuda de flash y que se publicarán en breve, me abstendría de decir lo que encontré y deduje, para que no me encerraran por loco. Naturalmente, las partes infinitamente primitivas de este relato compuesto de muchos fragmentos, las que atañen a la vida preterrestre de los seres de cabeza estrellada en otros planetas, en otras galaxias y en otros universos, pueden interpretarse fácilmente como la fantástica mitología de esos mismos seres, pero esas partes se aproximaban en ocasiones de manera tan prodigiosa a los más modernos descubrimientos de la ciencia matemática y de la astrofísica que apenas sé qué pensar. Que juzguen otros cuando vean las fotografías que he de publicar.

 

Naturalmente, ninguno de los bajorrelieves que encontramos contaba más que una fracción de un relato continuo, ni nosotros descubrimos las diversas etapas de la narración en su debido orden. Algunas de las vastas estancias constituían unidades independientes en cuanto a las esculturas que contenían, mientras que en otros casos una misma crónica se continuaba a través de una serie de pasillos y habitaciones. Los mapas y diagramas mejores estaban en los muros de un terrible abismo que quedaba por debajo del antiguo nivel del suelo, una caverna de doscientos pies cuadrados aproximadamente y una altura de unos sesenta pies, y que fue casi con seguridad un centro de enseñanza de una u otra clase. Había muchas estimulantes repeticiones del mismo material en diferentes cámaras y edificios, pues ciertos capítulos y ciertos resúmenes o fases de su historia racial habían sido, evidentemente, los preferidos de los distintos decoradores y habitantes de aquellos edificios. En ocasiones, sin embargo, las diversas variantes de un mismo tema nos fueron de gran utilidad para aclarar algunos puntos discutibles y para rellenar algunas lagunas.

 

Todavía me asombra que pudiéramos deducir tanto en el poco tiempo de que dispusimos. Naturalmente, aun hoy solamente tenemos un esbozo de la historia, y gran parte de él lo conseguimos más tarde mediante el estudio de las fotografías y de los dibujos que hicimos. Puede que sea el efecto de ese estudio posterior, del revivir de los recuerdos y de las impresiones difusas conservadas, actuando en conjunción con su sensibilidad general y con aquel supuesto ‘horror supremo que creyó haber visto y cuya esencia ni a mi quiere revelar, lo que ha causado el derrumbamiento mental de Danforth. Pero era inevitable, pues no podíamos hacer una advertencia documentada sin dar la información más completa posible, y su publicación era una necesidad primordial. Ciertos influjos que aún persisten en aquel desconocido mundo antártico de tiempo desordenado y leyes naturales desconocidas, hacen absolutamente necesario que se desaliente toda futura exploración.

 


VII

 


El relato completo, en la medida en que hayamos podido descifrarlo, se publicará en un boletín oficial de la Universidad Miskatónica. Aquí solamente esbozaré los puntos descollantes de manera informe y desordenada. Míticos o no, los bajorrelieves relataban la llegada a la tierra naciente y sin vida de esos seres con cabeza en forma de estrella venidos a través del espacio cósmico; su llegada y la de muchos otros entes extraños a la Tierra que en ocasiones emprenden exploraciones espaciales. Parece que podían atravesar el éter interestelar con sus grandes alas membranosas —lo que confirma de extraña manera algunas leyendas populares montañesas que me contó hace mucho tiempo un colega especializado en saberes antiguos. Habían vivido bajo las aguas del mar largo tiempo, edificando en su fondo ciudades fantásticas y sosteniendo terribles combates con adversarios sin nombre empleando extraños aparatos activados por principios energéticos desconocidos. Es evidente que sus conocimientos científicos y mecánicos superaban con mucho los del hombre actual, aunque utilizaban sus formas más amplias y complicadas solamente en caso de obligada necesidad. Algunos de los bajorrelieves daban la idea de que habían pasado en otros planetas por una fase de vida mecanizada, pero al encontrar sus efectos emotivamente nada satisfactorios, la habían rechazado. Su dureza orgánica poco natural y la sencillez de sus necesidades los ‘hacia especialmente capaces de adaptarse a una vida superior sin necesidad de los más especializados frutos de la manufactura artificial, y aun sin ropas, excepto para protegerse algunas veces contra los elementos.

 

Fue bajo las aguas del mar donde en un principio, para alimentarse y más tarde por otros motivos, crearon primeramente la vida terrestre, empleando las sustancias que tenían a su alcance según métodos conocidos desde antiguo. Los experimentos más complicados vinieron después de la aniquilación de varios enemigos cósmicos. Habían hecho lo mismo en otros planetas luego de fabricar no solamente los alimentos necesarios, sino también ciertas masas protoplásmicas multicelulares capaces de formar con sus tejidos toda clase de órganos temporales bajo influencia hipnótica, siendo así los esclavos ideales para ejecutar el trabajo pesado de la comunidad. Estas masas viscosas eran sin duda aquellas a las que Abdul Alhazred se había referido entre susurros dándoles el nombre de «shogoths» en su aterrador Necronomicón, aunque ni siquiera aquel árabe demente había insinuado que existieran algunos en la Tierra, salvo en los sueños de quienes hubieran masticado ciertas hierbas alcaloides. Cuando los Primordiales de este planeta hubieron sintetizado sus sencillos alimentos y creado un número suficiente de shogoths, permitieron que se desarrollaran otros grupos de células para que formaran otras clases de vida animal y vegetal con diversos fines, extirpando aquellas cuya presencia llegó a molestarles.

 

Con la ayuda de los shogoths, cuyas prolongaciones podían levantar pesos prodigiosos, las pequeñas ciudades submarinas crecieron hasta transformarse en imponentes laberintos de piedra no muy diferentes de los que luego se alzarían en tierra. De hecho, los Primordiales, adaptables en extremo, habían vivido durante largo tiempo en la superficie en otras partes del universo y probablemente conservaban muchas de las tradiciones de la edificación terrestre. Mientras estudiábamos la arquitectura de estas ciudades paleontológicas esculpidas en relieves, induso aquella cuyos pasadizos muertos en remotísimas eras recorríamos ahora, nos impresionó una curiosa coincidencia que todavía no hemos tratado de explicarnos ni a nosotros mismos. Los remates de los edificios, que en la ciudad real que nos rodeaba habían sufrido en lejanas eras las inclemencias del tiempo hasta quedar convertidos en ruinas informes, aparecían claramente representados en los bajorrelieves formando racimos de agudos chapiteles, de delicados pináculos que acababan en forma cónica o piramidal, y ringleras de finos discos en forma de festones horizontales que coronaban respiraderos verticales. Esto era exactamente lo que habíamos’ visto en aquel espejismo descomunal y portentoso, proyectado por una ciudad extinta carente de tales siluetas desde hacía millares y decenas de millares de años y que sorprendió nuestros ojos ignorantes al surgir en las alturas contra el fondo inescrutable de las montañas cuando nos acercábamos por primera vez al campamento devastado del desgraciado Lake.

 

Muchos tomos se podrían escribir acerca de la vida de los Primordiales en el fondo del mar y de la que luego llevarían los que emigraron a tierra. Aquellos que habitaron en aguas profundas habían conservado por completo el sentido de la vista que tenían localizada en los extremos de sus cinco tentáculos cefálicos, y habían practicado el arte de la escultura y la escritura en la forma habitual, empleando para escribir un estilete en superficies enceradas impermeables. Los que habitaban a ma yores profundidades marinas, aunque utilizaban un curioso organismo fosforescente para alumbrarse, suplian la vista con misteriosos sentidos especiales que requerían el uso de los cilios prismáticos de la cabeza —sentidos que permitían a los Primordiales prescindir parcialmente de la luz en casos de apuro. Sus formas de escultura y escritura cambiaron curiosamente cuando descendieron a las profundidades y adoptaron ciertos métodos de revestimiento al parecer químicos —probablemente para conseguir fosforescencia— que los bajorrelieves no explicaban con claridad. Estas criaturas se movían dentro del mar en parte nadando, utilizando los brazos crinoideos laterales, y en parte arrastrándose impulsados por la fila inferior de tentáculos que albergaban las falsas patas. Algunas veces volaban distancias considerables utilizando para ayudarse sus dos o cuatro alas plegables en forma de abanico. En tierra empleaban habitualmente las pseudopatas, pero algunas veces realizaban vuelos a gran altura y recorrían largas distancias con las alas. Los abundantes y finos tentáculos en que se dividían los brazos crinoideos eran de coordinación muscular y nerviosa infinitamente delicada, flexibles y fuertes, proporcionándoles una enorme habilidad para ejecutar toda clase de labores artísticas y manuales de otra índole.

 

La resistencia y dureza de aquellas criaturas era sorprendente. Ni siquiera’ las tremendas presiones de las mayores profundidades marinas parecían capaces de afectarlas. Diriase que eran pocas las que morían, excepto de resultas de la violencia, y sus lugares de enterramiento eran escasos. El hecho de que enterraran a sus muertos verticalmente cubriéndolos con túmulos en forma de cinco puntas, nos sugirió a Danforth y a mí pensamientos que hizo necesaria una nueva pausa para recuperarnos cuando los bajorrelieves nos lo revelaran. Aquellos seres se multiplicaban por medio de esporas —como plantas pteridofitas, que es lo que supuso Lake—, pero como consecuencia de su extraordinaria resistencia y longevidad, no necesitaban reproducirse en exceso de forma que no fomentaban el desarrollo en gran escala de nuevos gametos excepto cuando iban a colonizar nuevas regiones. Los jóvenes maduraban con rapidez y recibían una enseñanza evidentemente muy superior a la que podemos imaginar. Su vida intelectual y estética estaba muy desarrollada y daba vida a un conjunto extremadamente arraigado de costumbres e instituciones que describiré con más detalle en la monografía que tengo en preparación. Las unas y las otras variaban ligeramente según el lugar de residencia fuera marino o terrestre, pero los fundamentos eran iguales en lo esencial.

 

Aunque por ser vegetales podían nutrirse de sustancias inorgánicas, preferían los alimentos orgánicos, y especialmente los de origen animal. Comían crudos los alimentos de origen marino, pero cocinaban las viandas en tierra. Cazaban y criaban ganado de carne, al que sacrificaban empleando instrumentos muy afilados cuyas señales en ciertos huesos fósiles habían observado los miembros de nuestra expedición. Aguantaban todas las temperaturas ambientales maravillosamente, y en su estado natural podían vivir en aguas a temperaturas próximas a los cero grados centígrados. Sin embargo, cuando arreciaron los fríos del plioceno hace casi un millón de años, los que habitaban en tierra tuvieron que recurrir a medidas especiales, entre ellas la calefacción artificial, hasta que el frío mortal les obligó, al parecer, a volver al mar. Para realizar sus vuelos prehistóricos a través del espacio cósmico, según la leyenda, absorbían ciertos productos químicos que casi los independizaba de la alimentación, la respiración, el frío y el calor, pero cuando llegó la gran ¿poca glacial ya se había perdido el método. En cualquier caso, no hubieran podido prolongar indefinidamente ese estado artificial sin causarse daño.

 

Al no emparejarse y .tener una estructura semivegetal, los Primordiales carecían de base biológica para la fase familiar de la vida de los mamíferos, pero parece que muchos de ellos compartian viviendas basándose en el principio de aprovechamiento del espacio, y, según pudimos colegir de las ocupaciones y entretenimientos de los compañeros de vivienda representados en los bajorrelieves, en la placentera asociación mental. Al amueblar las viviendas, conservaban todo en el Centro de la inmensa estancia y dejaban los espacios murales para la decoración. La iluminación, en el caso de los que habitaban en tierra, la conseguían mediante un procedimiento probablemente electroquímico. Tanto en tierra como bajo el agua, utilizaban curiosas mesas, sillas y divanes como bastidores cilíndricos, pues reposaban y dormían erguidos con los tentáculos plegados, y estanterías para los conjuntos de superficies punteadas que constituían sus libros.

 

El gobierno era, evidentemente, complejo y probablemente de tipo socialista, aunque nada podía deducirse con certidumbre acerca de esto de los bajorrelieves que vimos. Era grande el movimiento comercial, tanto el local como entre distintas ciudades, empleándose como dinero pequeñas fichas grabadas de cinco puntas. Probablemente los trozos de esteatita verdosa más pequeños encontrados por nuestra expedición correspondieran a esa clase de monedas. Aunque la cultura era primordialmente urbana, existía algo de agricultura y gran actividad ganadera. También se dedicaban a la minería y existían algunas actividades fabriles. Viajaban mucho, pero la emigración permanente no parecía ser muy frecuente, si se exceptúan los grandes movimientos colonizadores mediante los cuales se extendía la raza. No empleaban ayuda externa alguna para la locomoción personal, pues los Primordiales, tanto en la tierra como en el aire y en el agua, parecían poseer posibilidades de moverse a enorme velocidad. Las cargas, sin embargo, las arrastraban bestias de tiro: los shogoths bajo el agua y una curiosa variedad de vertebrados primitivos en los años posteriores de existencia terrestre.

 

Estos vertebrados, así como otras infinitas formas de vida —animal y vegetal, marina, terrestre y aérea—, eran producto de una evolución no dirigida de células vivas creadas por los Primordiales, pero cuyo desarrollo quedaba fuera del radio de su atención. Se les había permitido desarrollarse libremente porque no habían provocado conflictos a los seres dominantes. Las formas evolucionadas que resultaban inconvenientes se exterminaban mecánicamente. Nos llamó la atención ver en algunas de las últimas esculturas más decadentes a un mamífero primitivo de torpe andar utilizado unas veces como alimento y otras como jocoso bufón por parte de los habitantes terrestres, mamífero cuyo carácter de predecesor de simios y seres humanos era inconfundible. Para edificar las ciudades terrestres, las inmensas piedras de las altas torres las subían generalmente pterodáctilos de grandes alas, de una especie desconocida hasta ahora por la paleontología.

 

La pervivencia de los Primordiales a través de los diversos cambios y convulsiones geológicas de la corteza terrestre fue casi milagrosa. Aunque pocas de sus ciudades primeras (tal vez ninguna) sobrevivieron a la Era Arcaica, no existió interrupción alguna de su civilización o en la transmisión de sus anales. El lugar original de su llegada al planeta fue el Océano Antártico, y es probable que llegaran no mucho después que la materia de que se formó la Luna se desprendiera del cercano Pacífico Sur. Según uno de los mapas esculpidos, todo el globo estaba entonces sumergido bajo el agua, y las ciudades de piedra fueron esparciéndose más y más, alejándose del Antártico según pasaban los eones. Otro mapa mostraba una gran masa de tierra firme en torno al Polo Sur, en donde es evidente que algunos de estos seres trataron de establecer colonias experimentales, aunque los centros principales los trasladaron al fondo del mar más cercano. Mapas posteriores mostraban la gran masa de tierra como resquebrajándose y a la deriva, con algunas de las partes separadas desligándose hacia el Norte, sustentando de manera notable las teorías de los deslizamientos tectónicos expuestas recientemente por Taylor, Wegener y Joly.

 

Con el surgimiento de nuevas tierras en el Pacífico Sur, se iniciaron tremendos acontecimientos. Algunas de las ciudades submarinas quedaron destrozadas, y no fue ésta la mayor desgracia. Otra raza, una raza terrestre con forma de pulpo y probablemente correspondiente a fabulosos seres prehumanos engendrados por Cthulhu, comenzó a llegar procedente del infinito cosmos e inició una salvaje guerra que obligó de nuevo a los Primordiales a refugiarse temporalmente en las profundidades del mar —golpe tremendo para ellos en vista de sus crecientes colonias construidas en la superficie. Más tarde se concertó la paz, y las nuevas tierras se cedieron a los descendientes de Cthulhu, mientras que el mar y las tierras más antiguas quedaban bajo el dominio de los Primordiales. Se fundaron nuevas ciudades terrestres, las mayores de ellas en la Antártida, pues esta región de la primera llegada era sagrada. En lo sucesivo, como había acontecido anteriormente, la Antártida continuó siendo el centro de la civilización de los Primordiales, de forma que los descendientes. de Cthulhu desaparecieron de sus vidas. Mas luego, las tierras del Pacífico se hundieron nuevamente, llevándose consigo a la espantosa ciudad de piedra de R’lyeh y a todos los pulpos cósmicos, con lo que los Primordiales volvieron a ser dueños del planeta si se exceptúa un vago temor del que no les gustaba hablar. En eras bastante posteriores sus ciudades se esparcieron por todas las regiones terrestres y marinas del globo, de ahí la recomendación que haré en mi próxima monografía de que algún arqueólogo realice perforaciones sistemáticas con el aparato de Pabodie, u otro semejante, en ciertas regiones muy separadas entre sí.

 

La tendencia constante a lo largo de los tiempos, fue la de pasar del mar a la tierra, movimiento estimulado por el surgir de nuevas tierras, aunque no por eso dejaron desierto el mar en ningún momento. Otra causa de la emigración hacia la tierra fue las muchas dificultades que surgieron para la cría y gobierno de los shogoths, de los cuales dependía la prosperidad de la vida en el mar. Con el transcurrir del tiempo, y según confesaban tristemente los bajorrelieves, el arte de crear nueva vida a base de materia inorgánica se fue olvidando, por lo que los Primordiales se vieron obligados a depender de la posibilidad de moldear seres ya existentes. En tierra, los grandes reptiles resultaban muy moldeables, pero los shogoths marinos, que se reproducían por división celular partenogenética y estaban adquiriendo un grado peligroso de inteligencia, representaron durante algún tiempo un formidable problema.

 

Siempre se los había gobernado mediante las sugestiones hipnóticas de los Primordiales que modelaban su dura plasticidad para formar miembros útiles y órganos temporales, pero ahora ejercían a veces su capacidad automodeladora de manera independiente e imitando formas inculcadas anteriormente. Habían desarrollado, al parecer, un «cerebro» semiestable, cuya capacidad de volición independiente y tenaz se hacía eco de la voluntad de los Primordiales, pero no siempre la obedecían. Las imágenes talladas de estos shogoths nos llenaron a Danforth y a mí de horror y repulsión. Eran, por lo general, entes informes compuestos de una gelatina viscosa que les daba el aspecto de un gran conjunto de burbujas aglutinadas, con alrededor de quince pies de diámetro cuando asumían forma esférica. Pero su forma y volumen cambiaba constantemente y surgían de ellos excrecencias temporales o formaban órganos visuales, auditivos u orales imitando a sus amos, espontáneamente o por sugestión.

 

Parece que se tornaron especialmente rebeldes hacia mediados de la era pérmica, hace quizá ciento cincuenta millones de años, cuando hubo una verdadera guerra entre ellos y los Primordiales del mar. Las escenas talladas de esta guerra y el estado cubierto de viscosidad en que los shogoths acostumbraban dejar a sus víctimas después de decapitarías poseían una terrible fuerza amedrentadora a pesar del abismo temporal que de ellas nos separaba. Los Primordiales emplearon curiosas armas de perturbación molecular y atómica contra los entes rebeldes y finalmente alcanzaron una completa victoria. Las esculturas mostraban que hubo después un período en el que los shogoths fueron domados y sometidos por los Primordiales armados, al igual que domaron los vaqueros a los caballos salvajes del Oeste norteamericano. Aunque durante la rebelión los shogoths habían demostrado ser capaces de vivir fuera del agua, no se alentó esta transición, pues su utilidad en tierra no hubiera resultado proporcionada a las dificultades que ocasionaba su control.

 

En la Era Jurásica, los Primordiales padecieron nuevas adversidades, esta vez como resultado de otra invasión llegada del espacio exterior, una invasión de criaturas mitad fungosas y mitad crustáceas, indudablemente las mismas que aparecen en ciertas leyendas que se cuentan a media voz en las montañas del Norte y que se recuerdan en el Himalaya con el nombre de Mi-Go, o abominable Hombre de las Nieves; Para luchar contra estos seres, los Primordiales intentaron, por primera vez desde su llegada a la Tierra, regresar al éter planetario; pero a pesar de realizar todos los preparativos tradicionales, vieron que ya no les era posible salir de la atmósfera terrestre. Cualquiera que fuera el secreto de los viajes interestelares, su raza lo había perdido para siempre. Finalmente, los Mi-Go expulsaron a los Primordiales de todas las tierras del Norte, aunque no pudieron atacar a los del mar. Poco a poco comenzó la lenta retirada de esta antiquísima raza a sus habitáculos originales de la Antártida.

 

Resulta curioso observar en las batallas representadas en los bajorrelieves, que tanto los descendientes de Cthulhu como los Mi-Go parecían estar formados por una sustancia notoriamente distinta de la que sabemos caracterizaba a los Primordiales. Podían transformarse adoptando formas que eran imposibles para sus adversarios, lo que hace suponer que llegaron de regiones del espacio cósmico todavía más remotas. Los Primordiales, excepto por su anómala dureza, y sus peculiares características vitales, eran rigurosamente materiales y debieron de tener su origen absoluto dentro del conocido continuo de tiempo-espacio, en tanto que el origen de los otros seres sólo puede ser objeto de conjeturas expresadas en voz baja. Todo esto, naturalmente, suponiendo que las conexiones ultraterrestres y las anomalías achacadas a las fuerzas invasoras no fueran pura mitología. Es posible que los Primordiales inventaran un fondo cósmico para justificar sus ocasionales derrotas, dado que el interés por la historia y el orgullo eran sus principales características psicológicas. Es significativo que sus anales no mencionaran muchas razas avanzadas y poderosas de seres cuya egregia cultura y grandes ciudades figuran insistentemente en ciertas las leyendas oscuras.

 

El cambiante estado del mundo a lo largo de las extensas eras geológicas aparecía descrito con sorprendente realismo en muchos de los mapas y escenas de los bajorrelieves. En algunos casos habrá que revisar la ciencia actual, mientras que en otros sus audaces deducciones quedan magníficamente confirmadas. Como he dicho, la hipótesis de Taylor, Wegener y Joly, según la cual todos los continentes son fragmentos de masa de tierra antártica original, que se resquebrajó bajo el efecto de la fuerza centrífuga y cuyos trozos se separaron deslizándose sobre una superficie inferior técnicamente viscosa —hipótesis que sugieren, por ejemplo, los perfiles complementarios de Africa y Sudamérica y la forma en que las grandes cordilleras aparecen como rodadas y empujadas hacia arriba—, encuentra notable apoyo en esta misteriosa fuente.

 

Algunos mapas relativos indudablemente al mundo en el periodo Carbonífero de hace cien millones de años, o aún más antiguos, mostraban significativas fallas y abismos que luego separarían a Africa de las tierras de Europa (la Valusia de la antigua leyenda), Asia, las Américas y el continente antártico. Otros mapas, sobre todo uno relacionado con la fundación, hace cincuenta millones de años, de la vasta ciudad muerta que nos rodeaba, mostraban los actuales continentes bien diferenciados. Y en el más reciente que pudimos descubrir, tal vez del Plioceno, se veía muy claramente el mundo casi tal como es en la actualidad, a pesar de la unión de Alaska con Siberia, de América del Norte con Europa a través de Groenlandia, y de América del Sur con el continente antártico por medio de la tierra de Graham. En el mapa del período Carbonífero, todo el globo, tanto el fondo del océano como las masas de tierra separadas, mostraba símbolos de las vastas ciudades de piedra de los Primordiales, pero en mapas posteriores se apreciaba claramente la paulatina retirada hacia la Antártida. El último mapa, el del Plioceno, no mostraba ninguna ciudad terrestre, excepto en el continente antártico y en el extremo de América del Sur, y tampoco ciudad marina alguna más al norte del paralelo 50 de latitud sur. Es evidente que el conocimiento del mundo nórdico, y el interés por él, exceptuando un estudio riel litoral realizado probablemente durante largos vuelos de exploración hechos con ayuda de aquellas alas membranosas en forma de abanico, habían decaído, evidentemente, hasta quedar reducido a cero entre los Primordiales.

 

La destrucción de ciudades por el levantamiento de las montañas, la fragmentación de los continentes por el efecto de la fuerza centrífuga, las convulsiones sísmicas del fondo del mar y de la tierra y otras causas naturales era allí un puro relato histórico; y resultaba curioso observar cómo se dejaba de reemplazarlas según pasaban las eras. La vasta megalópolis muerta que mostraba sus fauces en mil oquedades en torno nuestro parecía haber sido el postrero centro general de la raza, edificado a principios de la Era Cretácea después que la titánica elevación de la Tierra arrasara una ciudad anterior de mayores dimensiones y no muy distanté. Parecía que esta región era el lugar más sagrado de todos, el sitio en que los primeros Primordiales habían creado su colonia en el fondo del mar. En la nueva ciudad —muchas de cuyas características pudimos. reconocer representadas en los bajorrelieves, pero que se extendía durante cien millas a lo largo de la cordillera en ambas direcciones, hasta más allá de los límites de nuestra exploración aérea— se suponía que se conservaban ciertas piedras sagradas pertenecientes a la primera ciudad del fondo del mar, la cual había surgido de entre las aguas y se había asomado a la superficie y a la luz después de larguísimas épocas en el curso del general desmoronamiento de los estratos.

 

 

 

VIII

 


Naturalmente, Danforth y yo estudiamos con especial interés, y con la extraña sensación de estar amenazados personalmente, todo lo correspondiente a la zona en que nos encontrábamos. Las muestras locales abundaban como es natural; y en la intrincada parte baja de la ciudad tuvimos la suerte de encontrar una casa de los últimos tiempos cuyas paredes, aunque algo dañadas por un corrimiento cercano, tenían bajorrelieves de ejecución decadente que narraban la historia hasta un periodo muy posterior al del mapa del plioceno y que nos proporcionó un postrero atisbo de aquel mundo anterior al humano. Fue aquel el último lugar que inspeccionamos minuciosamente, porque lo que allí encontramos nos ofreció un nuevo objetivo inmediato.

 

Estábamos indudablemente en uno de los rincones más extraños y fantásticos del globo terrestre. De todas las tierras existentes aquélla era infinitamente la más antigua. Fue apoderándose de nosotros el convencimiento de que aquella horrible altiplanicie tenía que ser la fabulosa meseta de pesadilla de Leng, acerca de la cual ni siquiera el demente autor del Necronomicón quiso hablar. La gran cordillera era inmensamente larga, pues comenzaba como cadena montañosa de poca altura en la Tierra de Luitpold, en la costa del mar de Weddell, y atravesaba casi todo el continente. La parte verdaderamente elevada formaba un gran arco desde 820 de latitud este y 600 de longitud, hasta 700 de latitud este y 1150 de longitud, con su parte cóncava vuelta hacia nuestro campamento y su extremo marino en la región de la larga costa cerrada por el hielo cuyas cimas divisaron Wilkes y Mawson ¿n el círculo antártico.

 

Sin embargo, otras monstruosas exageraciones de la naturaleza parecían estar alarmantemente próximas. He dicho que estas cimas tenían mayor altura que las del Himalaya, pero los frisos esculpidos me impiden afirmar que son las más altas de la Tierra. Ese sombrío honor le está reservado sin duda a algo que la mitad de las tallas vacilaban en mostrar, mientras que otras lo hacían con muy clara repugnancia y temor. Había, al parecer, una porción de aquellas antiguas tierras —las que primeramente surgieron de las aguas después que la Tierra se separara de la Luna y que los Primordiales se filtraran a través del espacio desde las estrellas— que se llegó a rehuir por su carácter indeciblemente maldito. Las ciudades edificadas en ella se habían derruido tempranamente, viéndose súbitamente abandonadas. Vino luego el primer gran alabeo de la tierra que hizo trepidar convulsivamente aquella región en la era comanchiense; una tremenda fila de cumbres había surgido repentinamente en medio del más espantoso estruendo y caos, y fue entonces cuando la Tierra vio nacer las montañas más terribles y elevadas.

 

Si la escala de los bajorrelieves era exacta, aquellas odiadas cimas tuvieron que alzarse hasta una altura superior a los 40.000 pies; eran inmensamente más altas que las montañas de la locura que habíamos cruzado. Al parecer se extendían aproximadamente desde los 77º de latitud este y 70º de longitud, hasta los 70º de latitud este y 1000 de longitud a menos de trescientas millas de la ciudad muerta, por lo que hubiéramos divisado sus tremendas cumbres en el horizonte occidental de no. haber sido por aquella vaga neblina opalescente. Su extremo norte hubiera resultado igualmente visible desde el gran círculo que traza la costa antártica en la Tierra de la Reina María.

 

Algunos de los Primordiales, en los tiempos de la decadencia, habían dedicado extrañas preces a aquellas montañas, pero ninguno se acercó a ellas ni osó imaginar qué habría al otro lado. Ningún mortal las había contemplado jamás, y cuando estudié las emociones representadas en las tallas rogué que nadie llegara a verlas. Existen montañas que las protegen a lo largo de la costa que queda más allá —la Tierra de la Reina María y la del Kaiser Guillermo— y doy gracias al cielo de que nadie haya podido desembarcar en ellas o escalarías. No tengo el mismo escepticismo de antes acerca de antiguas leyendas y temores primitivos y hoy no me río de la idea del escultor prehumano según la cual los rayos se detenían significativamente de tarde en tarde en cada uno de los sombríos picachos y un fulgor inexplicable se esparcía desde una de las tremendas cumbres a través de la larga noche polar. Es posible que tengan un significado muy verdadero y monstruoso las leyendas pnakóticas musitadas en voz baja acerca de Kadath y del Páramo Helado.

 

Pero el terreno de los alrededores no causaba menos asombro, aunque al carecer de nombre fuera menos maldito. Poco después de la fundación de la ciudad se alzaron en la gran cordillera los principales templos, y muchos bajorrelieves mostraban los grotescos y fantásticos pináculos que punzaron el cielo en donde ahora solamente veíamos los extraños cubos y bastiones adheridos a la roca. Con el tiempo aparecieron las cuevas que se adaptaron como anexos de los templos. Con el transcurrir de épocas aún posteriores, todas las venas de piedra caliza fueron horadadas por corrientes subterráneas, con lo que montañas, cerros y llanuras inferiores quedaron transformados en una verdadera red de cuevas y galerías comunicadas entre sí. Muchas de las tallas narraban las numerosas exploraciones de aquellas profundidades y el descubrimiento final del tenebroso mar estigio que se escondía en las entrañas de la Tierra.

 

Este vasto abismo sin luz lo había socavado indudablemente el gran río que bajaba desde las horribles montañas sin nombre que se alzaban al Oeste y que antes cambiara de curso al pie de la cordillera de los Primordiales para ‘discurrir paralelamente a la sierra y desembocar finalmente en el océano Indico entre la Tierra de Budd y la de Totten, en la costa de Wilkes. Poco a poco había ido desgastando la base de piedra caliza de la montaña al cambiar su curso, hasta que su corriente roedora llegó hasta las cavernas de las aguas inferiores y se unió a ellas para socavar un abismo todavía más profundo. Finalmente vertió su gran caudal en la oquedad de las montañas dejando seco el antiguo cauce que le había llevado hasta el mar. Gran parte de la ciudad, tal como nosotros la encontramos, se edificó sobre aquel primitivo cauce. Los Primordiales comprendieron lo que había ocurrido, y, dando rienda suelta a su sentido artístico, siempre agudo, habían convertido los naturales pilones de la entrada del río en grandes columnas de ornada talla al pie de las alturas en donde el caudaloso río comenzaba su descenso hacia la sempiterna oscuridad.

 

Este río, en un tiempo cruzado por docenas de nobles puentes pétreos, era evidentemente aquél cuyo seco cauce habíamos visto en el curso de nuestra exploración aérea Su situación en los diferentes bajorrelieves nos ayudó a orientarnos para imaginar la ciudad tal como había existido en las diversas etapas de la historia de aquella región milenaria muerta durante muchos eones, con lo que pudimos trazar un apresurado pero minucioso plano de sus puntos más destacados —plazas, edificios principales y cosas semejantes— que nos sirviera para guiamos en ulteriores exploraciones. Pronto pudimos reconstruir imaginariamente la totalidad del asombroso conjunto tal como existió hacia un millón, o diez millones, o cincuenta millones de años, pues las tallas nos decían qué aspecto habían presentado exactamente los edificios, las montañas y las plazas, los suburbios y los paisajes, así como la fértil vegetación de la Era Terciaria. Aquellos parajes debieron ser de mística y embrujadora belleza, y mientras pensaba en ello casi llegué a olvidar la desabrida sensación de siniestra congoja con que la antigüedad y el volumen, la ausencia de vida y la lejanía del lugar, unidos al constante crepúsculo glacial, habían ahogado y conturbado mi espíritu. Mas a juzgar por ciertas tallas, los mismos habitantes de aquella ciudad habían experimentado un terror insoportable, pues mostraban los bajorrelieves un tipo de escenas repetidas y sombrías en las que se ‘veía a los Primordiales en el momento de apartarse temerosamente de algún objeto —que nunca aparecía en la estampa esculpida— encontrado en el gran río y que había llegado arrastrado por las aguas a través de ondulados bosques poblados de plantas trepadoras desde las horrendas montañas que se alzaban al Oeste.

 

Solamente en la casa de construcción menos remota y que contenía las tallas más decadentes conseguimos percibir vagamente la calamidad anal que llevó al abandono de la ciudad. Indudablemente, debió de haber muchas tallas de la misma época en algún otro lugar, aun teniendo en cuenta la merma de energías y aspiraciones propia de un período de tensión e incertidumbre, y, de hecho, poco después tuvimos pruebas seguras de su existencia. Mas aquél fue el primer y único conjunto que encontramos directamente. Pensábamos proseguir nuestra búsqueda más tarde, pero, como ya he dicho, las condiciones inmediatas dictaron que, por el momento, nos señaláramos otro objetivo. En cualquier caso, debían haber tenido un limite, pues cuando se extinguió entre los Primordiales toda esperanza de habitar la ciudad durante largo tiempo, hubieron de cesar por completo las labores de decoración mural. El golpe final fue, naturalmente, ‘la llegada del extremado frío que en un tiempo se adueñó de la mayor parte de la Tierra y que nunca ha abandonado los desventurados polos, el gran frío que en el otro extremo del mundo acabó con las fabulosas tierras de Lomar y de los hiperbóreos.

 

Sería difícil precisar cuándo comenzó dicha tendencia en la Antártida. Hoy consideramos que el comienzo de las eras glaciales tuvo lugar hace unos quinientos mil años, pero el terrible azote debió iniciarse mucho antes. Todos los cálculos son, en buena parte, meras conjeturas, pero es muy probable que las tallas decadentes se esculpieran hace bastante menos de un millón de años y que el total abandono de la ciudad ocurriera mucho antes de la fecha aceptada como comienzo del pleistoceno, según un cálculo global para toda la superficie terrestre, es decir, hace unos quinientos mil años.

 

En las tallas decadentes se advertían indicios de una vegetación menos abundante y de una menor vida campestre por parte de los Primordiales. Se veían utensilios de calefacción en las casas y se mostraba a los viajeros desplazándose en d invierno envueltos en ropas de abrigo. En esas tallas tardías, la franja continua de adornos estaba frecuentemente interrumpida; vimos una serie de medallones que representaba una emigración en constante aumento hacia refugios cercanos más cálidos, escapando unos a ciudades submarinas edificadas en las proximidades de lejanas costas y otros descendiendo a través de un laberinto de cavernas de ios estratos de piedra caliza de las montañas hasta el vecino abismo negro de aguas subterráneas

 

Finalmente, parece que fue este abismo el que quedó más colonizado. Esto se debió, sin duda, al tradicional carácter sagrado de aquella región, pero tal vez lo que influyó más decisivamente fue la posibilidad que ofrecía de seguir utilizando los grandes templos de las montañas socavadas por innumerables pasadizos y cavidades y de conservar la enorme ciudad terrestre como lugar de residencia veraniega y base de comunicación con diversas minas. El enlace entre los antiguos y los nuevos lugares de residencia se mejoró modificando la inclinación de las pendientes, ensanchando caminos en las rutas de unión, y también mediante la apertura de gran cantidad de túneles que conducían desde la antigua metrópolis al oscuro abismo, túneles que descendían en picado y cuyas bocas dibujamos detalladamente con gran esmero en el plano que íbamos trazando. Era evidente que por lo menos dos de estos túneles estaban a razonable distancia del lugar en que nos ha11ábamos, pues los dos se abrían en el borde de la ciudad más cercano a las montañas, uno a menos de un cuarto de milla del antiguo cauce del río y el otro tal vez al doble de esa distancia en la dirección contraria.

 

Parece que el abismo tenía márgenes con bancadas de tierra que quedaban por encima del nivel del agua en ciertos lugares, pero los Primordiales edificaron su nueva dudad debajo del agua, indudablemente por ser un lugar más resguardado y que ofrecía una regularidad térmica superior. La profundidad del oculto mar debía ser muy grande, con lo que el calor interior de la Tierra aseguraría su habitabilidad durante un período indefinido de tiempo. Aquellos seres no parecían tener mucha dificultad para adaptarse a la vida submarina, pues nunca habían permitido que se atrofiaran sus agallas. Muchos bajorrelieves mostraban que siempre habían visitado con frecuencia a sus parientes submarinos de otros lugares, y cómo se bañaban habitualmente en las profundidades del lecho del gran río. La oscuridad del interior de la Tierra tampoco podía ser inconveniente para una raza acostumbrada a la larga noche antártica.

 

Aunque su estilo era de total decadencia, estas últimas tallas alcanzaban un nivel verdaderamente épico cuando narraban la edificación de la nueva ciudad en aquel mar recóndito. Los Primordiales habían emprendido la tarea científicamente, abriendo canteras de piedra insoluble en el corazón de las montañas horadado por incontables túneles y trayendo obreros experimentados de la dudad submarina más cercana para que realizaran las obras de construcción según ios mejores métodos. Estos obreros trajeron consigo todo lo necesario para que prosperara la nueva empresa: tejido de shogoth para crear los seres que se destinarían a levantar las pesadas piedras y que servirían posteriormente de bestias de carga en la ciudad y otras sustancias protoplásmicas con las que moldear organismos fosforescentes destinados a la iluminación.

 

Finalmente, en el fondo de aquel mar estigio se alzó una gran metr6polis de arquitectura muy semejante a la de la ciudad exterior, y de construcción que demostraba relativamente poca decadencia, debido a los principios matemáticos inherentes a las operaciones de construcción. Los nuevos shogoths llegaron a tener un enorme tamaño y a desarrollar singular inteligencia; los bajorrelieves los mostraban ejecutando órdenes con maravillosa prontitud. Parecían capaces de conversar con los Primordiales imitando las voces de éstos —una especie de silbidos musicales que abarcaban una amplia escala de tonos> si es que el infortunado Lake no se equivocó al hacer su disección— y atender más bien a las órdenes orales que a las sugestiones hipn6ticas, menos empleadas que en los primeros tiempos. Los mantenían, sin embargo, admirablemente controlados. Los organismos fosforescentes daban luz con magnífico rendimiento, y compensaban, sin duda, la pérdida de las acostumbradas auroras australes de la noche del mundo exterior.

 

Practicaron el arte y la decoración, aunque naturalmente con cierta decadencia. Los mismos Primordiales debieron darse cuenta de esta degeneración de su arte y en muchos casos se adelantaron a la política de Constantino el Grande trasladando tallas, especialmente delicadas, de la ciudad terrestre, del mismo modo que el Emperador, en parecida época de decadencia, despojó a Grecia y Asia de sus mejores obras de arte para dar a su nueva capital bizantina mayores esplendores de los que su pueblo era capaz de crear. Si el traslado de bloques de piedra esculpidos no fue más abundante, la causa fue, indudablemente, que la dudad terrestre no se abandonara totalmente en un principio. Para cuando ésta fue abandonada, cosa que ocurrió seguramente antes de que el pleistoceno alcanzara de lleno a los Polos, es posible que los Primordiales ya encontraran de su gusto aquel arte decadente o que hubieran dejado de reconocer la supremacía de las tallas más antiguas. En cualquier caso, era evidente que las ruinas que nos rodeaban, inmersas en un silencio más que milenario, no habían sufrido una expoliación escultórica en gran escala, aunque las mejores tallas, al igual que otros objetos muebles, sí se habían trasladado.

 


Los medallones y el friso de estilo decadente que relataban lo ocurrido, fueron, como he dicho, los más recientes que encontramos en nuestra sucinta exploración. Mostraba a los Primordiales trasladándose a la ciudad terrestre en el verano y a la ciudad marina en el invierno, y, en ocasiones, comerciando con las ciudades del fondo del mar cercanas a la costa antártica. Para entonces ya debían admitir que la ciudad terrestre estaba condenada, pues las tallas mostraban multitud de indicios del avance maligno del frío. Iba desapareciendo la vegetación y las terribles nieves de invierno ya no se fundían totalmente ni siquiera en la plenitud del verano. Había muerto casi todo el ganado saurio y los mamíferos no aguantaban muy bien el frío. Para ‘hacer el trabajo del mundo superior había resultado necesario adaptar a la vida en tierra a algunos de los amorfos shogoths, de curiosa resistencia al frío, cosa que los Primordiales se habían negado a hacer hasta entonces. El gran río carecía ya de vida animal, y el mar superior había perdido casi toda su fauna a excepción de las focas y las ballenas. Todas las aves habían volado a otros lugares, exceptuando los grotescos pingüinos de gran tamaño.

 

Lo que había ocurrido después solamente podíamos adivinarlo. ¿Cuánto tiempo sobrevivió la nueva ciudad del abismo? ¿Seguiría allí abajo convertida en cadáver de piedra rodeado por la eterna oscuridad? ¿Acabaron por helarsb las aguas subterráneas? ¿Qué destino encontraron las ciudades submarinas del mundo exterior? ¿Se trasladaron algunos de los Primordiales hacia el Norte huyendo ante el avance del casquete polar? La geología actual no muestra señal alguna de su presencia. ¿Era el temible Mi-Go todavía una amenaza en el mundo terreno septentrional? ¿Quién sabia con seguridad qué podía sobrevivir, o qué puede sobrevivir incluso hoy, en los oscuros e insondables abismos de las aguas más profundas de la Tierra? Aquellos seres parecían capaces de soportar las mayores presiones, y la gente de mar ha sacado algunas veces en sus redes objetos muy extraños. ¿Ha llegado a explicar la teoría de la ballena carnicera las feroces y misteriosas cicatrices de las focas antárticas descubiertas hace una generación por Borchgrevingk?

 

No he tenido en cuenta los ejemplares encontrados por el desgraciado Lake para hacer estas conjeturas, pues su ambiente geológico demostraba que vivieron en la que tuvo que ser una época muy remota de la historia de la ciudad terrestre. Por el lugar en que se hallaban, debían contar al menos treinta millones de años, y creemos que en aquellos días la ciudad de la caverna marina y ni siquiera la caverna misma existían. Ellos pertenecían a un paisaje anterior de frondosa vegetación de la era Terciaria, a una ciudad terrestre más joven, de artes florecientes y un caudaloso río que trazaba una gran curva hacia el Norte lamiendo las laderas de encumbradas montañas y alejándose hacia un distante océano tropical.

 

Y con todo, no podíamos evitar el pensar en aquellos ejemplares, en particular en aquellos ocho ejemplares perfectos que faltaban del campamento de Lake, terriblemente devastado. Algo anómalo había en todo aquello, en los extraños sucesos que nos habíamos empeñado en achacar a la locura de alguna persona, en aquellas horribles tumbas, en la cantidad y variedad del equipo desaparecido, en lo de Gedney, en la dureza tan poco natural de aquellas monstruosidades arcaicas y en las extraordinarias características vitales que los bajorrelieves nos decían ahora que poseía aquella especie. Danforth y yo ‘habíamos visto mucho en las últimas horas y estábamos dispuestos a creer en estremecedores e increíbles secretos de la naturaleza primitiva, y a mantenernos callados acerca de ellos.

 

 

 

IX

 


He dicho que el estudio de los relieves más decadentes nos indujo a cambiar de objetivo inmediato. Me refiero, naturalmente, a los caminos, abiertos en la roca viva a golpes de escoplo, que conducían al oscuro mundo interior, cuya existencia desconocíamos antes y que ahora deseábamos vehementemente descubrir y explorar. De la escala de las esculturas talladas dedujimos que bajando una pendiente como de una milla por cualquiera de los dos túneles contiguos llegaríamos al borde de los sombríos y vertiginosos acantilados que rodeaban el gran abismo, acantilados recorridos por senderos mejorados por los Primordiales y que conducían a la orilla rocosa del oculto y tenebroso océano. Contemplar aquella inmensa caverna y percibir su realidad era una tentación que parecía imposible resistir una vez conocida su existencia, aunque comprendíamos que debíamos emprender la exploración sin tardanza si queríamos llevarla a cabo en aquel viaje.

 

Eran las 8 de la noche y no teníamos bastantes pilas de repuesto para poder tener encendidas las linternas todo el tiempo. Fueron tan minuciosos los estudios y dibujos que hicimos por debajo del nivel glacial, que las habíamos tenido encendidas durante casi cinco horas seguidas, y a pesar de la fórmula especial de las pilas secas, no durarían mucho más de cuatro horas, aunque si manteníamos apagada una de las linternas, excepto cuando encontráramos algo de singular interés o llegáramos a un paso especialmente difícil, tal vez consiguiéramos un margen de seguridad superior a ese limite. Seria insensato quedarse sin lugar en aquellas ciclópeas catacumbas, por lo que, si queríamos llegar hasta el abismo, debíamos renunciar a’ descifrar más bajorrelieves murales. Claro está que teníamos intención de volver al lugar y permanecer en él durante días o quizá semanas entregados a estudiarlo intensamente y a fotografiarlo, pues ya hacía mucho que la curiosidad había sustituido al horror que en un principio habíamos experimentado, pero, por el momento, teníamos que darnos prisa.

 

Nuestra provisión de papeles para señalar nuestro camino estaba lejos de ser inagotable, y nos resistíamos a sacrificar cuadernos de notas o de dibujo para aumentarla, pero si renunciamos a uno de ellos. Si la situación se agravaba, siempre podríamos recurrir en último extremo al sistema de dejar marcas de escoplo en las rocas. Y siempre sería posible, en caso de extraviarnos verdaderamente, el buscar una salida, por uno u otro pasadizo, guiándonos por la luz del sol si contábamos con tiempo suficiente para probar unos y otros. Y sin más dilación nos encaminamos finalmente al túnel más cercano.

 

Según las tallas de acuerdo con las cuales habíamos confeccionado el mapa, la boca del túnel que buscábamos no podía estar a mucho más de un cuarto de milla del lugar en que nos encontrábamos; el espacio intermedio mostraba edificios de sólido aspecto que permitirían probablemente la entrada a un nivel inferior al helado. La abertura en sí debía hallarse en la parte baja —en el ángulo más cercano a las laderas— de una vasta construcción de cinco puntas, de evidente carácter público y tal vez de uso ceremonial, que tratamos de situar basándonos en nuestra inspección aérea de las ruinas.

 

No recordábamos haber visto ningún edificio de esa naturaleza durante el vuelo, por lo que dedujimos que, o sus partes superiores o estaban dañadas, o había quedado totalmente destruido a causa de una gran hendidura que habíamos observado en el hielo. De ser así, el túnel estaría seguramente obstruido, por lo que tendríamos que probar suerte con el siguiente más cercano, el que quedaba a menos de una milla hacia el norte. El cauce del río nos cortaba el paso impidiéndonos entrar en este viaje por cualquiera de los túneles situados más al sur. Realmente, si los dos más cercanos estaban obstruidos, era dudoso que las pilas nos permitieran llegar al siguiente túnel del norte, que quedaba como a una milla más allá del elegido como segunda posibilidad.

 

Mientras nos abríamos paso en la oscuridad a través del laberinto con la ayuda de mapa y brújula atravesando salas y corredores en diferentes estados de ruina y conservación, subiendo rampas, cruzando plantas superiores y puentes, volviendo a bajar, topando con puertas obstruidas y con montones de escombros, apresurándonos después por tramos magníficamente conservados y misteriosamente inmaculados, equivocando el camino y volviendo atrás para remediar el error (eliminando en estos casos la falsa ruta que habíamos marcado con papeles) y, alguna que otra vez, llegando al fondo de un respiradero por el que se derramaba o se filtraba tenuemente la luz del día, tuvimos que pasar de largo bajorrelieves que nos tentaban a trechos con sus imágenes. Muchos de ellos narrarían seguramente relatos de enorme importancia histórica, y solamente la perspectiva de posteriores visitas nos hizo aceptar la imposibilidad de estudiarlos detenidamente. Así y todo, algunas veces acortábamos el paso y encendíamos la segunda linterna. De haber tenido más película, es seguro que nos hubiésemos detenido brevemente para sacar fotografías de algunos de los bajorrelieves, pero la idea de copiarlos quedaba fuera de lo posible.

 

Llego ahora nuevamente a un punto en el que la’ tentación de vacilar, o de insinuar más que relatar, es muy fuerte. Mas es necesario revelar todo lo demás con el fin de desalentar otras exploraciones. Tras haber cruzado un puente a la altura del segundo piso hasta lo que parecía ser claramente el extremo de un muro en punta, y tras haber bajado a un pasadizo singularmente rico en tallas de estilo tardío, de gran elaboración decadente y al parecer rituales, habíamos llegado muy cerca del lugar donde calculábamos se hallaría la boca del túnel, cuando, poco antes de las 8,30 de la noche, el olfato joven de Danforth nos proporcionó el primer indicio de algo insólito. Si hubiésemos llevado un perro, supongo que habríamos reparado en ello antes. Al principio no pudimos decir exactamente qué fue lo que vició el aire, hasta entonces de cristalina pureza, pero al cabo de unos segundos nuestra memoria nos habló con absoluta claridad. Trataré de decirlo sin titubear. Se percibía un olor, y ese olor era vago, sutil e inequívocamente semejante al que tanta repugnancia nos causara al abrir la demente tumba de aquel horror que el desgraciado Lake había diseccionado.

 

Naturalmente, la revelación no fue tan clara entonces como suena ahora. Había varias explicaciones concebibles, y cuchicheamos un largo rato sin decidir nada. Pero lo importante es que no retrocedimos sin investigar más; ya que habíamos llegado tan lejos, nos resistíamos a desanimarnos, salvo que topáramos con un desastre cierto. En cualquier caso, lo que sospechábamos era demasiado fantástico para creerlo realmente. Tales cosas no ocurren en un mundo normal. Fue probablemente un instinto irracional lo que nos hizo apagar parcialmente la linterna (las esculturas decadentes y siniestras que gesticulaban amenazadoramente desde las opresivas paredes habían dejado de tentarnos) y avanzar de puntillas cautelosamente pasando a gatas sobre los escombros amontonados sobre el suelo, y que iban aumentando en cantidad a cada paso.

 

Los ojos de Danforth, y no solamente su olfato, resultaran ser mejores que los míos, pues fue él también quien primero percibió la extraña disposición de los escombros después que hubimos pasado bajo gran número de arcos medio obstruidos que conducían a cámaras y corredores a nivel del suelo. No presentaban el aspecto que era de esperar tras miles de años de abandono, y cuando hicimos lucir la linterna con mayor potencia vimos que se había barrido una especie de franja a través de los escombros no hacia mucho tiempo. La irregular naturaleza de los mismos impedía que hubieran quedado marcas definidas, pero en los lugares más despejados algo daba la impresión de que se habían arrastrado por allí objetos de peso considerable. Hubo un momento en que creímos ver huellas de algo paralelo, como los patines de un trineo. Y eso fue lo que nos hizo detenernos nuevamente.

 

Fue durante esa pausa cuando percibimos, esta vez los dos al mismo tiempo, el otro olor que llegaba desde un lugar algo más lejano. Paradójicamente se trataba de un olor menos atemorizador y a la vez más alarmante, a decir verdad menos atemorizador en sí, pero infinitamente más alarmante tratándose de aquel lugar y de aquellas circunstancias, a no ser, naturalmente, que Gedney... Pues el olor era de gasolina común y corriente, gasolina de uso cotidiano.

 

Lo que nos motivó a seguir después de esto es algo que dejaré que decidan los psicólogos. Ahora sabíamos que una terrible prolongación de los horrores del campamento se había arrastrado hasta este tenebroso cementerio de eones y, por tanto, ya no podíamos dudar de la existencia de condiciones sin nombre, actuales o al menos recientes, a poca distancia de allí. No obstante, terminamos por dejar que la ardiente curiosidad, o la angustia, o la autosugestión, o vagos pensamientos acerca de nuestro deber para con Gedney, o lo que fuera, nos impulsara a seguir adelante. Danforth volvió a susurrar algo acerca de la huella que había creído ver en un recodo del corredor de las ruinas superiores y los débiles silbos musicales, posiblemente de tremendo significado a la luz de lo que Lake dijo acerca de sus disecciones, a pesar de su gran parecido con el eco de las bocas de las cuevas en los picos batidos por los vientos que creía haber oído poco después procedentes de desconocidas profundidades. A mi vez, susurré algo acerca del estado en que había quedado el campamento, de las cosas que habían desaparecido y de cómo la locura de un único superviviente había podido concebir lo inconcebible: una excursión demencial a través de las colosales montañas y un descenso a los desconocidos edificios de milenaria construcción.

 

Pero no conseguimos convencernos mutuamente, y ni siquiera a nosotros mismos, de nada definido. Habíamos apagado la linterna por completo y, mientras permanecimos allí inmóviles, nos dimos cuenta vagamente de que una tenue luz diurna filtrada desde las alturas hacía que la oscuridad no fuese total. Como quiera que echáramos a andar automáticamente, nos fuimos guiando por la luz de la linterna que encendíamos de vez en cuando durante muy breves instantes. Los escombros barridos o removidos nos habían causado una impresión que no lográbamos borrar, y el olor a gasolina iba aumentando. Nuestros ojos tropezaban con más y más escombros que nos dificultaban el paso, hasta que pronto vimos que el camino ante nosotros estaba a punto de acabar. Habíamos acertado de lleno en nuestra pesimista suposición acerca de la hendidura vista desde el aire. Las busca del túnel nos había llevado a un pasadizo sin salida, y ni siquiera íbamos a poder llegar a la parte inferior en la que se abría el paso hacia el abismo.

 

La linterna eléctrica, que alumbraba las paredes llenas de tallas grotescas del pasadizo bloqueado en que nos encontrábamos, reveló diversas puertas más o menos obstruidas. A través de una de ellas llegaba con especial fuerza el olor a gasolina dominando cualquier otro indicio de olor. Al mirar con mayor atención vimos, sin ningún género de duda, que los escombros habían sido barridos recientemente delante de aquella puerta. Cualquiera que fuera el horror que allí nos acechaba, el camino que llevaba directamente ‘hasta él era patente. No creo que a nadie le maraville saber que aguardáramos un buen rato antes de llevar a cabo ningún otro movimiento.

 

Y, sin embargo, cuando al fin nos aventuramos a entrar por aquel negro arco, nuestra primera impresión fue de profunda decepción. Pues en medio del espacio lleno de escombros y del desorden de aquella cripta tallada en la roca, un perfecto cubo de lados de unos veinte pies de longitud, no había ningún objeto de factura reciente ni tamaño discernible, por lo que buscamos instintivamente, aunque en vano, alguna otra puerta. Pero la aguda vista de Danforth, al cabo de un momento, localizó el lugar en que se habían removido recientemente los escombros que cubrían el suelo, y hacía allí dirigimos toda la luz de las dos linternas. Aunque lo que vimos a esa luz fue realmente sencillo y baladí, vacilo en decir lo que era por lo que significaba. Se trataba de un sencillo allanamiento del montón de escombros, encima del cual había desperdigados al azar varios objetos de pequeño tamaño, y en una de cuyas esquinas se había vertido una cantidad considerable de gasolina, pues aquel fuerte olor impregnaba todo el ambiente, a pesar de la gran altura de la supermeseta. Dicho de otro modo, aquello no podía ser sino una especie de campamento, un campamento dispuesto por seres que, como nosotros, buscaban algo y que, como nosotros, se habían visto detenidos por la inesperada obstrucción del camino que llevaba al abismo.

 

Hablaré daro. Los objetos esparcidos procedían básicamente del campamento de Lake y consistían en latas de conservas abiertas de extraña manera, como las que habíamos visto en aquel devastado lugar, gran cantidad de cerillas usadas, tres libros ilustrados manchados de curiosa forma desigual, un frasco de tinta vacío con su envase de cartón, una pluma estilográfica rota, algunos trozos de piel y de lbna de tienda cortados de manera singularmente rara, una pila eléctrica usada junto con su envoltura de propaganda y las instrucciones para su empleo, un folleto que acompañaba a las estufas que utilizábamos para calentar las tiendas y bastantes trozos de papel arrugados. Todo ello era no poco inquietante, pero cuando alisamos los papeles y vimos lo que en ellos había presentimos que habíamos llegado a lo peor. Habíamos encontrado en el campamento algunos papeles inexplicablemente emborronados que pudieran habernos preparado para ello, y sin embargo encontrarlos allí abajo, en ‘las cavernas prehumanas de una ciudad de pesadilla, resultaba casi insoportable.

 

Un Gedney enloquecido podía haber dibujado aquellos grupos de puntos imitando los que habían encontrado en los trozos de esteatita verdosa, iguales a los que vimos en los túmulos de cinco puntas; era concebible que hubiera sacado unos apresurados dibujos de variable exactitud, o incluso carentes de ella, que representaran en boceto los alrededores de la ciudad y marcaran el camino desde un lugar señalado con un círculo y que no pertenecía a nuestro anterior trayecto, un lugar que identificamos con la gran torre cilíndrica de los bajorrelieves y que habíamos divisado desde el aeroplano, hasta la actual cámara de cinco puntas y la boca del túnel que en ella se abría.

 

Pudo Gedney, repito, hacer esos dibujos, pues los que teníamos ante nuestros ojos se habían hecho, evidentemente, copiando de los bajorrelieves, al igual que nosotros habíamos hecho los nuestros, y reproduciendo las tallas tardías del laberinto glacial, aunque copiando otras diferentes a las nuestras. Pero lo que jamás habría podido conseguir Gedney, chapucero y negado como era para el arte, era hacer aquellos dibujos empleando una extraña técnica y una seguridad de trazo tal vez superior, a pesar de su apresuramiento y descuido, al dibujo de las decadentes tallas que ‘habían servido de modelo, la característica e inequívoca técnica de los propios Primordiales de los tiempos de auge de la ciudad muerta.

 

No faltarán quienes digan que Danforth y yo demostramos estar completamente locos al no poner pies en polvorosa después de aquello, puesto que nuestras conclusiones eran ya, pese a su demencia, completamente firmes y de una índole que ni siquiera necesito mencionar a quienes hayan seguido mi narración hasta este punto. Es posible que estuviéramos locos, ¿pues no he dicho que aquellas horribles cumbres eran las montañas de la locura? Pero creo que puedo advertir algo que indica el mismo espíritu, aunque de naturaleza menos extrema, en los hombres que acechan a las fieras carniceras de las selvas africanas para fotografiarlas o estudiar sus costumbres. Medio paralizados por el pavor como estábamos, ardía en nosotros, sin embargo, una llama alimentada por el asombro y la curiosidad, y que acabó por triunfar.

 

Claro está que no teníamos intención de enfrentarnos con lo que, o con los que, sabíamos que habían estado allí, pues pensábamos que ya se habrían ido. Para entonces

 

habrían encontrado la entrada vecina que conducía al abismo y se habrían adentrado por ella en dirección a Dios sabe qué tenebrosos jirones del pasado, que les aguardaran en aquella postrera sima, la postrera sima que jamás habían visto. Y si esa entrada también estuviese obstruida, se habrían alejado hacia el Norte en busca de alguna otra. Recordamos que no dependían sino parcialmente de la luz.

 

Cuando pienso en aquel momento, apenas puedo recordar cuáles fueron nuestras emociones, qué cambio de objetivo inmediato fue el que afiló tan agudamente nuestra expectación. No teníamos intención, eso era indudable, de enfrentarnos con lo que temíamos, y sin embargo no negaré que posiblemente albergáramos un oculto deseo inconsciente de espiar ciertas cosas desde algún observatorio estratégico. Es probable que no hubiéramos renunciado todavía al deseo de aquel abismo, aunque ahora se había interpuesto un nuevo objetivo: el espacioso lugar rodeado por un círculo mostrado en los arrugados dibujos que habíamos encontrado. Habíamos reconocido inmediatamente la inmensa torre cilíndrica que aparecía en los bajorrelieves más antiguos, pero que vista des’de lo alto no parecía sino una prodigiosa abertura redonda. Algo relacionado con su impresionante aspecto, induso en aquellos apresurados bocetos, nos hizo pensar que en sus niveles subglaciales todavía podía haber algo de especial importancia. Tal vez encerrase maravillas arquitectónicas no encontradas aún en nuestras exploraciones. La torre era indudablemente de increíble antigüedad, pues, según las escenas esculpidas en que aparecía, había sido una de las primeras construcciones de la ciudad. Sus bajorrelieves, si se conservaban, podrían tener un valor muy singular. Además, tal vez supusiera un conveniente enlace con el mundo superior, un camino más corto que el que con tanto cuidado íbamos marcando, y probablemente el que siguieron los que bajaron con anterioridad.

 

En cualquier caso, lo que hicimos fue estudiar los temibles bocetos, que confirmaron los nuestros con gran exactitud, y retroceder por el camino indicado hacia el lugar circular, es decir, el camino que nuestros predecesores de identidad desconocida tuvieron que recorrer por dos veces antes que nosotros. La otra entrada que nos conduciría al tan buscado abismo estaría más allá. No es necesario que hable del itinerario que seguimos y durante el cual continuamos dejando un rastro de papeles ahorrando todos los posibles, pues fue de naturaleza idéntica al que nos había llevado hasta aquella galería sin salida, aun cuando el nuevo camino tendía a mantenerse más próximo al nivel del suelo e incluso a descender hacia las galerías inferiores. De cuando en cuando veíamos algunas señales inquietantes en los escombros y basuras esparcidas por el suelo; y en cuanto dejamos de percibir el olor a gasolina, volvimos a notar espasmódica y tenuemente aquel hedor más terrible y persistente. Después que el camino se bifurcara del que habíamos seguido anteriormente, iluminamos varias veces las paredes de la galería con los rayos de una sola linterna, y vimos en ellas casi siempre las omnipresentes tallas que parecían haber sido el principal desahogo estético de los Primordiales.

 

Hacia las 9,30, cuando atravesábamos un largo corredor abovedado, cuyo piso cada vez más helado parecía estar algo por debajo del nivel general del suelo y cuyo techo perdía altura según avanzábamos, comenzamos a percibir ante nosotros una fuerte luz diurna, y pudimos apagar la linterna. Al parecer, nos aproximábamos al amplio espacio circular y no podíamos estar muy lejos del exterior. La galería terminaba en un arco sorprendentemente bajo para ruinas megalíticas de tales dimensiones, pero fue mucho lo que pudimos ver a través de él, induso antes de atravesarlo. Al otro lado del arco se abría un prodigioso espacio redondo, de doscientos pies cumplidos de diámetro, cuyo suelo estaba cubierto de escombros y en el que se veían multitud de arcos cegados que correspondían al que estábamos a punto de cruzar. En donde había lugar para ello, los muros estaban profusamente esculpidos formando un friso en espiral de prodigioso tamaño que mostraba, a pesar de los daños causados por los elementos en aquel lugar abierto, una esplendor artístico muy superior a cuanto habíamos visto hasta entonces. El suelo, atestado de escombros, estaba cubierto por una gruesa capa de hielo, e imaginamos que el verdadero piso estaba a un nivel bastante inferior.

 

Pero la característica más notable del lugar era la titánica rampa de piedra que, esquivando los arcos por medio de un brusco desvío hacia el exterior, se enroscaba subiendo por las espléndidas paredes del cilindro como contrafiguras internas de las que ascendieron en otros tiempos por las inmensas torres piramidales o zigurats de la antigua Babilonia. Solamente la rapidez del vuelo y la perspectiva que hacia confundir la bajada con el muro interior de la torre nos había impedido ver esta rampa desde el aeroplano, induciéndonos a buscar otro camino al nivel subglacial. Pabodie tal vez hubiera podido decirnos qué clase de construcción explicaba su firmeza, pero Danforth y yo solamente pudimos maravillarnos contemplándola. Había poderosas ménsulas y columnas de piedra aquí y allá, pero lo que vimos se nos antojó insuficiente para la función que desempeñaban. Todo ello se encontraba en excelente estado de conservación hasta la parte actualmente superior de la torre, lo que es admirable si se tiene en cuenta lo muy expuesto que estaba a las inclemencias del tiempo, y su cobijo había ayudado en gran medida a proteger las extrañas e inquietantes esculturas cósmicas de las paredes.

 

Así que salimos a la pavorosa penumbra en que la media luz dejaba al fondo del monstruoso cilindro de cincuenta millones de años de antigüedad e, indudablemente, la más primitiva de cuantas construcciones verían nuestros ojos, vimos que los muros escalados por la rampa ascendían vertiginosamente hasta una altura de sesenta pies cumplidos. Esto, según recordamos por nuestra inspección aérea, significaba una capa exterior de hielo de alrededor de cuarenta pies, pues el precipicio que habíamos visto desde el aeroplano se hallaba en lo alto de un montículo de escombros de veinte pies, algo abrigado en las tres cuartas partes de su perímetro circular por las macizas murallas de una fila de ruinas que quedaban algo más arriba. Según narraban las tallas, la torre se había alzado en un principio en el centro de una inmensa plaza redonda hasta una altura de unos quinientos o seiscientos pies, con mesetas horizontales cerca de la parte superior en forma de disco y una fila de agudas torres semejantes a espadañas a lo largo del borde superior. La mayor parte de lo construido se había derrumbado principalmente hacia fuera, circunstancia afortunada, pues de lo contrario es posible que la rampa hubiera quedado destruida y todo el interior bloqueado. Aun así, la rampa había sufrido deplorables desperfectos, y la acumulación de escombros era tal que parecía que el paso por todos los arcos inferiores se había abierto sólo recientemente.

 

No tardamos sino un momento en llegar a la conclusión de que ése había sido indudablemente el camino por el que aquellos otros habían bajado, y que éste seria el camino natural que seguiríamos para nuestro ascenso, a pesar del largo rastro de papeles que habíamos ido dejando en otros lugares. La boca de la torre no estaba más lejos de las estribaciones y del aeroplano que nos aguardaba que el vasto edificio escalonado por el que habíamos entrado, y cualquier exploración subglacial que pudiéramos hacer en este viaje tendríamos que llevarla a cabo en aquella zona. Es curioso que todavía pensáramos en hacer viajes posteriores, incluso después de cuanto habíamos visto y adivinado. Fue entonces, mientras avanzábamos cautelosamente por encima de los escombros del espacioso piso cuando vimos algo que nos hizo olvidarnos momentáneamente de todo lo demás.

 

Se trataba de tres trineos cuidadosamente colocados en la esquina más lejana de la parte inferior y más saliente de la rampa, la que había estado oculta a nuestros ojos hasta entonces. Allí estaban los tres trineos desaparecidos en el campamento de Lake, en muy mal estado por el mal trato que había significado probablemente el arrastrarlos violentamente por encima de piedras y escombros no cubiertos de nieve, a más de pasarlos por encima de lugares absolutamente intransitables. Estaban embalados con sumo esmero y sujetos con correas, y contenían cosas que nos eran de sobra conocidas: la estufa de gasolina, bidones de combustible, estuches de instrumentos, latas de conservas, bultos envueltos en lona que encerraban evidentemente libros y otros paquetes de contenido menos claro; todo ello procedente del equipo de Lake.

 

Después de lo que habíamos encontrado en aquella otra sala, estábamos preparados para este hallazgo. La sorpresa auténticamente perturbadora fue la que recibimos cuando, después de pasar por encima de un bulto que nos había inquietado sobremanera y de desenvolverlo de la lona que lo cubría, encontramos algo realmente inquietante. Al parecer, otros, además de Lake, se habían interesado por coleccionar especímenes curiosos, pues allí había dos, helados, rígidos, en perfecto estado de conservación, curadas con esparadrapo unas heridas que mostraban en el cuello, y envueltos cuidadosamente para que no sufrieran más daño. Eran los cuerpos sin vida de Gedney y del perro desaparecido.

 

 

 

X

 


Muchos serán los que nos tilden probablemente de inhumanos, además de locos, por pensar en el túnel del Norte y en el abismo al cabo de tan poco tiempo de nuestro macabro hallazgo, y no me encuentro capaz de decir que no hubiésemos recordado inmediatamente tales cosas de no haber sido por una circunstancia concreta que nos sorprendió, iniciando una nueva serie de conjeturas. Habíamos vuelto a cubrir el cadáver del pobre Gedney con la lona y nos encontrábamos sumidos en una especie de mudo asombro, cuando unos sonidos acabaron por abrirse paso hasta nuestra percepción. Eran los primeros que escuchábamos desde que habíamos bajado del espacio abierto donde el viento de las alturas nos había dejado oír sus débiles gemidos desde cumbres ajenas a este mundo. Aunque bien conocidos y terrestres, su existencia en aquel remoto reinado de la muerte resultaba más inesperada y estremecedora que la de cualquier otro sonido fabuloso o grotesco, pues volvieron a hacer vacilar todas nuestras concepciones acerca de la armonía cósmica.

 

Si hubieran tenido alguna vaga semejanza con los fantásticos silbidos pertenecientes a una extensa escala musical que el informe de Lake acerca de sus disecciones nos había inducido a esperar y que nuestra exacerbada imaginación había reconocido en todas las ráfagas de viento que habíamos escuchado después de descubrir los horrores del campamento, al menos habrían tenido una especie de infernal congruencia con respecto a la región que nos rodeaba, muerta durante muchos eones. El lugar apropiado para una voz llegada de otras épocas es un cementerio de otras épocas. Pero el hecho fue que dicho sonido echó por tierra nuestras convicciones más arraigadas, toda nuestra tácita aceptación de la Antártida interior como desierto helado, total e irrevocablemente carente de cualquier vestigio de vida normal. Lo que oímos no fue el fabuloso sonido de la expresión blasfema de una antigua tierra en cuyas duras entrañas ultraterrenas un sol polar, rechazado durante incontables siglos, había provocado una monstruosa respuesta. Lejos de ello, fue algo tan burlonamente normal, tan inequívocamente habitual durante nuestros días de navegación por las aguas próximas a la tierra de Victoria y de campamento junto a la bahía de McMurdo, que nos estremecimos al pensar que pudiera darse allí, en donde no debían oírse tales cosas. En resumen, fue sencillamente el ronco graznido de un pingüino

 

El apagado sonido llegó flotando desde rincones subglaciales claramente opuestos a la galería por la que habíamos llegado, desde una zona situada evidentemente en la dirección del otro túnel que conducía al inmenso abismo. La presencia de un ave acuática viva en aquellos parajes, en un mundo en cuya superficie la ausencia de vida era característica secular y uniforme, sólo podía llevarnos a una conclusión; por ello nuestro primer pensamiento fue comprobar la realidad objetiva del sonido. Efectivamente, se repitió varias veces, y en ocasiones parecía proceder de más de una garganta. Buscando su procedencia, pasamos bajo un arco del cual se hablan limpiado buena parte de los cascotes:

 

volvimos a penetrar en galerías desconocidas y, cuando dejamos atrás la luz del día, a marcar nuestro rastro con una

 

cantidad suplementaria de papel que tomamos con extraña repulsión de uno de los fardos tapados con lona que hallamos en los trineos.

 

A medida que el piso helado fue siendo reemplazado por cascotes y broza, percibimos con nitidez unas curiosas huellas dejadas por algo que hasta allí se había transportado a rastras; Danforth encontró una huella muy clara cuya descripción resultaría superflua. El camino que marcaban los graznidos del pingüino era el que el mapa y la brújula señalaban como el que conducía a la boca del túnel situado más al norte, y nos alegramos de encontrar un acceso sin puentes en el piso bajo que parecía estar expedito. El túnel, según el mapa, debía partir de la base de una gran construcción piramidal que recordamos vagamente haber visto desde lo alto y que se encontraba en sorprendente estado de conservación. A lo largo del camino, la única linterna encendida nos mostró la acostumbrada profusión de relieves, pero no nos detuvimos para examinar ninguno de ellos.

 

De pronto, una forma blanca y voluminosa apareció ante nosotros, y encendimos la segunda linterna. Es extraño cómo esta nueva búsqueda había borrado totalmente de nuestra memoria los anteriores temores a lo que pudiera acecharnos en la oscuridad. Era de suponer que los «otros», tras dejar sus cosas en el gran espacio circular, habían proyectado volver después de su exploración del camino del abismo, o incluso del abismo en sí. Pero nosotros habíamos desechado toda precaución, tan completamente como si «ellos» jamás hubieran existido. Aquella cosa blanca de torpe andar de pato medía más de seis pies, y, sin embargo, comprendimos al punto que no se trataba de uno de los «otros», pues éstos eran de mayor tamaño y oscuros, y, según la descripción de los bajorrelieves, sus movimientos en tierra, a pesar de la rareza de sus miembros tentaculares nacidos del mar, eran veloces. Pero decir que aquella forma blanca no nos atemorizó profundamente sería vano. La verdad es que durante un instante nos atenazó un miedo primitivo, casi tan lacerante como nuestros razonados temores relacionados con los «otros». Nuestra

 

excitación decayó bruscamente cuando aquel bulto blanco pasó con su andar patoso bajo un arco lateral que quedaba a nuestra izquierda para reunirse con los dos congéneres que le habían llamado con sus voces roncas. Pues no era sino un pingüino, aunque gigante, de una especie desconocida mayor que la de los pingüinos conocidos y monstruoso por la combinación de su albinismo con la casi total carencia de ojos.

 

Cuando pasamos en pos del ave por debajo del arco encendimos las dos linternas, y dejamos caer su luz sobre el grupo de los tres indiferentes y distraídos pingüinos; vimos que todos ellos eran albinos y carecían de ojos, y que los otros dos eran de la misma especie desconocida y gigantesca del primero. Por su tamaño nos recordaron algunos de los pingüinos arcaicos de las tallas de los Primordiales, y no tardamos en deducir que descendían de antepasados comunes y que éstos habían sobrevivido por haberse refugiado en algunas regiones más templadas, cuya perpetua oscuridad había destruido su pigmentación y atrofiado los ojos hasta transformarlos en inútiles rendijas. No había duda alguna de que habitaban ahora en el profundo abismo que estábamos buscando, y esta prueba de la perdurable templanza y habitabilidad del mar interior nos llenó la cabeza de fantasías en extremo curiosas y perturbadoras.

 

También nos preguntamos qué había podido impulsar a estas tres aves a aventurarse lejos de sus acostumbrados dominios. El estado y el silencio de la gran ciudad muerta demostraba que no había sido nunca criadero natural de aves, mientras que la dara indiferencia del trío respecto a nuestra presencia hacía que resultara raro que el paso de un grupo distinto los hubiera alarmado. ¿Era posible que aquellos «otros» se hubieran mostrado agresivos o hubieran tratado de aumentar sus provisiones de carne? Dudábamos de que aquel penetrante olor que tanto aborrecían los perros pudiese resultar igualmente antipático para los pingüinos, pues sus antepasados habían mantenido apaciblemente con los Primordiales unas relaciones amistosas que tenían que haber perdurado a orillas del abismo en tanto que sobrevivieran algunos de los Primordiales.

 

Llevados por un nuevo despertar del espíritu científico, lamentamos no poder fotografiar aquellas anómalas criaturas, y seguimos el camino hacia el mar subterráneo, un camino que ahora sabíamos sin ningún género de dudas que se encontraba abierto y libre de obstáculos, y cuya dirección exacta nos manifestaban claramente las huellas de los pingüinos que encontrábamos a nuestro paso.

 

Poco después, una fuerte bajada por una larga galería extrañamente desprovista de tallas nos indujo a creer que nos acercábamos por fin a la entrada del túnel. Acabábamos de pasar junto a dos pingüinos y oíamos a otros delante, muy cerca de nosotros. La galería terminaba en un prodigioso espacio abierto que nos dejó sin aliento; se trataba de un perfecto hemisferio invertido, evidentemente situado a enorme profundidad. Medía cien pies cumplidos de diámetro y cincuenta de altura, con bajas entradas en arco en todos los puntos de la circunferencia menos en uno, donde se abría cavernosamente una abertura negra y en forma de arco, que quebraba la simetría de la bóveda hasta una altura de casi quince pies. Era la entrada al gran abismo.

 

En este gran hemisferio, cuya techumbre cóncava estaba impresionantemente tallada, aunque en estilo decadente, representando una primigenia bóveda celeste, se contoneaban unos cuantos pingüinos albinos, extraños en aquel lugar, pero indiferentes y ciegos. El negro túnel mostraba sus fauces y se alejaba indefinidamente en pendiente cuesta abajo, con la boca adornada por jambas y dintel grotescamente tallados a cincel. Desde aquella críptica embocadura imaginamos que soplaba un aura ligeramente más templada y tal vez emanaba un sospechoso vapor, y nos preguntamos qué seres vivos, aparte de los pingüinos, podían ocultar el insondable abismo de allá abajo y los infinitos huecos del panal de la superficie y de las titánicas montañas. Nos preguntamos también si los indicios de humo que el desgraciado Lake creyó ver en una montaña, y también la extraña neblina que nosotros mismos habíamos visto en torno al pico coronado por un bastión, pudieran tener por causa la ascensión por tortuosos cauces de vapores procedentes de las regiones insondables del centro de la tierra.

 

Al entrar en el túnel vimos que su trazado general, al menos a lo largo de los primeros quince pies en ambas direcciones, era de paredes, suelo y techo abovedado formado por la acostumbrada arquitectura megalítica. Las paredes estaban sucintamente adornadas con medallones de dibujos sencillos y estilo tardío decadente, y toda la fábrica y las tallas estaban en maravilloso estado de conservación. El suelo se hallaba limpio, exceptuando algunos detritus dejados por los pingüinos al salir y las huellas impresas por otros al entrar. Cuanto más avanzábamos más templado se hacía el ambiente, con lo que no tardamos en desabrocharnos las prendas de más abrigo. Pensamos si realmente se darían allá abajo fenómenos ígneos y si las aguas de aquel mar sin sol estarían calientes. Al cabo de una corta distancia, los bloques de piedra fueron reemplazados por la roca viva, aunque el túnel conservó las mismas proporciones y siguió presentando la misma regularidad de horadación. En ocasiones, la pendiente era tan fuerte que se habían tallado hendiduras en el piso. Vimos algunas bocas de galerías laterales que no aparecían en nuestro plano, pero ninguna de naturaleza tal que pudiera dificultar nuestro regreso, y todas ellas ofrecían refugio en caso de que en nuestra vuelta topáramos con seres desagradables. El hedor de tales seres era muy perceptible. Indudablemente era una aventura suicida y necia adentrarse en aquel túnel en las condiciones descritas, pero la, tentación de lo desconocido es en ciertas personas más fuerte de lo que se cree, y al fin y al cabo esa tentación

 

era lo que nos había llevado, en primer lugar, a este inclemente desierto polar. Según avanzábamos vimos varios pingüinos y nos preguntamos qué distancia nos quedaría por recorrer. Los bajorrelieves nos hacían esperar un descenso como de una milla hasta el abismo, pero nuestras primeras exploraciones nos habían hecho comprender que podíamos fiarnos plenamente de las escalas.

 

Al cabo de un cuarto de milla aproximadamente aquel sin nombre se intensificó, y tomamos buena cuenta de las diversas galerías laterales por las que pasamos. No se percibía vapor alguno como el de la entrada, pero esto se debía indudablemente a la falta de aire fresco que sirviera de contraste. La temperatura subía rápidamente y no nos asombró llegar ante un informe montón de cosas estremecedoramente familiares para nosotros. Se trataba de un montón de pieles y lonas de tiendas procedentes del campamento de Lake, y no nos detuvimos para estudiar las caprichosas formas en que habían sido cortadas. Algo más allá advertimos que aumentaban notoriamente el tamaño y el número de las galerías que desembocaban en la nuestra, y dedujimos que debíamos haber llegado a la zona densamente poblada de celdillas y situada debajo de las estribaciones más altas. Aquel curioso hedor sin nombre nos llegaba ahora mezclado con otro olor casi igualmente desagradable, la naturaleza del cual no nos fue dado adivinar aunque pensamos en organismos en estado de putrefacción avanzada y quizá en desconocidos hongos subterráneos. Luego se abrió ante nosotros un inesperado ensanchamiento del túnel para el cual no nos habían preparado los bajorrelieves; se trataba de un ensanchamiento y una elevación del techo, con lo que el túnel se convirtió en caverna elíptica de aspecto natural, de piso liso, de unos setenta y cinco pies de longitud por unos cincuenta de anchura y con numerosos pasillos que en ella confluían y de ella se alejaban para perderse en la misteriosa oscuridad.

 

Aunque la caverna parecía natural, una inspección realizada con ayuda de las dos linternas, nos descubrió que se había formado mediante la destrucción artificial de varios muros que separaban las estancias contiguas excavadas en la roca. Las paredes eran rugosas, y el elevado techo abovedado mostraba gran número de estalactitas, pero el suelo de roca viva había sido allanado y estaba libre de cascotes, detritus e incluso polvo en grado sumamente anormal. Excepto por la amplia galería por la que habíamos ido todos los grandes corredores que salían de ella se hallaban en igual estado, cuya singularidad era tal que nos tenía asombrados. El curioso y nuevo hedor que había venido a sumarse al olor sin nombre era allí muy penetrante, hasta el punto de anular al otro sin dejar rastros de él. Había algo en aquel lugar, con su suelo alisado y casi reluciente, que nos sorprendió de forma más espantosa que cualquiera de las cosas monstruosas con que habíamos tropezado anteriormente.

 

La regularidad de la galería que se abría ante nosotros, y también la mayor abundancia de excrementos de pingüino que había en aquel lugar, evitaba errar el camino en aquella plétora de bocas de caverna igualmente grandes. No obstante, decidimos volver a dejar un rastro de trozos de papel si se presentaban complicaciones, pues ya no podíamos esperar guiamos por las huellas dejadas en el polvo. Al reanudar la marcha iluminamos en varios puntos las paredes del túnel y nos quedamos atónitos al percibir el cambio tan radical que se apreciaba en los ‘bajorrelieves de esta parte del corredor. Apreciábamos, naturalmente, la notable decadencia de las esculturas de los Primordiales en el período en que abrieron el túnel y ya habíamos observado la mediocre artesanía de los arabescos en los tramos que habíamos dejado atrás. Pero ahora, en aquella profunda sección de más allá de la caverna, se advertía una sutil diferencia que resultaba inexplicable, una diferencia en su naturaleza básica distinta de la merma de calidad que suponía tan profunda y calamitosa degradación de la habilidad de los artesanos y que resultaba inesperada en vista de lo que habíamos observado anteriormente.

 

Estas nuevas y degeneradas tallas eran toscas, burdas y totalmente carentes de delicadeza en los detalles. La talla tenía una profundidad exagerada y formaba franjas que seguían la tónica general de los pocos medallones de las secciones anteriores, pero la altura de los relieves no llegaba hasta el nivel de la superficie general. A Danforth se le ocurrió que se trataba de ‘una talla superpuesta, una especie de palimpsesto añadido después de borrar el diseño primitivo. Era todo ello de naturaleza decorativa y convencional y el diseño consistía en burdas espirales y ángulos que se ajustaban rudamente a la tradición matemática del quintil conservada por los Primordiales asemejándose más a una parodia que a la perpetuación de una tradición. No podíamos quitarnos de la cabeza que algún elemento sutil, pero profundamente extraño, se había añadido a los principios estéticos en que se apoyaba la técnica —un elemento extraño, supuso Danforth, culpable de la elaborada sustitución. Era un arte parecido al que habíamos llegado a reconocer como el de los Primordiales, pero también desazonadoramente distinto, y me recordaba pertinazmente cosas híbridas, como las torpes esculturas de Palmira modeladas a la manera romana. Que otros ‘habían estudiado la franja de tallas lo insinuaba el hecho de que viéramos en el suelo, delante de uno de los medallones más característicos, una pila gastada de linterna.

 

Comoquiera que no podíamos perder mucho tiempo estudiando aquello, reanudamos la marcha después de una ojeada, pero iluminando frecuentemente las paredes para ver si podía apreciarse algún otro cambio en la decoración. No vimos nada parecido, aunque los bajorrelieves escaseaban en algunas partes como resultado de ‘las muchas bocas de túneles que se abrían para dar paso a galerías laterales de suelo alisado. El número de pingüinos disminuyó, aunque nos pareció percibir vagamente un coro infinitamente lejano de graznidos que llegaban desde las profundidades de la Tierra. El nuevo e inexplicable hedor se había hecho abominablemente penetrante y apenas podíamos notar indicios del otro olor innominado. Algunas nubecillas de vapor, visibles ante nosotros, indicaban los crecientes contrastes de temperaturas y la relativa cercanía de los acantilados sin sol del gran abismo. Y entonces, de súbito, vimos ciertos obstáculos en el pulido suelo delante de nosotros, obstáculos que con toda seguridad no eran pingüinos, y encendimos la segunda linterna para asegurarnos de que aquellos objetos permanecían inmóviles.

 

Llego otra vez a un punto en el que me resulta muy difícil proseguir. Ya debiera estar endurecido a estas alturas, pero ciertas experiencias y suposiciones hieren demasiado hondamente para cicatrizar y dejan la memoria tan sensibilizada que los recuerdos nos hacen volver a vivir el pasado horror. Vimos, como he dicho, ciertos obstáculos en nuestro camino sobre el pulido suelo, y puedo decir que, casi al mismo tiempo, nuestro olfato se vio invadido por una curiosa acentuación de aquel extraño hedor, ahora claramente mezclado con la fetidez indecible de los que nos habían precedido. La luz de la segunda linterna no nos dejó dudas acerca de qué objetos obstruían el camino, y únicamente nos atrevimos a acercarnos a ellos porque advertimos, incluso a distancia, que ya estaban tan lejos de poder hacer mal alguno como los seis ejemplares de su misma especie que desenterramos de los abominables túmulos coronados por estrellas del campamento de Lake.

 

Estaban, efectivamente, tan incompletos como la mayor parte de los que desenterramos, aunque por el charco espeso y de color verde oscuro que se estaba formando en torno a ellos era evidente que su mutilación era infinitamente más reciente. Parecía no haber sino cuatro de ellos, mientras que ‘los ‘boletines de Lake indicaban que el grupo que nos había precedido estaba formado por no menos de ocho. Fue completamente inesperado encontrarlos en aquel estado y nos preguntamos qué clase de siniestro combate se había desarrollado en medio de la oscuridad.

 

Los pingüinos, cuando se les ataca en grupo, se defienden ferozmente con el pico, y el oído nos decía ahora que había un criadero no lejos de allí. ¿Acaso quienes nos precedieron habían alborotado un lugar así provocando una persecución asesina? Los obstáculos que teníamos ante nuestro camino no lo ‘hacían pensar así, pues los picos de los pingüinos difícilmente podrían haber causado en los duros tejidos que Lake diseccionara tan terribles destrozos como los que ahora podíamos ver al aproximarnos. Además, las enormes aves ciegas que habíamos visto parecían singularmente tranquilas.

 

¿Se habría producido, entonces, una lucha entre aquellos «otros», y había que achacar el daño a los cuatro que faltaban? En ese caso, ¿dónde se hallaban? ¿Estaban cerca de allí representando una amenaza inmediata para nosotros? Fuimos mirando con cierto temor algunas de las bocas de túnel por las que pasábamos según avanzábamos con paso lento y receloso. Cualquiera que fuese el conflicto, esto había sido lo que ahuyentó a los pingüinos incitándolos a desacostumbradas correrías. Seguramente la cosa había ocurrido cerca del lugar en que habitaban, ‘junto al insondable abismo de más allá desde donde habían llegado hasta nosotros los lejanos graznidos de las aves, pues no se percibían señales de que vivieran por allí Tal vez había habido una terrible lucha en la que el grupo más débil fue aniquilado por el más fuerte cuando trataba de llegar a los trineos escondidos. Cabía imaginar el diabólico combate entre seres indeciblemente monstruosos que surgían del negro abismo, rodeados de bandadas de pingüinos frenéticos graznando y huyendo lo más velozmente posible.

 

Afirmo que nos acercamos lenta y recelosamente a los objetos mutilados que yacían en medio de nuestro camino. ¡Ojalá nunca nos hubiéramos aproximado a ellos y ‘hubiésemos salido a todo correr de aquel túnel execrable de suelo escurridizo y de paredes cuajadas de decoraciones decadentes que copiaban los seres que habían reemplazado! ¡Ojalá hubiéramos retrocedido antes de ver lo que vimos y antes de que quedara grabado a fuego en nuestra mente algo que nunca nos permitirá volver a respirar tranquilamente!

 

La luz de las dos linternas cayó sobre los objetos caídos de tal manera que pronto nos percatamos de cuál era el factor predominante de su mutilación. Machacados, aplastados, retorcidos y rotos como estaban, lo que caracterizaba a todos ellos era que estaban decapitados. Todas las cabezas de equinodermo provistas de tentáculos estaban cortadas, y según nos acercamos, vimos que, al parecer, habían sido descabezados más por diabólico desgarro o succión que mediante cualquier forma habitual de corte. El maloliente licor de color verde oscuro que de ellos fluía formaba un charco grande que iba en aumento, pero su fetidez quedaba medio anulada por un nuevo y más extraño hedor, más penetrante allí que en ningún otro ‘lugar de nuestro camino. Tan sólo cuando habíamos llegado muy cerca de los obstáculos desparramados en el suelo pudimos comprender de dónde procedía aquel segundo e inexplicable olor, y tan pronto como lo ‘hicimos, Danforth, recordando ciertas tallas muy elocuentes de la historia de los Primordiales en la era pérmica, es decir, hace ciento cincuenta millones de años, no pudo contener un grito de angustia que despertó los ecos de aquel pasadizo abovedado y arcaico de los relieves de palimpsesto.

 

Yo mismo estuve a punto de gritar también, pues había visto igualmente los frisos primigenios y había admirado estremecido la forma en que el anónimo artista había dado a entender la horrible capa de viscosidad que cubría a unos Primordiales mutilados y caídos en tierra, aquellos a los que los terribles shogoths habían dado muerte y succionado hasta dejarlos sin cabeza en la guerra en que habían vuelto a sojuzgarlos. Eran bajorrelieves infames, producto de pesadillas, aunque narraran episodios de remotísima antigüedad, pues ningún ser humano debiera ver a los shogoths y sus obras, ni criatura alguna debiera representarlos con imágenes. El demente autor del Necronomicón ‘había tratado de afirmar bajo juramento que ninguno se había engendrado en este planeta, y que solamente soñadores toxicómanos los habían imaginado. ¡Protoplasma informe capaz de adoptar y reproducir todas las formas, órganos y procesos, aglutinaciones viscosas de células burbujeantes, esferoides elásticos de quince pies, infinitamente plásticos y dúctiles, esclavos de la sugestión, constructores de ciudades, cada vez más sombríos, cada vez más inteligentes, cada vez más anfibios y más miméticos! ¡Dios santo! ¿Qué clase de demencia induciría a aquellos Primordiales blasfemos a utilizar y plasmar semejantes seres?

 

Fue entonces cuando Danforth y yo vimos aquella negra viscosidad de recentísimo brillo y de iridiscentes reflejos que se pegaba espesamente a los cuerpos descabezados tornando el ambiente horriblemente apestoso con aquel nuevo y desconocido hedor cuyo origen solamente una mente enferma podía imaginar, aquella viscosidad que se pegaba a los cuerpos y brillaba menos espesamente en un trozo de la pared esculpida de nuevo con una serie de puntos agrupados, fue entonces cuando comprendimos ‘lo que era el terror cósmico en toda su insondable profundidad. No fue el miedo a aquellos cuatro seres que faltaban, pues demasiado sospechábamos que no volverían a hacer daño. ¡Pobres diablos! Al fin y al cabo no eran seres malignos en su especie. Eran los hombres de otra era y de otro orden de cosas. La naturaleza les había gastado una broma infernal —como se la gastará a otros cualesquiera cuya locura, dureza de sentimientos o crueldad lleve en lo sucesivo a excavar en aquel horrendo desierto polar, muerto o dormido. Aquél fue su trágico destino. Ni siquiera habían sido salvajes, pues ¿qué habían hecho? Aquel pasmoso despertar en el frío de una época desconocida, tal vez la acometida de una manada de cuadrúpedos peludos ladrando furiosamente y una aturdida defensa contra ellos y los igualmente frenéticos simios blancos con extrañas envolturas y adimentos... ¡Pobre Lake, pobre Gedney... y pobres Primordiales! Científicos hasta el final. ¿Qué hicieron ellos que no hubiéramos hecho nosotros en su lugar? ¡Santo Dios, qué inteligencia y qué tenacidad! ¡Qué manera de enfrentarse con lo increíble, igual que aquellos parientes y antepasados suyos que se habían enfrentado también con cosas casi igualmente extrañas! Animales radiados, plantas, monstruos, semilla de estrellas, no sé qué habían sido, pero ahora eran hombres.

 

Habían atravesado los helados picos en cuyas templadas laderas se habían entregado tiempo atrás al culto, las mismas laderas que habían recorrido antaño entre helechos arbóreos. Habían descubierto su ciudad muerta inmóvil bajo el peso de la maldición y ‘habían interpretado el relato esculpido de sus tiempos postreros, como habíamos ‘hecho nosotros. Hablan tratado de llegar hasta congéneres vivos en profundidades míticas de una negrura jamás vislumbrada, y ¿qué habían encontrado? Todo esto pensábamos Danforth y yo mientras contemplábamos aquellas formas descabezadas y cubiertas de viscosidad para mirar después las tallas palipsetas y los malignos grupos de puntos frescos en la pared, y al mirar comprendimos lo que debió de triunfar y sobrevivir en ‘las profundidades de la ciclópea ciudad acuática de aquel abismo sumido en una noche eterna y rodeado de pingüinos, del que comenzaba a subir una siniestra y rizada neblina blanca como respondiendo al grito nervioso de Danforth.

 

La sorpresa que había supuesto reconocer la monstruosa viscosidad y la decapitación de aquellos seres nos había dejado a los dos convertidos en estatuas inmóviles y mudas, y solamente en el curso de posteriores conversaciones descubrimos la idéntica naturaleza de nuestros pensamientos en aquellos instantes. Nos pareció haber permanecido allí durante milenios, pero en realidad no fueron más de unos quince segundos. Aquella neblina pálida y odiosa ascendía rizándose como impulsada por algún volumen más alejado que también avanzaba, y luego llegó el sonido que desbarató gran parte de lo que acabábamos de decidir y, al hacerlo, nos libró del sortilegio y nos permitió recorrer alocadamente, entre desconcertados pingüinos que no cesaban de graznar, el camino de vuelta a la ciudad a través de pasadizos megalíticos inmersos en el hielo, hasta llegar al gran espacio circular abierto y luego subir por la arcaica rampa en espiral para tratar frenéticamente de salir al aire puro de fuera y a la luz del exterior

 

El nuevo sonido a que me he referido desbarató, como he dicho, buena parte de lo que habíamos decidido: porque fue lo que la disección del desgraciado Lake nos había inducido a atribuir a los que dábamos por muertos. Era, me dijo Danforth después, exactamente lo mismo que él había oído de forma infinitamente apagada cuando se hallaba en aquel lugar de más allá del recodo del callejón situado por encima del nivel glacial, y, desde luego, recordaba estremecedoramente los silbidos del viento que ‘los dos habíamos oído en torno a las encumbradas cuevas de las montañas. A riesgo de parecer pueril, añadiré algo más, aunque no sea más que por la sorprendente forma en que las impresiones de Danforth encajaron con las mías. Naturalmente, la lectura de los mismos libros fue lo que nos preparó para llegar a tales interpretaciones, aunque Danforth ha apuntado algunas raras nociones acerca de fuentes insospechadas y prohibidas que Poe pudo consultar cuando escribió su Arthur Gordon Pym hace ya un siglo. Se recordará que en esa fantástica narración hay una palabra de significado desconocido, pero terrible y prodigioso, una palabra relacionada con la Antártida y que gritan eternamente las gigantescas aves de fantasmal blancura en el centro de esa malévola región. «Tekelili! Tekeli-li!»

 

Eso fue exactamente, lo reconozco, lo que nos pareció articulaba aquel repentino ruido tras la blanca neblina que avanzaba, aquel insidioso silbido musical que se dejaba oír abarcando una escala singularmente amplia.

 

Antes de que se oyeran tres notas, o tres sílabas, ya corríamos desenfrenadamente, aunque sabíamos que la rapidez de los Primordiales permitiría a cualquier superviviente de la matanza que, alertado por el grito, pudiera perseguirnos, damos alcance en un instante si deseaba hacerlo. Teníamos una vaga esperanza, sin embargo, de que un comportamiento pacífico por nuestra parte y el mostrar una razón parecida a la suya, podía inducir a un ser de esa naturaleza a hacernos gracia de la vida en caso de captura, aunque no fuera más que por curiosidad científica. Después de todo, si no veía nada que temer, no tendría motivo para ‘hacernos daño. Comoquiera que ocultarnos habría resultado fútil en aquella coyuntura, enfocamos hacia atrás el rayo de la linterna mientras corríamos, con lo que vimos que la neblina se iba haciendo más sutil. ¿Veríamos al fin un ejemplar completo y vivo de aquellos «otros»? Una vez más llegó a nuestros oídos aquel silbido obsesivo y musical: «Tekelili! Tekeli-li!»

 

Como observáramos entonces que le íbamos ganando terreno a nuestro perseguidor, se nos ocurrió que quizá estuviese herido. Pero no podíamos arriesgarnos, pues estaba claro que venía tras de nosotros en respuesta al grito de Danforth y no porque huyera de ninguna otra criatura. El tiempo acuciaba demasiado para vacilar. Donde pudiera encontrarse aquel otro ser de pesadilla, menos concebible y menos mencionable, aquella masa apestosa nunca vislumbrada que vomitaba viscoso protoplasma, cuya raza ‘había conquistado el abismo y había expulsado a los colonizadores de la Tierra forzándolos a socavar de nuevo y a arrastrarse por las madrigueras de las montañas, no podíamos imaginarlo siquiera y nos causó un verdadero remordimiento dejar a aquel Primordial, probablemente malherido y quizá único superviviente, a merced de una’ nueva captura y una suerte sin nombre.

 

Gracias a Dios no cejamos en nuestra carrera. La rizada neblina había vuelto a espesarse y avanzaba a mayor velocidad, en tanto que los descarriados pingüinos graznaban a espaldas nuestras y gritaban dando muestras de un pánico sorprendente si teníamos en cuenta la escasa confusión que mostraron cuando los adelantamos,. Una vez más recorrió aquel siniestro silbo la extensa escala de su música: «Tekeli-li, Tekeli-li.» Nos habíamos equivocado. Aquel ser no estaba herido, sino que se había detenido al encontrar los cuerpos de sus congéneres caídos y la diabólica inscripción viscosa encima de ellos. Nunca sabríamos qué mensaje demoníaco sería aquél, pero los enterramientos en el campamento de Lake nos habían indicado la mucha importancia que daban a sus muertos. La linterna tan descuidadamente utilizada, nos mostraba al frente la gran caverna en que convergían varias galerías, y celebramos perder de vista aquellas morbosas tallas palimpsestas que casi sentíamos incluso cuando apenas las veíamos.

 

Otro pensamiento que nos inspiró la aparición de la caverna fue la posibilidad de despistar a nuestro perseguidor en tan confusa infinidad de galerías. Había en el espacio abierto varios pingüinos ciegos, y resultaba evidente que su temor del ente que se acercaba era extremado hasta el punto de no ser explicable. Si disminuíamos la luminosidad de la linterna hasta dejar solamente la luz indispensable para caminar, y la manteníamos fija delante de nosotros, los movimientos y los atemorizados graznidos desacompasados de aquellas enormes aves sumidas en la neblina, tal vez apagaran el ruido de nuestros pasos, ocultando nuestro verdadero trayecto y creando de alguna forma una pista falsa. En medio de las inquietas volutas’ de bruma y de sus rizadas espirales, el deslustrado piso cubierto de cascotes del túnel principal a partir de aquel punto, en contraste con las otras galerías morbosamente pulidas, no podía distinguirse con facilidad ni siquiera, por lo que nos era dado conjeturar, para los especiales sentidos que hacían que los Primordiales pudieran prescindir de la luz, aunque sólo parcialmente, en casos de emergencia. De hecho, teníamos cierto temor de extraviarnos con las prisas, pues habíamos decidido, naturalmente, seguir derechos ‘hacia la ciudad muerta, ya que las consecuencias de perdernos en aquellas desconocidas celdas de las montañas serían impensables.

 

El hecho de que sobreviviéramos y saliéramos al exterior es prueba suficiente de que aquel ser se equivocó de túnel en tanto que nosotros dimos providencialmente con el acertado. Los pingüinos por sí solos no hubieran podido salvarnos, pero en conjunción con la neblina parece que lo consiguieron. Nuestra buena estrella mantuvo las volutas de neblina lo bastante espesas en el momento crítico, pues estaban siempre agitadas y amenazando con desvanecerse totalmente. Y, efectivamente, así lo hicieron durante un segundo antes de que saliéramos del repugnante túnel dos veces tallado y llegáramos a la cueva, de tal manera que únicamente percibimos durante un instante, y sólo a medias, el ser que nos perseguía, al lanzar una última y angustiada mirada hacia atrás antes de apagar la linterna y de mezclarnos con los pingüinos con la esperanza de escapar a su persecución. Si la estrella que nos ocultó fue benigna, la que nos permitió ver a medias aquella criatura fue infinitamente cruel, pues a esa relampagueante semivisión se debe la mitad del horror que desde entonces nos acosa.

 

Lo que nos hizo volver la vista atrás fue el instinto inmemorial que impulsa al perseguido a investigar la naturaleza y. rumbo del perseguidor, o, tal vez, un intento automático de responder a una pregunta subconsciente planteada por uno de nuestros sentidos. En medio de nuestra huida, con todas nuestras facultades centradas en el problema de cómo escapar, no nos encontrábamos en condiciones de observar y analizar los detalles, pero, aun así, las células latentes del cerebro debieron asombrarse ante el mensaje que les transmitía nuestro olfato. Más tarde comprendimos en qué consistía ese mensaje: que nuestra huida de la capa de viscosidad apestosa que cubría aquellos obstáculos acéfalos, y la simultánea aproximación del ser que nos perseguía, no había supuesto una sustitución de hedores como por lógica cabía esperar. Junto a los que yacían en tierra había predominado aquella fetidez nueva e inexplicable, pero ahora ésta debía haber dado paso al hedor innominado asociado con los otros seres. Tal sustitución no había tenido lugar; por el contrario, la nueva fetidez era ahora menos soportable por estar prácticamente sin diluir, y con cada segundo que pasaba se hacía más ponzoñosamente insistente.

 

Así pues, volvimos la vista atrás al parecer simultáneamente, aunque sin duda el incipiente movimiento del uno provocó el del otro, y al hacerlo enfocamos con la luz de las linternas la neblina, entonces más sutil, guiados por el ansia primitiva de ver todo lo posible, o por el deseo, aunque menos primitivo igualmente inconsciente, de deslumbrar al ser que nos perseguía antes de apagar las linternas y escabullirnos entre los pingüinos del laberinto que se abría ante nosotros. ¡Qué desdichada acción!

 

Ni el mismo Orfeo, ni la esposa de Lot, pagaron mucho más cara una mirada atrás. Y de nuevo oímos aquellas pavorosas notas de gaita que recorrían una extensa escala:

 

«Tekeli-li, Tekeli-li...»

 

Más vale que hable francamente, aunque me siento incapaz de hacerlo con claridad, al decir qué es lo que vimos, si bien en aquel momento pensamos que nunca lo admitiríamos, ni siquiera el uno al otro. Las palabras que llegarán al lector no podrán ni siquiera dar una idea de la espantable naturaleza de lo que vislumbramos. Invalidó tan totalmente nuestra capacidad de discernimiento que me maravilla que conserváramos juicio suficiente para apagar las linternas, como habíamos decidido hacer, y correr por el túnel que conducía a la ciudad muerta. Debió ser el instinto lo que nos sacó del aprieto tal vez mejor de lo que hubiera podido hacer el raciocinio, aunque si fue eso lo que nos salvó, pagamos un alto precio por ello. Desde luego, juicio no nos quedaba mucho.

 

Danforth estaba totalmente desquiciado y lo primero que recuerdo del resto de nuestro recorrido es el canturreo maquinal de mi compañero, su letanía incoherente en la cual, solamente yo entre todos los seres humanos, podía encontrar algo que no fuera inoportuna demencia. Resonaba con ecos gangosos entre los graznidos de los pingüinos, reverberando en las bóvedas más lejanas y en las desiertas galerías que, por fortuna, habíamos dejado atrás. No comenzó a canturrear inmediatamente, o de lo contrario no hubiéramos estado vivos y corriendo como locos. Tiemblo al pensar en la diferencia que nos hubiera supuesto una reacción ligeramente distinta por su parte.

 

—South Station..., Washington..., Park Street..., Kendall... Central... Harvard... El pobrecillo recitaba los nombres de las estaciones del suburbano de Boston a Cambridge que atravesaba las apacibles tierras de la patria, a millares de leguas de distancia, en Nueva Inglaterra, y, sin embargo, para mí, tal letanía ni resultaba incoherente ni me traía recuerdos del hogar, pues reconocía en ella con absoluta certidumbre la monstruosa, la nefanda analogía que la había sugerido. Habíamos esperado ver al volver la cabeza, si la neblina se había diluido lo bastante, un ser espeluznante e increíble en movimiento. Nos habíamos formado una idea clara acerca de aquel ente. Pero lo que pudimos ver, pues, para colmo de males, la neblina efectivamente se había aclarado, fue algo completamente diferente e inconmensurablemente más horrendo y detestable. Aquello era la encarnación real de «lo que no debe ser» del autor de novelas fantásticas, y la analogía que más se aproxima a su realidad es un enorme tren subterráneo tal como se le ve a su llegada desde el andén de una estación; la negra y voluminosa parte delantera surgiendo colosalmente de la infinita distancia subterránea, constelada de lucecillas de colores y llenando la prodigiosa oquedad como llena un émbolo un cilindro.

 

Pero no nos hallábamos en un andén del metro. Estábamos en medio de la vía mientras aquella maleable columna de negra y fétida iridiscencia de pesadilla, rezumando apretadamente contra las paredes del túnel, avanzaba por el recodo de quince pies de anchura, cobrando infernal velocidad y empujando ante ella una vorágine de desvaídos va res emanados del abismo. Era un algo terrible, indescriptible, mayor que cualquier tren subterráneo, un conjunto informe de protoplasma burbujeante, tenuemente luminoso y con miríadas de efímeros ojos que se formaban y desvanecían constantemente como pústulas de luz verdosa cubriendo completamente el frente que llenaba el túnel y que estaba a punto de abalanzarse sobre nosotros aplastando en su camino a los desalados pingúinos y resbalando sobre el reluciente suelo que, junto con sus congéneres, había limpiado aviesamente de toda clase de basura. Aún volvió a oírse aquel grito ultraterreno y burlón: «Tekeli-li, Tekeli-li.» Y fue entonces cuando recordamos al fin que los satánicos shogoths, dotados por los Primordiales de vida, capacidad mental y diversas configuraciones de órganos maleables, pero carentes de lenguaje hablado, excepto aquel que expresaban los grupos de puntos, carecían también de voz, exceptuando los sonidos que imitaban de sus desaparecidos amos.

 

Danforth y yo recordamos haber salido al gran hemisferio adornado con esculturas y haber recorrido el camino de vuelta a través de ciclópeas estancias y corredores de la ciudad muerta; mas son estos meros fragmentos de sueños que no suponen recuerdos de volición, ni de detalles, ni de esfuerzo físico. Era como si nos encontráramos flotando en un mundo nebuloso, o en dimensiones carentes de tiempo, causalidad u orientación. La penumbra gris del gran espacio circular nos serenó algo, pero no nos acercamos a los trineos escondidos, ni volvimos a mirar al desgraciado Gedney ni al perro. Los dos tienen un extraño y titánico mausoleo, y espero que cuando le llegue el fin a este planeta nada haya perturbado su paz.

 

Fue mientras subíamos trabajosamente por la colosal espiral cuando sentimos por primera vez, al respirar el sutil aire de la meseta, la terrible fatiga y el ahogo que nos había causado aquella carrera, pero ni siquiera el temor a un colapso pudo inducirnos a detenernos antes de llegar a los normales dominios exteriores del sol y del cielo. Hubo algo vagamente apropiado en nuestro abandono de aquellas soterradas épocas, pues según subíamos jadeantes por la rampa del cilindro de sesenta pies y arquitectura más que megalítica, vimos al pasar una continua procesión de magníficas fallas plasmadas con la técnica depurada anterior a la decadencia de la raza desaparecida, un adiós de los Primordiales esculpido hacía cincuenta millones de años.

 

Al salir finalmente por la parte superior, nos encontramos sobre un gran montón de piedras desmoronadas, con los muros curvilíneos de otras estructuras más altas elevándose al oeste, y las taciturnas cumbres de las grandes montañas asomando a lo lejos, sobre los edificios más derruidos que se veían hacia el Este. El bajo sol antártico de media noche asomaba rojizo al sur por encima del horizonte mirándonos a través de agrietadas ruinas, y la tremenda antigüedad y falta de vida de aquella ciudad de pesadilla parecían más crudas en contraste con cosas relativamente conocidas y habituales, como los detalles del paisaje polar. Arriba, el cielo, era una masa convulsa y opalescente de tenues vapores helados, y el frío se nos agarraba a las entrañas. Soltamos cansadamente las bolsas del equipo, a las que nos habíamos aferrado de forma instintiva durante nuestra desesperada huida, y nos abotonamos las ropas de abrigo con vistas a la bajada del escabroso montón de piedras y al recorrida’ a través del antiquísimo laberinto pétreo hasta las laderas en que nos aguardaba el aeroplano. De lo que nos había hecho huir de aquella secreta y arcaica oscuridad de la Tierra, nada dijimos.

 

En menos, de un cuarto de hora encontramos la empinada cuesta —probablemente antigua escalinata— que conducía a las estribaciones y por la cual habíamos bajado, y pudimos ver el bulto oscuro del aeroplano entre las ruinas diseminadas por la pendiente que teníamos delante. Como a medio camino, nos detuvimos unos instantes para recobrar el aliento, y volvimos la cabeza para contemplar una vez más el fantástico y desordenado conjunto de pétreas siluetas que se veían a nuestros pies, recortadas misteriosamente una vez más contra un occidente desconocido. Al hacerlo, vimos que el cielo del fondo había perdido la neblina mañanera; los volátiles vapores del hielo habían ascendido hasta el cenit, en donde sus burlonas siluetas parecían estar a punto de formar algún extraño dibujo que temieran definir de forma plena o conduyente.

 

Se revelaba ahora en el lejano horizonte blanco de m4s allá de la grotesca ciudad una tenue y difusa línea de picos color violeta cuyas aguzadas cumbres se elevaban como en un sueño contra el cautivador color rosa del cielo occidental. Hacia la altura de este tembloroso borde, ascendía gradualmente la inmemorial altiplanicie, y el hundido cauce del río desaparecido la cruzaba serpeando como irregular cinta de sombra. Durante un segundo admiramos, conteniendo el aliento, la cósmica belleza sobrenatural del espectáculo, y ‘luego un vago terror comenzó a apoderarse de nosotros. Pues aquel lejano contorno violáceo no podía ser sino las terribles montañas de la tierra prohibida; y las más altas cumbres de la Tierra y el centro de todo el mal terrestre; el albergue de horrores sin nombre y de secretos arcaicos, rehuidos y respetados por quienes temían desentrañar su significado; lugares nunca hollados por ningún ser vivo terrenal, pero visitados por siniestros resplandores y transmisores de extraños haces de luz a través de las planicies en la noche polar; sin duda alguna, el desconocido arquetipo del temido Kadath en el Helado Desierto de más allá de la aborrecida Leng a la que aluden evasivamente los meros mitos legendarios.

 

Si los mapas y los bajorrelieves de aquella ciudad prehumana no mentían, aquellas misteriosas montañas color violeta no podían encontrarse a una distancia muy inferior a las trescientas millas, y, sin embargo, su apagada y hechizada silueta se recortaba con total pureza por encima del remoto y nevado borde, como el filo serrado de un monstruoso y extraño planeta a punto de ascender hacia desacostumbrados cielos. Su altura tenía que ser, por tanto, tremenda e incomparable, llevándolas hasta tenues estratos atmosféricos solamente poblados por espectros incorpóreos, de los cuales algunos osados aviadores han podido hablar apenas entre susurros luego de ‘haber conservado milagrosamente la vida tras caídas inexplicables. En tanto que las contemplaba, pensé con inquietud en ciertas esculpidas insinuaciones acerca de lo que el gran río desaparecido había arrastrado hasta la ciudad desde sus malditas laderas, y me pregunté en qué proporción estarían representadas la razón y la insensatez en el miedo de los Primordiales que tan recelosos se mostraban de esculpirías. Recordé que su extremo septentrional tenía que estar próximo a la tierra de la Reina María, donde en aquellos momentos la expedición de sir Douglas Mawson estaría trabajando seguramente a una distancia de menos de mil millas de donde me hallaba, y deseé que ningún malhadado accidente permitiera a sir Douglas y a sus hombres columbrar lo que pudiera haber más allá de la protectora cordillera de la costa. Estos pensamientos dan una idea del estado de nerviosa inquietud en que me hallaba; y Danforth parecía estar aun peor.

 

No obstante, mucho antes de dejar atrás las ruinas en forma de estrella y de llegar junto al aeroplano, nuestros temores pasaron a centrarse en la cadena inferior, pero suficientemente elevada, que tendríamos que cruzar. Desde aquellas laderas, las que se alzaban negras y cubiertas de ruinas, desnudas y horribles, contra el Este, volvían a recordarnos las extrañas pinturas asiáticas de Nicholas Roerich; y cuando pensamos en los pavorosos entes amorfos que podían haber ascendido reptando y esparciendo su hedor hasta lo más alto de los horadados pináculos, no pudimos evitar estremecernos ante la perspectiva de sobrevolar de nuevo aquellas bocas de cueva abiertas al cielo en las que el vendaval gemía con malignos silbidos musicales que cubrían una escala de desacostumbrado alcance. Y para empeorar las cosas, percibimos claras señales de niebla en torno a varias de las cumbres, como debió verlas el desgraciado Lake cuando se equivocó al tomarlas por volcanes, y pensamos estremecidos en aquella otra neblina de la que acabábamos de escapar, en aquella neblina y también en el blasfemo abismo, generador de horrores, del que procedían todos aquellos vapores.

 

Todo estaba en orden en el aeroplano. Nos vestimos torpemente las gruesas pieles de vuelo. Danforth puso en marcha el motor sin dificultad, despegamos suavemente y volamos por encima de aquella ciudad maldita. Bajo nosotros, los ciclópeos edificios arcaicos aparecían diseminados como los vimos la primera vez; comenzamos a ganar altura y a virar para probar el viento antes de enfilar ‘la garganta. A grandes alturas debía haber una gran perturbación atmosférica, pues las nubes de polvo de hielo del cenit se retorcían formando toda clase de extrañas figuras; pero a veinticuatro mil pies, la altura que necesitábamos alcanzar para pasar por el desfiladero, encontramos condiciones de vuelo favorables. Al aproximarnos a ‘las puntiagudas cumbres, volvimos a oír los extraños silbidos del viento, y vi que las manos de Danforth temblaban sobre las palancas de mando. Aunque un simple aficionado, pensé que en aquel momento tal vez fuera yo mejor que él para gobernar el avión al cruzar la cordillera volando en la vecindad de aquellos picachos, y cuando le hice señas para que cambiáramos de asiento, Danforth no protestó. Traté de poner en práctica toda mi escasa pericia y el control de mí mismo y dirigí la mirada hacia el trozo de cielo rojizo que se asomaba por entre las paredes del desfiladero> negándome decididamente a prestar atención a los jirones de niebla de las cumbres, y deseando tener taponados los oídos, como los marineros de Ulises al pasar cerca de la costa de las sirenas, para no oír los inquietantes silbidos del viento.

 

Pero Danforth, relevado de su tarea como piloto y excitado de forma peligrosa, no podía estarse quieto. Sentí cómo se volvía una y otra vez para mirar hacia atrás, a la terrible ciudad que se iba alejando; hacia delante en dirección a las cumbres horadadas por las cuevas y a los cubos que se adherían a ellas como moluscos; hacia un lado para contemplar el adusto mar de ‘laderas salpicadas de bastiones; y hacia arriba, para mirar al cielo en que hervían nubes de grotesca configuración. Fue entonces, en el momento en que yo trataba de atravesar sin peligro la garganta, cuando sus dementes gritos estuvieron a punto de provocar un desastre al hacerme perder el control de los mandos y manejarlos torpemente durante unos instantes. Un segundo más tarde, venció mi decisión y cruzamos la garganta sin novedad, pero temo que Danforth ya nunca vuelva a ser el de antes.

 

He dicho que Danforth se negó a decirme qué postrer horror le hizo gritar tan insensatamente, horror que, estoy seguro de ello, es el principal responsable de su actual crisis nerviosa. Conversamos a voces a ratos, dominando los silbidos del viento y el ruido del motor, una vez que logramos llegar al otro lado de la cordillera y fuimos descendiendo lentamente camino del campamento, pero tales retazos de conversación versaron principalmente sobre las promesas que habíamos ‘hecho de guardar el secreto al abandonar aquella ciudad muerta de pesadilla. Habíamos convenido en que había ciertas cosas que el público no debía saber ni comentar a la ligera, y no hablaría ahora de ellas si no fuera por la necesidad de hacer abortar la expedición de Starkweather Moore y otras expediciones, cueste lo que cueste; Es absolutamente necesario para la paz y la seguridad de la humanidad que algunos rincones oscuros y muertos, algunas profundidades insondables de la Tierra, no sean perturbados, no sea que ciertas adormecidas anomalías recobren vida activa y ciertas obscenas supervivencias salgan reptando de sus oscuras guaridas para lanzarse a nuevas y mayores conquistas.

 

Todo cuanto Danforth ha insinuado es que aquel horror final no fue sino un espejismo. Dice que nada tuvo que ver con los cubos y cavernas de aquellas montañas horadadas por innumerables oquedades hechas como por gusanos, de aquellas montañas de la locura, plagadas de ecos y vapores, que habíamos cruzado, sino que fue un atisbo diabólico y único de lo que ‘había allende aquellas otras montañas del oeste, de color violeta y coronadas por bullentes nubes, montañas que los Primordiales habían rehuido y temido. Es muy probable que todo ello fuera una pura ilusión nacida de la tensión que habíamos padecido y del espejismo producido el día anterior cerca del campamento de Lake, cuando vimos, sin poder reconocerla, la ciudad muerta del otro lado de la cordillera, pero para Danforth fue tan real que todavía padece su influencia.

 

En raros momentos musita frases incoherentes y carentes de sentido relativas a «la sima negra», «el borde tallado», «los proto shogoths», «los cuerpos sólidos sin ventanas y de cinco dimensiones», «el cilindro sin nombre», «el Faros anterior», «Yog-sothoth», «la primigenia gelatina blanca», «el color llegado del espacio», «las alas», «los ojos de la oscuridad», «la escala lunar», «lo original, lo eterno, lo inmortal», y otras extrañas concepciones, pero cuando recobra por completo el dominio de sí mismo, lo niega todo achacándolo a sus extrañas y macabras lecturas de años anteriores. Danforth es, efectivamente, uno de los pocos que se han atrevido a leer, de la primera a la última, las páginas carcomidas del ejemplar del Necranomicón que se guarda bajo llave en la biblioteca de la Universidad.

 

A gran altura, cuando cruzamos la cordillera, el cielo se mostraba indudablemente corrompido por extraños vapores y enormemente perturbado, y, aunque no vi bien el cenit, puedo imaginar que los remolinos de polvo de ‘hielo pudieron llegar a adoptar extrañas formas. La imaginación, sabedora de lo vivamente que las escenas distantes pueden refiejarse, refractarse y ampliarse a veces en tales capas de alborotadoras nubes, bien pudo hacer el resto, y, naturalmente, Danforth no insinuó ninguno de estos horrores concretos hasta después de que su memoria pudo inspirarse en pasadas lecturas. No es posible que le fuera dado ver tantas cosas con tan sólo una fugaz ojeada.

 

Por entonces todos sus desvaríos no pasaban de repetir una palabra única e insensata, de origen más que evidente: «Tekeli-li, Tekeli-li.»

 

 

 

 

 

Dagon.

Escribo esto bajo una fuerte tensión mental, ya que cuando llegue la noche habré dejado de existir. Sin dinero, y agotada mi provisión de droga, que es lo único que me hace tolerable la vida, no puedo seguir soportando más esta tortura; me arrojaré desde esta ventana de la buhardilla a la sórdida calle de abajo. Pese a mi esclavitud a la morfina, no me considero un débil ni un degenerado. Cuando hayan leído estas páginas atropelladamente garabateadas, quizá se hagan idea -aunque no del todo- de por qué tengo que buscar el olvido o la muerte.

 

Fue en una de las zonas más abiertas y menos frecuentadas del anchuroso Pacífico donde el paquebote en el que iba yo de sobrecargo cayó apresado por un corsario alemán. La gran guerra estaba entonces en sus comienzos, y las fuerzas oceánicas de los hunos aún no se habían hundido en su degradación posterior; así que nuestro buque fue capturado legalmente, y nuestra tripulación tratada con toda la deferencia y consideración debidas a unos prisioneros navales. En efecto, tan liberal era la disciplina de nuestros opresores, que cinco días más tarde conseguí escaparme en un pequeño bote, con agua y provisiones para bastante tiempo.

 

Cuando al fin me encontré libre y a la deriva, tenía muy poca idea de cuál era mi situación. Navegante poco experto, sólo sabía calcular de manera muy vaga, por el sol y las estrellas, que estaba algo al sur del ecuador. No sabía en absoluto en qué longitud, y no se divisaba isla ni costa algunas. El tiempo se mantenía bueno, y durante incontables días navegué sin rumbo bajo un sol abrasador, con la esperanza de que pasara algún barco, o de que me arrojaran las olas a alguna región habitable. Pero no aparecían ni barcos ni tierra, y empecé a desesperar en mi soledad, en medio de aquella ondulante e ininterrumpida inmensidad azul.

 

El cambio ocurrió mientras dormía. Nunca llegaré a conocer los pormenores; porque mi sueño, aunque poblado de pesadillas, fue ininterrumpido. Cuando desperté finalmente, descubrí que me encontraba medio succionado en una especie de lodazal viscoso y negruzco que se extendía a mi alrededor, con monótonas ondulaciones hasta donde alcanzaba la vista, en el cual se había adentrado mi bote cierto trecho.

 

Aunque cabe suponer que mi primera reacción fuera de perplejidad ante una transformación del paisaje tan prodigiosa e inesperada, en realidad sentí más horror que asombro; pues había en la atmósfera y en la superficie putrefacta una calidad siniestra que me heló el corazón. La zona estaba corrompida de peces descompuestos y otros animales menos identificables que se veían emerger en el cieno de la interminable llanura. Quizá no deba esperar transmitir con meras palabras la indecible repugnancia que puede reinar en el absoluto silencio y la estéril inmensidad. Nada alcanzaba a oírse; nada había a la vista, salvo una vasta extensión de légamo negruzco; si bien la absoluta quietud y la uniformidad del paisaje me producían un terror nauseabundo.

 

El sol ardía en un cielo que me parecía casi negro por la cruel ausencia de nubes; era como si reflejase la ciénaga tenebrosa que tenía bajo mis pies. Al meterme en el bote encallado, me di cuenta de que sólo una posibilidad podía explicar mi situación. Merced a una conmoción volcánica el fondo oceánico había emergido a la superficie, sacando a la luz regiones que durante millones de años habían estado ocultas bajo insondables profundidades de agua. Tan grande era la extensión de esta nueva tierra emergida debajo de mí, que no lograba percibir el más leve rumor de oleaje, por mucho que aguzaba el oído. Tampoco había aves marinas que se alimentaran de aquellos peces muertos.

 

Durante varias horas estuve pensando y meditando sentado en el bote, que se apoyaba sobre un costado y proporcionaba un poco de sombra al desplazarse el sol en el cielo. A medida que el día avanzaba, el suelo iba perdiendo pegajosidad, por lo que en poco tiempo estaría bastante seco para poderlo recorrer fácilmente. Dormí poco esa noche, y al día siguiente me preparé una provisión de agua y comida, a fin de emprender la marcha en busca del desaparecido mar, y de un posible rescate.

 

A la mañana del tercer día comprobé que el suelo estaba bastante seco para andar por él con comodidad. El hedor a pescado era insoportable; pero me tenían preocupado cosas más graves para que me molestase este desagradable inconveniente, y me puse en marcha hacia una meta desconocida. Durante todo el día caminé constantemente en dirección oeste guiado por una lejana colina que descollaba por encima de las demás elevaciones del ondulado desierto. Acampé esa noche, y al día siguiente proseguí la marcha hacia la colina, aunque parecía escasamente más cerca que la primera vez que la descubrí. Al atardecer del cuarto día llegué al pie de dicha elevación, que resultó ser mucho más alta de lo que me había parecido de lejos; tenía un valle delante que hacía más pronunciado el relieve respecto del resto de la superficie. Demasiado cansado para emprender el ascenso, dormí a la sombra de la colina.

 

No sé por qué, mis sueños fueron extravagantes esa noche; pero antes que la luna menguante, fantásticamente gibosa, hubiese subido muy alto por el este de la llanura, me desperté cubierto de un sudor frío, decidido a no dormir más. Las visiones que había tenido eran excesivas para soportarlas otra vez. A la luz de la luna comprendí lo imprudente que había sido al viajar de día. Sin el sol abrasador, la marcha me habría resultado menos fatigosa; de hecho, me sentí de nuevo lo bastante fuerte como para acometer el ascenso que por la tarde no había sido capaz de emprender. Recogí mis cosas e inicié la subida a la cresta de la elevación.

 

Ya he dicho que la ininterrumpida monotonía de la ondulada llanura era fuente de un vago horror para mí; pero creo que mi horror aumentó cuando llegué a lo alto del monte y vi, al otro lado, una inmensa sima o cañón, cuya oscura concavidad aún no iluminaba la luna. Me pareció que me encontraba en el borde del mundo, escrutando desde el mismo canto hacia un caos insondable de noche eterna. En mi terror se mezclaban extraños recuerdos del Paraíso perdido, y la espantosa ascensión de Satanás a través de remotas regiones de tinieblas.

 

Al elevarse más la luna en el cielo, empecé a observar que las laderas del valle no eran tan completamente perpendiculares como había imaginado. La roca formaba cornisas y salientes que proporcionaban apoyos relativamente cómodos para el descenso; y a partir de unos centenares de pies, el declive se hacía más gradual. Movido por un impulso que no me es posible analizar con precisión, bajé trabajosamente por las rocas, hasta el declive más suave, sin dejar de mirar hacia las profundidades estigias donde aún no había penetrado la luz.

 

De repente, me llamó la atención un objeto singular que había en la ladera opuesta, el cual se erguía enhiesto como a un centenar de yardas de donde estaba yo; objeto que brilló con un resplandor blanquecino al recibir de pronto los primeros rayos de la luna ascendente. No tardé en comprobar que era tan sólo una piedra gigantesca; pero tuve la clara impresión de que su posición y su contorno no eran enteramente obra de la Naturaleza. Un examen más detenido me llenó de sensaciones imposibles de expresar; pues pese a su enorme magnitud, y su situación en un abismo abierto en el fondo del mar cuando el mundo era joven, me di cuenta, sin posibilidad de duda, de que el extraño objeto era un monolito perfectamente tallado, cuya imponente masa había conocido el arte y quizá el culto de criaturas vivas y pensantes.

 

Confuso y asustado, aunque no sin cierta emoción de científico o de arqueólogo, examiné mis alrededores con atención. La luna, ahora casi en su cenit, asomaba espectral y vívida por encima de los gigantescos peldaños que rodeaban el abismo, y reveló un ancho curso de agua que discurría por el fondo formando meandros, perdiéndose en ambas direcciones, y casi lamiéndome los pies donde me había detenido. Al otro lado del abismo, las pequeñas olas bañaban la base del ciclópeo monolito, en cuya superficie podía distinguir ahora inscripciones y toscos relieves. La escritura pertenecía a un sistema de jeroglíficos desconocido para mí, distinto de cuantos yo había visto en los libros, y consistente en su mayor parte en símbolos acuáticos esquematizados tales como peces, anguilas, pulpos, crustáceos, moluscos, ballenas y demás. Algunos de los caracteres representaban evidentemente seres marinos desconocidos para el mundo moderno, pero cuyos cuerpos en descomposición había visto yo en la llanura surgida del océano.

 

Sin embargo, fueron los relieves los que más me fascinaron. Claramente visibles al otro lado del curso de agua, a causa de sus enormes proporciones, había una serie de bajorrelieves cuyos temas habrían despertado la envidia de un Doré. Creo que estos seres pretendían representar hombres... al menos, cierta clase de hombres; aunque aparecían retozando como peces en las aguas de alguna gruta marina, o rindiendo homenaje a algún monumento monolítico, bajo el agua también. No me atrevo a descubrir con detalle sus rostros y sus cuerpos, ya que el mero recuerdo me produce vahídos. Más grotescos de lo que podría concebir la imaginación de un Poe o de un Bulwer, eran detestablemente humanos en general, a pesar de sus manos y pies palmeados, sus labios espantosamente anchos y fláccidos, sus ojos abultados y vidriosos, y demás rasgos de recuerdo menos agradable. Curiosamente, parecían cincelados sin la debida proporción con los escenarios que servían de fondo, ya que uno de los seres estaba en actitud de matar una ballena de tamaño ligeramente mayor que él. Observé, como digo, sus formas grotescas y sus extrañas dimensiones; pero un momento después decidí que se trataba de dioses imaginarios de alguna tribu pescadora o marinera; de una tribu cuyos últimos descendientes debieron de perecer antes que naciera el primer antepasado del hombre de Piltdown o de Neanderthal. Aterrado ante esta visión inesperada y fugaz de un pasado que rebasaba la concepción del más atrevido antropólogo, me quedé pensativo, mientras la luna bañaba con misterioso resplandor el silencioso canal que tenía ante mí.

 

Entonces, de repente, lo vi. Tras una leve agitación que delataba su ascensión a la superficie, la entidad surgió a la vista sobre las aguas oscuras. Inmenso, repugnante, aquella especie de Polifemo saltó hacia el monolito como un monstruo formidable y pesadillesco, y lo rodeó con sus brazos enormes y escamosos, al tiempo que inclinaba la cabeza y profería ciertos gritos acompasados. Creo que enloquecí entonces.

 

No recuerdo muy bien los detalles de mi frenética subida por la ladera y el acantilado, ni de mi delirante regreso al bote varado... Creo que canté mucho, y que reí insensatamente cuando no podía cantar. Tengo el vago recuerdo de una tormenta, poco después de llegar al bote; en todo caso, sé que oí el estampido de los truenos y demás ruidos que la Naturaleza profiere en sus momentos de mayor irritación.

 

Cuando salí de las sombras, estaba en un hospital de San Francisco; me había llevado allí el capitán del barco norteamericano que había recogido mi bote en medio del océano. Hablé de muchas cosas en mis delirios, pero averigüé que nadie había hecho caso de las palabras. Los que me habían rescatado no sabían nada sobre la aparición de una zona de fondo oceánico en medio del Pacífico, y no juzgué necesario insistir en algo que sabía que no iban a creer. Un día fui a ver a un famoso etnólogo, y lo divertí haciéndole extrañas preguntas sobre la antigua leyenda filistea en torno a Dagón, el Dios-Pez; pero en seguida me di cuenta de que era un hombre irremediablemente convencional, y dejé de preguntar.

 

Es de noche, especialmente cuando la luna se vuelve gibosa y menguante, cuando veo a ese ser. He intentado olvidarlo con la morfina, pero la droga sólo me proporciona una cesación transitoria, y me ha atrapado en sus garras, convirtiéndome irremisiblemente en su esclavo. Así que voy a poner fin a todo esto, ahora que he contado lo ocurrido para información o diversión desdeñosa de mis semejantes. Muchas veces me pregunto si no será una fantasmagoría, un producto de la fiebre que sufrí en el bote a causa de la insolación, cuando escapé del barco de guerra alemán. Me lo pregunto muchas veces; pero siempre se me aparece, en respuesta, una visión monstruosamente vívida. No puedo pensar en las profundidades del mar sin estremecerme ante las espantosas entidades que quizá en este instante se arrastran y se agitan en su lecho fangoso, adorando a sus antiguos ídolos de piedra y esculpiendo sus propias imágenes detestables en obeliscos submarinos de mojado granito. Pienso en el día que emerjan de las olas, y se lleven entre sus garras de vapor humeantes a los endebles restos de una humanidad exhausta por la guerra... en el día en que se hunda la tierra, y emerja el fondo del océano en medio del universal pandemonio.

 

Se acerca el fin. Oigo ruido en la puerta, como si forcejeara en ella un cuerpo inmenso y resbaladizo. No me encontrará. ¡Dios mío, esa mano! ¡La ventana! ¡La ventana!

 

 

 

La ciudad sin nombre.

Al acercarme a la ciudad sin nombre me di cuenta de que estaba maldita. Avanzaba por un valle terrible reseco bajo la luna, y la vi a lo lejos emergiendo misteriosamente de las arenas, como aflora parcialmente un cadáver de una sepultura deshecha. El miedo hablaba desde las erosionadas piedras de esta vetusta superviviente del diluvio, de esta bisabuela de la más antigua pirámide; y un aura imperceptible me repelía y me conminaba a retroceder ante antiguos y siniestros secretos que ningún hombre debía ver, ni nadie se habría atrevido a examinar.

 

Perdida en el desierto de Arabia se halla la ciudad sin nombre, ruinosa y desmembrada, con sus bajos muros semienterrados en las arenas de incontables años. Así debía de encontrarse ya, antes de que pusieran las primeras piedras de Menfis, y cuando aun no se habían cocido los ladrillos de Babilonia. No hay leyendas tan antiguas que recojan su nombre o la recuerden con vida; pero se habla de ella temerosamente alrededor de las fogatas, y las abuelas cuchichean sobre ella también en las tiendas de los jeques, de forma que todas las tribus la evitan sin saber muy bien la razón. Esta fue la ciudad con la que el poeta loco Abdul Alhazred soñó la noche antes de cantar su dístico inexplicable:

 

«Que no está muerto lo que yace eternamente
y con el paso de los evos, aun la muerte puede morir»

 

Yo debía haber sabido que los árabes tenían sus motivos para evitar la ciudad sin nombre, la ciudad de la que se habla en extraños relatos, pero que no ha visto ningún hombre vivo; sin embargo, desafiándolos, penetré en el desierto inexplorado con mi camello. Sólo yo la he visto, y por eso no existe en el mundo otro rostro que ostente las espantosas arrugas que el miedo ha marcado en el mío, ni se estremezca de forma tan horrible cuando el viento de la noche hace retemblar las ventanas. Cuando la descubrí, en la espantosa quietud del sueño interminable, me miró estremecida por los rayos de una luna fría en medio del calor del desierto. Y al devolverle yo su mirada, olvidé el júbilo de haberla descubierto, y me detuve con mi camello a esperar que amaneciera.

 

Cuatro horas esperé, hasta que el oriente se volvió gris, se apagaron las estrellas, y el gris se convirtió en una claridad rosácea orlada de oro. Oí un gemido, y vi que se agitaba una tormenta de arena entre las piedras antiguas, aunque el cielo estaba claro y las vastas extensiones del desierto permanecían en silencio. Y de repente, por el borde lejano del desierto, surgió el canto resplandeciente del sol, a través de una minúscula tormenta de arena pasajera; y en mi estado febril imaginé que de alguna remota profundidad brotaba un estrépito de música metálica saludando al disco de fuego como Memnon lo saluda desde las orillas del Nilo. Y me resonaban los oídos, y me bullía la imaginación, mientras conducía mi camello lentamente por la arena hasta aquel lugar innominado; lugar que, de todos los hombres vivientes, únicamente yo he llegado a ver.

 

Y vagué entre los cimientos de las casas y de los edificios, sin encontrar relieves ni inscripciones que hablasen de los hombres -si es que fueron hombres- que habían construido esta ciudad y la habían habitado hacía tantísimo tiempo. La antigüedad del lugar era malsana, por lo que deseé fervientemente descubrir algún signo o clave que probara que había sido hecha efectivamente por los hombres. Había ciertas dimensiones y proporciones en las ruinas que me producían desasosiego. Llevaba conmigo numerosas herramientas, y cavé mucho entre los muros de los olvidados edificios; pero mis progresos eran lentos y nada de importancia aparecía. Cuando la noche y la luna volvieron otra vez, el viento frío me trajo un nuevo temor, de forma que no me atreví a quedarme en la ciudad. Y al salir de los antiguos muros para descansar, una pequeña tormenta de arena se levantó detrás de mí, soplando entre las piedras grises, a pesar de que brillaba la luna, y casi todo el desierto permanecía inmóvil.

 

Al amanecer desperté de una cabalgata de horribles pesadillas, y me resonó en los oídos como un tañido metálico. Vi asomar el sol rojizo entre las últimas ráfagas de una pequeña tormenta de arena que flotaba sobre la ciudad sin nombre, haciendo más patente la quietud del paisaje. Una vez más, me interné en las lúgubres ruinas que abultaban bajo las arenas como un ogro bajo su colcha, y de nuevo cavé en vano en busca de reliquias de la olvidada raza. A mediodía descansé, y dediqué la tarde a señalar los muros, las calles olvidadas y los contornos de los casi desaparecidos edificios. Observe que la ciudad había sido efectivamente poderosa, y me pregunté cuáles pudieron ser los orígenes de su grandeza. Me representaba el esplendor de una edad tan remota que Caldea no podría recordarla, y pensé en Sarnath la Predestinada, ya existente en la tierra de Mnar cuando la humanidad era todavía joven, y en Ib, excavada en la piedra gris antes de la aparición de los hombres.

 

De repente, llegué a un lugar donde la roca del subsuelo emergía de la arena formando un bajo acantilado y vi con alegría lo que parecía prometer nuevos vestigios del pueblo antediluviano. Toscamente talladas en la cara del acantilado, aparecían las inequívocas fachadas de varios edificios pequeños o templos achaparrados, cuyos interiores conservaban quizá numerosos secretos de edades incalculablemente remotas; aunque las tormentas de arena habían borrado hacía tiempo los relieves que sin duda exhibieron en su exterior.

 

Las oscuras aberturas próximas a mí eran muy bajas y estaban cegadas por las arenas; pero limpié una de ellas con la pala y me introduje a gatas, llevando una antorcha que me revelase los misterios que hubiese. Una vez en el interior, vi que la caverna era efectivamente un templo, y descubrí claros signos de la raza que había vivido y practicado su religión antes de que el desierto fuese desierto. No faltaban altares primitivos, pilares y nichos, todo singularmente bajo; y aunque no veía esculturas ni frescos, había muchas piedras extrañas, claramente talladas en forma de símbolos por algún medio artificial. Era muy extraña la baja altura de la cámara cincelada, ya que apenas me permitía estar de rodillas; pero el recinto era tan grande que la antorcha revelaba una parte solamente. Algunos de los últimos rincones me producían temor; ya que determinados altares y piedras sugerían olvidados ritos de naturaleza repugnante e inexplicable que hicieron que me preguntase qué clase de hombres podían haber construido y frecuentado semejante templo. Cuando hube visto todo lo que contenía el lugar, salí gateando otra vez, ansioso por averiguar lo que pudieran revelarme los templos.

 

La noche se estaba echando encima; pero las cosas tangibles que había visto hacían que mi curiosidad fuese más fuerte que mi miedo, y no huí de las largas sombras lunares que me habían intimidado la primera vez que vi la ciudad sin nombre. En el crepúsculo, limpié otra abertura; y encendiendo una nueva antorcha me introduje a rastras por ella, y descubrí más piedras y símbolos enigmáticos; pero todo era tan vago como en el otro templo. El recinto era igual de bajo, aunque bastante menos amplio, y terminaba en un estrecho pasadizo en el que había oscuras y misteriosas hornacinas. Y me encontraba examinando estas hornacinas cuando el ruido del viento y mi camello turbaron la quietud, y me hicieron salir a ver qué había asustado al animal.

 

La luna brillaba intensamente sobre las primitivas ruinas, iluminando una densa nube de arena que parecía producida por un viento fuerte, aunque decreciente, que soplaba desde algún lugar del acantilado que tenía ante mí. Sabía que era este viento frío y arenoso lo que había inquietado al camello, y estaba a punto de llevarlo a un lugar más protegido, cuando alcé los ojos por casualidad y vi que no soplaba viento alguno en lo alto del acantilado. Esto me dejó asombrado, y me produjo temor otra vez; pero inmediatamente recordé los vientos locales y súbitos que había observado anteriormente durante el amanecer y el crepúsculo, y pensé que era cosa normal. Supuse que provenía de alguna grieta de la roca que comunicaba con alguna cueva, y me puse a observar el remolino de arena a fin de localizar su origen; no tardé en descubrir que salía de un orificio negro de un templo bastante más al sur de donde yo estaba, casi fuera de mi vista. Eché a andar contra la nube sofocante de arena, en dirección a dicho templo, y al acercarme descubrí que era más grande que los demás, y que su entrada estaba bastante menos obstruida de arena dura. Habría entrado, de no ser por la terrible fuerza de aquel viento frío que casi apagaba mi antorcha. Brotaba furioso por la oscura puerta suspirando misteriosamente mientras agitaba la arena y la esparcía por entre las espectrales ruinas. Poco después empezó a amainar, y la arena se fue aquietando poco a poco, hasta que finalmente todo quedo inmóvil otra vez; pero una presencia parecía acechar entre las piedras fantasmales de la ciudad, y cuando alcé los ojos hacia la luna, me pareció que temblaba como si se reflejara en la superficie de unas aguas trémulas. Me sentía más asustado de lo que podía explicarme, aunque no lo bastante como para reprimir mi sed de prodigios; así que tan pronto como el viento se calmó, crucé el umbral y me introduje en el oscuro recinto de donde había brotado el viento.

 

Este templo, como había imaginado desde el exterior, era el más grande de cuantos había visitado hasta el momento; probablemente era una caverna natural, ya que lo recorrían vientos que procedían de alguna región interior. Aquí podía estar completamente de pie; pero vi que las piedras y los altares eran tan bajos como los de los otros templos. En los muros y en el techo observé por primera vez vestigios del arte pictórico de la antigua raza, curiosas rayas onduladas hechas con una pintura que casi se había borrado o descascarillado; y en dos de los altares vi con creciente excitación un laberinto de relieves curvilíneos bastante bien trazados. Al alzar en alto la antorcha, me pareció que la forma del techo era demasiado regular para que fuese natural, y me pregunté qué prehistóricos escultores habrían trabajado en este lugar. Su habilidad técnica debió de ser inmensa.

 

Luego, una súbita llamarada de la caprichosa antorcha me reveló lo que había estado buscando: el acceso a aquellos abismos más remotos de los que había brotado el inesperado viento; sentí un desvanecimiento al descubrir que se trataba de una puerta pequeña, artificial, cincelada en la sólida roca. Metí la antorcha por ella, y vi un túnel negro de techo bajo y abovedado que se curvaba sobre un tramo descendente de toscos escalones, muy pequeños, numerosos y empinados. Siempre veré esos peldaños en mis sueños, ya que llegué a saber lo que significaban. En aquel momento no sabía si considerarlos peldaños o meros apoyos para salvar una pendiente demasiado pronunciada. La cabeza me daba vueltas, agobiada por locos pensamientos, y parecieron llegarme flotando las palabras y advertencias de los profetas árabes, a través del desierto, desde las tierras que los hombres conocen a la ciudad sin nombre que no se atreven a conocer. Pero sólo vacilé un momento, antes de cruzar el umbral y empezar a bajar precavidamente por el empinado pasadizo, con los pies por delante, como por una escala de mano.

 

Sólo en los terribles desvaríos de la droga o del delirio puede un hombre haber efectuado un descenso como el mío. El estrecho pasadizo bajaba interminable como un pozo espantosamente fantasmal, y la antorcha que yo sostenía por encima de mi cabeza no alcanzaba a iluminar las ignoradas profundidades hacia las que descendía. Perdí la noción de las horas y olvidé consultar mi reloj, aunque me asusté al pensar en la distancia que debía de estar recorriendo. Había giros y cambios de pendiente; una de las veces llegué a un corredor largo, bajo y horizontal, donde tuve que arrastrarme por el suelo rocoso con los pies por delante, sosteniendo la antorcha cuanto daba de sí la longitud de mi brazo. No había altura suficiente para permanecer de rodillas. Después, me encontré con otra escalera empinada, y seguí bajando interminablemente mientras mi antorcha se iba debilitando poco a poco, hasta que se apagó. Creo que no me di cuenta en ese momento, porque cuando lo noté, aún la sostenía por encima de mí como si me siguiera alumbrando. Me tenía completamente trastornado esa pasión por lo extraño y lo desconocido que me había convertido en un errabundo en la tierra y un frecuentador de lugares remotos, antiguos y prohibidos.

 

En la oscuridad, me venían al pensamiento súbitos fragmentos de mi amado tesoro de saber demoníaco: frases del árabe loco Alhazred, párrafos de las pesadillas apócrifas de Damascius, y sentencias infames del delirante Image du Monde de Gauthier de Metz. Repetía citas extrañas y murmuraba cosas sobre Afrasiab y los demonios que bajaban flotando con él por el Oxus; más tarde, recité una y otra vez la frase de uno de los relatos de Lord Dunsany: «La sorda negrura del abismo». En una ocasión en que el descenso se volvió asombrosamente pronunciado, repetí con voz monótona un pasaje de Tomás Moro, hasta que tuve miedo de recitarlo más:

 

Un pozo de tinieblas. negro

 

tomo un caldero de brujas, lleno

 

De drogas lunares en eclipse destiladas

 

Al inclinarme a mirar si podía bajar el pie

 

Por ese abismo, vi, abajo,

 

Hasta donde alcanzaba la mirada,

 

Negras Paredes lisas como el cristal

 

Recién acabadas de pulir,

 

Y con esa negra pez que el Trono de la Muerte

 

Derrama por sus bordes viscosos.

 

El tiempo había dejado de existir por completo cuando mis pies tocaron nuevamente un suelo horizontal, y llegué a un recinto algo más alto que los dos templos anteriores que, ahora, estaban a una distancia incalculable, por encima de mí. No podía ponerme de pie, pero podía enderezarme arrodillado; y en la oscuridad, me arrastré y gateé de un lado para otro al azar. No tardé en darme cuenta de que me encontraba en un estrecho pasadizo en cuyas paredes se alineaban numerosos estuches de madera con el frente de cristal. El descubrir en semejante lugar paleozoico y abismal objetos de cristal y madera pulimentada me produjo un estremecimiento, dadas sus posibles implicaciones. Al parecer, los estuches estaban ordenados a lo largo del pasadizo a intervalos regulares, y eran oblongos y horizontales, espantosamente parecidos a ataúdes por su forma y tamaño. Cuando traté de mover uno o dos, a fin de examinarlos, descubrí que estaban firmemente sujetos.

 

Comprobé que el pasadizo era largo y seguí adelante con rapidez, emprendiendo una carrera a cuatro patas que habría parecido horrible de haber habido alguien observándome en la oscuridad; de vez en cuando me desplazaba a un lado y a otro para palpar mis alrededores y cerciorarme de que los muros y las filas de estuches seguían todavía. El hombre está tan acostumbrado a pensar visualmente que casi me olvidé de la oscuridad, representándome el interminable corredor monótonamente cubierto de madera y cristal como si lo viese. Y entonces, en un instante de indescriptible emoción, lo vi.

 

No sé exactamente cuándo lo imaginado se fundió a la visión real; pero surgió gradualmente un resplandor delante de mí, y de repente me di cuenta de que veía los oscuros contornos del corredor y los estuches a causa de alguna desconocida fosforescencia subterránea. Durante un momento todo fue exactamente como yo lo había imaginado, ya que era muy débil la claridad; pero al avanzar maquinalmente hacia la luz cada vez más fuerte, descubrí que lo que yo había imaginado era demasiado débil. Esta sala no era una reliquia rudimentaria como los templos de arriba, sino un monumento de un arte de lo más magnífico y exótico. Ricos y vívidos y atrevidamente fantásticos dibujos y pinturas componían una decoración mural continua cuyas líneas y colores superarían toda descripción. Los estuches eran de una madera extrañamente dorada, con un frente de exquisito cristal, y contenían los cuerpos momificados de unas criaturas que superarían en grotesca fealdad los sueños más caóticos del hombre.

 

Es imposible dar una idea de estas monstruosidades. Era de naturaleza reptil con unos rasgos corporales que unas veces recordaban al cocodrilo, otras a la foca, pero más frecuentemente a seres que el naturalista y el paleontólogo no han conocido jamás. Tenían más o menos el tamaño de un hombre bajo, y sus extremidades anteriores estaban dotadas de unas zarpas delicadas claramente parecidas a las manos y los dedos humanos. Pero lo más extraño de todo eran sus cabezas, cuyo contorno transgredía todos los principios biológicos conocidos. No hay nada a lo que aquellas criaturas se pueda comparar con propiedad... fugazmente, pensé en seres tan diversos como el gato, el perro dogo, el mítico sátiro y el ser humano. Ni el propio Júpiter tuvo una frente tan enorme y protuberante; sin embargo, los cuernos, la carencia de nariz y la mandíbula de caimán, les situaba fuera de toda categoría establecida. Durante un rato dudé de la realidad de las momias, casi inclinándome a suponer que se trataba de ídolos artificiales; pero no tardé en convencerme de que eran efectivamente especies paleógenas que habían existido cuando la ciudad sin nombre estaba viva. Como para rematar el carácter grotesco de sus naturalezas, la mayoría estaban suntuosamente vestidas con tejidos costosos y lujosamente cargadas de adornos de oro, joyas y metales brillantes y desconocidos.

 

La importancia de estas criaturas reptiles debió de ser inmensa, ya que estaban en primer término, entre los extravagantes motivos de los frescos que decoraban las paredes y los techos. El artista las había retratado con inigualable habilidad en su propio mundo, en el cual tenían ciudades y jardines trazados según sus dimensiones; y no pude por menos de pensar que su historia representada era alegórica, revelando quizá el progreso de la raza que las adoraba. Estas criaturas, me decía, debían de ser para los habitantes de la ciudad sin nombre lo que fue la loba para Roma, o los animales totémicos para una tribu de indios.

 

Siguiendo esta teoría, pude descifrar someramente una épica asombrosa de la ciudad sin nombre: la crónica de una poderosa metrópoli costera que gobernó el mundo antes de que África surgiera de las olas, y de sus luchas cuando el mar se retiró y el desierto invadió el fértil valle que la mantenía. Vi sus guerras y sus triunfos, sus tribulaciones y derrotas, y después, su terrible lucha contra el desierto, cuando miles de sus habitantes -representados aquí alegóricamente como grotescos reptiles- se vieron empujados a abrirse camino hacia abajo, excavando la roca de alguna forma prodigiosa, en busca del mundo del que les habían hablado sus profetas. Todo era misteriosamente vívido y realista; y su conexión con el impresionante descenso que yo había efectuado era inequívoco. Incluso reconocía los pasadizos.

 

Al avanzar por el corredor hacia la luz más brillante, vi nuevas etapas de la épica representada: la despedida de la raza que había habitado la ciudad sin nombre y el valle hacía unos diez millones de años; la raza cuyas almas se negaban a abandonar los escenarios que sus cuerpos habían conocido durante tanto tiempo, en los que se habían asentado como nómadas durante la juventud de la tierra, tallando en la roca virgen aquellos santuarios en los que no habían dejado de practicar sus cultos religiosos. Ahora que había más luz, pude examinar las pinturas con más detenimiento; y recordando que los extraños reptiles debían de representar a los hombres desconocidos, pensé en las costumbres imperantes en la ciudad sin nombre. Había muchas cosas inexplicables. La civilización, que incluía un alfabeto escrito, había llegado a alcanzar, al parecer, un grado superior al de aquellas otras inmensamente posteriores de Egipto y de Caldea; aunque noté omisiones singulares. Por ejemplo, no pude descubrir ninguna representación de la muerte o de las costumbres funerarias, salvo en las escenas de guerra, de violencia o de plagas; así que me preguntaba por qué esta reserva respecto de la muerte natural. Era como si hubiesen abrigado un ideal de inmortalidad como una ilusión esperanzadora.

 

Más cerca del final del pasadizo había pintadas escenas de máximo exotismo y extravagancia: vistas de la ciudad sin nombre que ahora contrastaban por su despoblación y su creciente ruina, y de un extraño y nuevo reino paradisíaco hacia el que la raza se había abierto camino con sus cinceles a través de la roca. En estas perspectivas, la ciudad y el valle desierto aparecían siempre a la luz de la luna, con un halo dorado flotando sobre los muros derruidos y medio revelando la espléndida perfección de los tiempos anteriores, espectralmente insinuada por el artista. Las escenas paradisíacas eran casi demasiado extravagantes para que resultaran creíbles, retratando un mundo oculto de luz eterna, lleno de ciudades gloriosas y de montes y valles etéreos. Al final, me pareció ver signos de un anticlímax artístico. Las pinturas se volvieron menos hábiles y mucho más extrañas, incluso, que las más disparatadas de las primeras. Parecían reflejar una lenta decadencia de la antigua estirpe, a la vez que una creciente ferocidad hacia el mundo exterior del que les había arrojado el desierto. Las formas de las gentes -siempre simbolizadas por los reptiles sagrados- parecían ir consumiéndose gradualmente, aunque su espíritu, al que mostraban flotando por encima de las ruinas bañadas por la luna, aumentaba en proporción. Unos sacerdotes flacos, representados como reptiles con atuendos ornamentales, maldecían el aire de la superficie y a cuantos seres lo respiraban; y en una terrible escena final se veía a un hombre de aspecto primitivo -quizá un pionero de la antigua Irem, la Ciudad de los Pilares-, en el momento de ser despedazado por los miembros de la raza anterior. Recuerdo el temor que la ciudad sin nombre inspiraba a los árabes, y me alegré de que más allá de este lugar, los muros grises y el techo estuviesen desnudos de pinturas.

 

Mientras contemplaba el cortejo de la historia mural, me fui acercando al final del recinto de techo bajo, hasta que descubrí una entrada de la cual subía la luminosa fosforescencia. Me arrastré hasta ella, y dejé escapar un alarido de infinito asombro ante lo que había al otro lado; pues en vez de descubrir nuevas cámaras más iluminadas, me asomé a un ilimitado vacío de uniforme resplandor, como supongo que se vería desde la cumbre del monte Everest, al contemplar un mar de bruma iluminada por el sol. Detrás de mí había un pasadizo tan angosto que no podía ponerme de pie; delante, tenía un infinito de subterránea refulgencia.

 

Del pasadizo al abismo descendía un pronunciado tramo de escaleras -de peldaños pequeños y numerosos, como los de los oscuros pasadizos que había recorrido-; aunque unos pies más abajo los ocultaban los vapores luminosos. Abatida contra el muro de la izquierda, había abierta una pesada puerta de bronce, increíblemente gruesa y decorada con fantásticos bajorrelieves, capaz de aislar todo el mundo interior de luz, si se cerraba, respecto de las bóvedas y pasadizos de roca. Miré los peldaños, y de momento, me dio miedo descender por ellos. Tiré de la puerta de bronce, pero no pude moverla. Luego me tumbé boca abajo en el suelo de losas, con la mente inflamada en prodigiosas reflexiones que ni siquiera el mortal agotamiento podía disipar.

 

Mientras estaba tendido, con los ojos cerrados y pensando libremente, me volvieron a la conciencia muchos detalles que había observado de pasada en los frescos con un significado nuevo y terrible; escenas que representaban la ciudad sin nombre en su esplendor, la vegetación del valle que la rodeaba, y las tierras distantes con las que sus mercaderes comerciaban. La alegoría de las criaturas reptantes me desconcertaba por su universal distinción, y me asombraba que se conservase con tanta insistencia en una historia de tal importancia. En los frescos se representaba la ciudad sin nombre guardando la debida proporción con los reptiles. Me preguntaba cuáles serían sus proporciones reales y su magnificencia, y medité un momento sobre determinadas peculiaridades que había notado en las ruinas. Me parecía extraña la escasa altura de los templos primordiales y del corredor del subsuelo, tallado indudablemente por deferencia a las deidades reptiles que ellos adoraban; aunque, evidentemente, obligaban a los adoradores a reptar. Quizá los mismos ritos comportaban esta imitación de las criaturas adoradas. Sin embargo, ninguna teoría religiosa podía explicar por qué los pasadizos horizontales que se intercalaban en ese espantoso descenso eran tan bajos como los templos... o más, puesto que no era posible permanecer siquiera de rodillas. Al pensar en las criaturas reptiles, cuyos espantosos cuerpos momificados tenía tan cerca de mí, sentí un nuevo sobresalto de terror. Las asociaciones de la mente son muy extrañas; y me encogí ante la idea de que, salvo el pobre hombre primitivo despedazado de la última pintura, la mía era la única forma humana, en medio de las numerosas reliquias y símbolos de vida primordial.

 

Pero en mi extraña y errabunda existencia, el asombro siempre se imponía a mis temores; pues el abismo luminoso y lo que podía contener planteaban un problema valiosísimo para el más grande explorador. No me cabía duda de que al pie de aquella escalera de peldaños singularmente pequeños había un mundo extraño y misterioso, y esperaba encontrar allí los recuerdos humanos que las pinturas del corredor no me habían podido ofrecer. Los frescos representaban ciudades y valles increíbles de esta región inferior, y mi imaginación se demoraba en las ricas ruinas que me esperaban.

 

Mis temores, efectivamente, se relacionaban más con el pasado que con el futuro. Ni siquiera el horror físico de mi situación en aquel angosto corredor de reptiles muertos y frescos antediluvianos, millas por debajo del mundo que yo conocía, y ante ese otro mundo de luces y brumas espectrales, podía compararse con el miedo que sentía ante la abismal antigüedad del escenario y de su espíritu. Una antigüedad tan inmensa que empequeñecía todo cálculo parecía mirar de soslayo desde las rocas primordiales y los templos tallados de la ciudad sin nombre, mientras que los últimos mapas asombrosos de los frescos mostraban océanos y continentes que el hombre ha olvidado, cuyos contornos eran vagamente familiares. Nadie sabía qué podía haber sucedido en las edades geológicas ya que las pinturas se interrumpían, y la resentida y rencorosa raza había sucumbido a la decadencia. En otro tiempo, estas cavernas y la luminosa región que se abría más allá habían hervido de vida; ahora, me encontraba solo entre estas vívidas reliquias, y temblaba al pensar en los incontables siglos durante los cuales dichas reliquias habían mantenido una vigilia muda y abandonada.

 

De pronto, me invadió nuevamente aquel agudo terror que de cuando en cuando me asaltaba desde que había visto el terrible valle y la ciudad sin nombre bajo la fría luna; y a pesar de mi cansancio, me sorprendí a mí mismo incorporándome frenéticamente, y mirando hacia el oscuro corredor, hacia los túneles que subían al mundo exterior. Me dominó el mismo sentimiento que me había hecho abandonar la ciudad sin nombre por la noche, y que era tan inexplicable como acuciante. Un momento después, sin embargo, sufrí una impresión aún mayor en forma de un ruido definido: el primero que quebraba el absoluto silencio de estas profundidades sepulcrales. Fue un gemido bajo, profundo, como de una multitud lejana de espíritus condenados; y provenía del lugar hacia donde yo miraba. El rumor fue creciendo rápidamente, y no tardó en resonar de forma espantosa por el bajo pasadizo. Al mismo tiempo, tuve conciencia de una corriente de aire frío, cada vez más fuerte, idéntica a la que brotaba de los túneles y barría la ciudad. El contacto de ese viento pareció devolverme el equilibrio, porque instantáneamente recordé las súbitas ráfagas que se levantaban en torno a la entrada del abismo en el amanecer y el crepúsculo, una de las cuales, efectivamente, me había revelado los túneles secretos. Consulté mi reloj y vi que faltaba poco para amanecer, así que me preparé para resistir el vendaval que regresaba a su caverna, del mismo modo que había salido al atardecer. Mi miedo disminuyó otra vez, ya que un fenómeno natural tiende a disipar las lucubraciones sobre lo desconocido.

 

Cada vez entraba con más violencia el quejumbroso y aullante viento de la noche, precipitándose en el abismo subterráneo. Me dejé caer de nuevo boca abajo, y me agarré vanamente al suelo, temiendo que me arrastrara por la puerta y me precipitara en el abismo fosforescente. No me había esperado una furia semejante; y al darme cuenta de que, en efecto, me iba deslizando por el suelo hacia el abismo, me asaltaron mil nuevos terrores imaginarios. La malignidad de aquella corriente despertó en mí increíbles figuraciones; una vez más me comparé, con un estremecimiento, a la única imagen humana del espantoso corredor, al hombre despedazado por la desconocida raza; porque los zarpazos demoníacos de los torbellinos parecían contener una furia vindicativa tanto más fuerte cuanto que me sentía casi impotente. Cerca del final, creo que grité frenéticamente -casi enloquecido-; si fue así, mis gritos se perdieron en aquella babel infernal de espíritus aulladores. Traté de retroceder arrastrándome contra el torrente invisible y homicida, pero no podía afianzarme siquiera, y seguía siendo arrastrado lenta e inexorablemente hacia el mundo desconocido. Por último, se me debió de trastornar la razón, y empecé a balbucear, una y otra vez, aquel inexplicable dístico del árabe loco Abdul Alhazred, que soñó con la ciudad sin nombre:

 

«Que no está muerto lo que yace eternamente,
Y con el paso de los evos, aun la muerte puede morir».

 

Sólo los ceñudos y severos dioses del desierto saben lo que ocurrió en realidad; qué forcejeos y luchas sostuve en la oscuridad, o qué Abaddón me guió de nuevo a la vida, donde siempre habré de recordar, y estremecerme, cuando sopla el viento de la noche, hasta que el olvido o algo peor me reclame. Fue monstruoso, inmenso, antinatural... muy lejos de cuanto el hombre pueda concebir, salvo en las primeras horas silenciosas y detestables de la madrugada, cuando uno no puede dormir.

 

He dicho que la furia del viento era infernal -cacodemoníaca-, y que sus voces eran espantosas a causa de una perversidad reprimida durante eternidades de desolación. Luego, estas voces, aunque delante de mí seguían siendo caóticas, imaginó mi cerebro enfebrecido que adoptaban forma articulada detrás; y allá en la tumba de unas antigüedades muertas hacía innumerables evos, leguas debajo del mundo diurno de los hombres, oí horribles maldiciones y gruñidos de demonios de extrañas lenguas. Al volverme, vi recortarse contra el éter luminoso del abismo lo que no podía verse en la oscuridad del corredor: una horda pesadillesca de seres que se precipitaban, de demonios semitransparentes distorsionados por el odio, grotescamente ataviados, y pertenecientes a una raza que nadie habría podido confundir: la de las criaturas reptiles de la ciudad sin nombre.

 

Cuando se calmó el viento, me envolvió la negrura más absoluta de las entrañas de la tierra; porque detrás de la última de las criaturas, la gran puerta de bronce se cerró de golpe con un estruendo ensordecedor de música metálica cuyos ecos ascendieron hasta el mundo distante para saludar al sol naciente, como lo saluda Memnón desde las orillas del Nilo.

 

Azathoth.

Cuando el mundo se sumió en la vejez, y la maravilla rehuyó la muerte de los hombres; cuando ciudades grises elevaron hacia cielos velados por el humo torres altas, temibles y feas, a cuya sombra nadie podía soñar sobre el sol ni las praderas floridas de la primavera; cuando el conocimiento despojó a la tierra de su manto de belleza, y los poetas no cantaron sino a distorsionados fantasmas, vistos a través de ojos cansados e introspectivos; cuando tales cosas tuvieron lugar y los anhelos infantiles se hubieron esfumado para siempre, hubo un hombre que empleó su vida en la búsqueda de los espacios hacia los que habían huido los sueños del mundo.

Poco hay consignado sobre el nombre y procedencia de este hombre, ya que eso correspondía exclusivamente al mundo despierto, aunque se dice que ambos eran oscuros. Baste saber que vivía en una ciudad de altos muros donde reinaba un estéril crepúsculo; y que se afanaba todo el día entre sombras y alborotos, volviendo a casa por la tarde, a una habitación cuya ventana no daba a campos y arboledas, sino a un penumbroso patio hacia el que muchas otras ventanas se abrían en lúgubre desesperación. Desde ese alféizar no se divisaba sino muros y ventanas, a no ser que uno se inclinara mucho para escudriñar hacia lo alto, hacia las pequeñas estrellas que pasaban. Y dado que los muros desnudos y las ventanas conducen pronto a la locura al hombre que sueña y lee demasiado, el inquilino de este cuarto solía asomarse noche tras noche, escrutando a lo alto para vislumbrar alguna fracción de cosas que estaban más allá del mundo despierto y de la grisura de la elevada ciudad. Con el paso de los años, fue conociendo a las estrellas de curso lento por su nombre, y a seguirlas con la fantasía cuando, con pesar, se deslizaban fuera de su vista; hasta que al fin su mirada se abrió a la multitud de paisajes secretos cuya existencia no llega a sospechar el ojo mundano. Y una noche salvó un tremendo abismo, y los cielos repletos de sueños se abalanzaron hacia la ventana del solitario observador para mezclarse con el aire viciado de su alcoba y hacerle partícipe de sus fabulosa maravilla.

A ese cuarto llegaron extrañas corrientes de medianoches violetas, resplandeciendo con polvo de oro; torbellinos de oro y fuego arremolinándose desde los más lejanos espacios, cuajados con perfumes de más allá de los mundos. Océanos opiáceos se derramaron allí, alumbrados por soles que los ojos jamás han contemplado, albergando entre sus remolinos extraños delfines y ninfas marinas, de profundidades olvidadas. La infinitud silenciosa giraba en torno al soñador, arrebatándolo sin tocar siquiera el cuerpo que se asomaba con rigidez a la solitaria ventana; y durante días no consignados por los calendarios del hombre, las mareas de las lejanas esferas lo transportaron gentiles a reunirse con los sueños por los que tanto había porfiado, los sueños que el hombre había perdido. Y en el transcurso de multitud de ciclos, tiernamente, lo dejaron durmiendo sobre una verde playa al amanecer; una ribera de verdor, fragante por los capullos de lotos y sembrado de rojas calamitas...

Kadath, la desconocida

Qué hombre conoce a Kadath?
Porque ¿quién sabe de aquel que siempre mora en tiempo desconocido, que no es ni ayer, ni hoy, ni mañana?
Desconocida en medio del Frío Yermo yace la montaña de Kadath sobre cuya escondida cima hay un Castillo de Onice. Oscuras nubes envuelven el enorme pico que destella bajo viejas estrellas donde el silencio cubre las titánicas torres y se levantan murallas prohibidas.
Runas malditas, esculpidas por manos olvidadas, guardan la puerta llena de noche y ¡Ay del que ose pasar por aquellas espantosas puertas!
Los Dioses de la Tierra se deleitan allí donde una vez los Otros pasearon por místicos vestíbulos eternos, que algunos han vislumbrado en oscuros y profundos sueños a través de extraños y ciegos ojos.

La meseta de Leng.

Quien busque hacia el Norte, más allá de la crepuscular tierra de Inquanok, encontrará en medio del helado yermo la oscura y enorme meseta de las tres veces olvidada Leng. Conoceréis la Leng que ha rehuido el tiempo por los malignos fuegos que siempre arden y el espantoso chillido de los escamosos pájaros de Shantak que, muy arriba, recorren el aire; por el aullido de Na-gah que empolla en tenebrosas cavernas y se aparece en sueños a los hombres con extraña locura; y por el templo de piedra gris bajo la guarida de los Lúgubres de la Noche, donde está el que lleva la Máscara Amarilla y vive completamente solo.
Pero guárdate, ¡Oh Hombre! guárdate de Aquellos que pisan en la Oscuridad las murallas de Kadath, por el que perciba Sus cabezas mitradas conocerá las garras de la muerte.